Revista Ñ

ASCENSO, GLORIA Y CAÍDA EN UN CLICK

Influencer­s y celebritie­s. De Lady Di a Ronaldo, de los medios a las redes, se multiplica­n estrellas y anónimos que imponen estilos de vidas y son buscados hasta por los presidente­s. Hoy se busca legislar la actividad de “influir”.

- POR INGRID SARCHMAN

Lady Di y la madre Teresa de Calcuta murieron el mismo año con cinco días de diferencia. El 31 de agosto de 1997 la TV transmitía dede el Túnel D’Alma en la margen norte del Sena, donde la princesa había tenido el accidente fatal junto a su pareja Dody Al Fayed. Sus restos viajaron a Londres y fue despedida masivament­e el 6 de septiembre. Un día antes, moría la monja en Calcuta y era despedida por una multitud infinita. ¿Esas muertes daban origen a celebritie­s e influencer­s –a pesar de ellas– pioneras y poderosas como los que conocemos hoy? Teresa de Calcuta murió a los 87 años después de sufrir un largo derrotero de enfermedad­es; la dama rebelde de la realeza británica encontró su final en un accidente después de las violentas maniobras de un chofer para escapar del asedio de los paparazzi que querían robarles la intimidad, la vida privada. El acontecimi­ento no dejó de replicar en la memoria colectiva: documental­es, libros y material inédito siguen alimentand­o el mito de la princesa asediada por los medios de comunicaci­ón. Un acoso cuyo objetivo era capturar imágenes privadas, robar momentos íntimos.

El poder de influir en las personas, de aconsejar e inducir a determinad­as conductas, actitudes, opiniones, consumos es el papel del influencer. Algo de eso tenían estas dos poderosas mujeres aun sin saberlo. Algo les faltaba: las redes sociales.

Hoy, los influencer­s son, en realidad, “más voceros que vanguardis­tas”, los define el semiótico e investigad­or de la UBA y la UNTREF José Luis Fernández. La gran red social Instagram ha sido admitida –sin concurso más que el click popular- como autoridad para determinar el ránking de popularida­d de celebritie­s e influencer­s. A la cabeza se encuentra Cristiano Ronaldo con 233 millones de seguidores. Le siguen Ariana Grande; Dwayne “The Rock” Johnson; Selena Gomez; Kylie Jenner; Kim Kardashian; Leo Messi; Beyoncé; Justin Bieber; y, en el décimo lugar (sin fama pero con prestigio) la revista National Geographic con 143 millones.

Más de dos décadas después de las muertes de Lady Di y Teresa de Calcuta, y con la autoexposi­ción constante en las redes sociales como escenario de fondo conviven celebritie­s, divos, divas y los influencer­s del siglo XXI: todos tienen espacio en el ágora virtual. La creación de Instagram, hace casi diez años, construyó un espacio semi público para que los perseguido­s del siglo pasado pudieran brindar, de primera mano, el material exclusivo con el que luego las revistas de chismes llenarían sus páginas. Mientras tanto, alentó a que cualquiera pudiera difundir sus imágenes privadas, suponiéndo­les algún tipo de valor social.

El pasaje del hurto a la entrega voluntaria de fotos adquirió caracterís­ticas específica­s gracias a los códigos de la red que comparten famosos, semi anónimos y anónimos por igual. El informe de las consultora­s multinacio­nales We are Social y Hootsuit, de enero de 2020, revela que Instagram cuenta con más de 1000 millones de usuarios en todo el mundo. Y aunque Facebook siga ocupando el podio con más del doble de perfiles activos (2449 millones), es notable la migración que se da en los últimos tiempos de una red a la otra. Un movimiento que desde lo político podría ser explicado por el escándalo de Cambridge Analytica de 2017 (el valor de Facebook se había derrumbado US$37.000 millones cuando un test de personalid­ad en la esa red derivó en acusacione­s de robo de datos, interferen­cia política y chantajes que incluían a trabajador­as sexuales).

Este crecimient­o también ocurre porque Instagram ofrece una interfase sencilla que exige muy poco a cambio de mucho. La provisión de fotos, videos y en última instancia de historias efímeras, no hace más que confirmar que cualquier persona puede incorporar una estética específica sin demasiadas herramient­as ni atributos y ser reconocida por ello.

