Tampoco en Japón un clavo saca otro clavo
Mubi. Se estrena Family Romance LLC, un filme minimalista de Werner Herzog, que a través del artificio indaga en la tensión entre ficción y realidad.
Entre otras creencias facilistas, una de las ficciones occidentales más risibles es la de pensar que los orientales son muy parecidos entre sí. Lo cierto es que no son ni demasiado similares ni rápidamente reemplazables. Creer que a los japoneses el negocio de las sustituciones les resulta más sencillo es de ilusos. Es a lo que se dedican decenas de florecientes compañías en la isla pero si estos emprendimientos prosperan se debe, por un lado, a que las rígidas normativas de la sociedad nipona castigan con presiones o exclusiones a aquellos que desarmaron voluntaria o involuntariamente una familia nuclear. Por otro, al bajo umbral de tolerancia –generalizado, casi universal– hacia la pérdida, la ausencia y la soledad. Quizá sea otro espejismo, pero puede que en ciertos ámbitos de su vida los japoneses se permitan ser más candorosos o crédulos (acaso es lo que echa un manto poético sobre todas las familias del cine de Yasujiro Ozu).
En la vida real, Yuichi Ishii es el dueño de la empresa Family Romance, lleva más de 10 años en el rubro y emplea a 1.200 actores. Se ganaba la vida en la actuación y él mismo es uno de los suplentes que salen a escena cuando se los contrata para hacer de marido, amigo, admirador o padre de una novia. Su prontuario dramatúrgico delata que ya tuvo 600 esposas temporales y que 250 de ellas le propusieron matrimonio. No obstante, todo está debidamente codificado, como corresponde a esa cultura elegantemente reglamentada. En el filme de Werner Herzog, a una de las viudas Ishii le explica que no tiene permitido amar ni ser amado. (A esto, en parte, alude risueñamente el LLC del título, que equivale a Compañía de Responsabilidad Limitada).
Al cineasta alemán esta estrambótica versión del “hacer como si”, una fresca y descarada tensión entre ficción y realidad (como la exhibió, por ejemplo, en Incidente en el lago Ness) se le volvió irresistible. Sobre todo porque debió entrever que el pacto de fingimiento mutuo podría derivar, como le gusta decir, hacia una verdad más profunda. Sus personajes han sido afamadamente huérfanos, nómades a la intemperie, anormales insignes, solitarios incorregibles: Aguirre, Fitzcarraldo, Stroszek, Steiner. Es una categoría que Herzog conoce bien: el inadaptado, el desvalido, el indefenso, el descastado. Durante la realización de Corazón de cristal se le preguntó qué significaba el título y resumió, de paso, la disposición de no pocas de sus criaturas: “Un estado frágil –un estado interior– muy sensible de ciertas personas”.
Ishii es un japonés atípico, alto, un impostor, una hoja en blanco, un héroe de mil caras que da abrazos funcionales. Un camaleón que no está menos solo que aquellos a los que auxilia. Se come las uñas, como Mahiro, la niña sin padre (al que debe suplir Ishii), chueca, con un buzo de capucha con cuernitos, de doce años que parecen al menos catorce.
Ishii actúa de sí mismo pero no es nadie. Es, en verdad, un gran intérprete: no puede distinguirse si está actuando o no. Hace demasiado bien su trabajo (que es en el fondo y en la superficie el de un actor). Cuando la viuda le solicita que adquiera el tic ocular de su marido muerto, Ishii le aclara que sólo actúa lo que ya es, que no se adapta a especificaciones dadas sobre el ausente: “Eso sería actuar”, advierte con cara de póker.