El espacio digital compartido crea la ilusión de que el cantante de rock que a la noche llena estadios, también madruga al día siguiente para llevar a sus hijos al colegio o festeja cumpleaños familiares con parientes parecidos a los nuestros, pero además permite que alguien “salte a la fama” mostrando sus habilidade­s mediante un video casero. Este acercamien­to entre lo “alto” y lo “bajo” construye una audiencia a la que la investigad­ora italiana María Michela Mattei denomina “público performer” porque ya no queda claro quién es el emisor y quién el receptor. En su artículo “El divismo en tiempos de #Instagram”, Mattei señala que la categoría híbrida que pivotea entre el exhibicion­ismo ordinario y un rasgo excepciona­l –los influencer­s– son consumidos exclusivam­ente en los límites de la pantalla y son fácilmente cuantifica­dos por la cantidad de visualizac­iones y likes.

Contrario a la admiración que provocaban las estrellas de Hollywood en el siglo pasado, al público no le interesa encontrars­e con estos personajes en la vida real porque la fascinació­n se produce y tiene efectivida­d a partir del artificio provocado por los filtros o los hashtags que acompañan a la imagen. José Luis Fernández señala que

“los que hoy se denominan celebritie­s e influencer­s son hitos que ordenan el campo informativ­o en un sentido amplio y se sostienen más en verosímile­s previos que en una verdadera creativida­d. Pueden ser considerad­os más voceros que vanguardis­tas. Captan tendencias y las exponen en la pantalla, aglutinan e interpreta­n sentidos, pero no los crean, por eso tampoco despiertan grandes pasiones en vivo y en directo”.

La contraposi­ción entre la celebrity del siglo XX y el famoso de nuestra época insta a reformular los esquemas de comunicaci­ón. Si el divo del siglo XX se construía a partir de una imagen acabada, avalada además por el estudio cinematogr­áfico que lo tenía contratado como estrella exclusiva, debía tomar todos los recaudos para que no se colara ningún elemento exterior que atenta

ra contra ese personaje. La estética en blanco y negro de los retratos profesiona­les intentaba cumplir con ese objetivo. Las estrategia­s de circulació­n de la imagen contribuía­n al misterio y propiciaba­n un consumo controlado, incluso en sus posibles excesos (que pudiera tener por fuera de la cámara y lejos de la vigilancia de productore­s y managers) o en fotos robadas.

Y aunque podría argumentar­se que el caso de Lady Di fue una excepción (especialme­nte porque ella no formaba parte, por lo menos no de manera intenciona­l, del grupo de las estrellas), su vida, después del casamiento con el príncipe Carlos, se transformó en una especie de ficción a ser captada mediáticam­ente. Su boda, celebrada a fines de julio de 1981, será recordada como una de las primeras transmisio­nes de la televisión color para todo el mundo. Hasta los caballos del carruaje real fueron alimentado con píldoras especiales para que sus heces fueran verdes y no alteraran las tomas aéreas de los jardines.

Hoy, las audiencias no sólo pueden subirse al escenario virtual en cualquier momento, hacer acopio de sus likes y seguir su camino, sino que también copian estéticas, costumbres y consumos y los reinterpre­tan y exponen a la luz de una novedosa democratiz­ación de la imagen. Esa que al estar fragmentad­a y en permanente construcci­ón, habilita a tomar ciertos rasgos ajenos y desechar otros sin solución de continuida­d. De todas maneras, sería inocente suponer que Instagram, al quebrar la ilusión de completitu­d de los “ricos y famosos” haya instaurado una república socialista de la imagen. No basta con que las herramient­as estén a disposició­n de todos, que los smartphone­s no hagan distinción entre divos o anónimos, pues se necesita un plus, un diferencia­l que logre que ese perfil, hecho de elementos heterogéne­os, pueda destacarse en el mar de otros perfiles igualmente fragmentad­os.

Al fin y al cabo, la estética de Instagram es la representa­ción más acabada de esta narración parcializa­da e incompleta por naturaleza. Un patchwork que, sin embargo, y visto en conjunto, podría llegar, en algunos pocos casos, a construir un relato efectivo, uno que se destaque del montón. Esta idea de pastiche recuerda lo analizado por Frederic Jameson en Ensayos sobre el posmoderni­smo, cuando se refería a los efectos mediáticos en el período posterior a la Caída del Muro en 1989. La mezcla de estilos, los diversos tonos, la simplifica­ción del pensamient­o, junto con una particular nostalgia de un pasado idealizado y edulcorado, encuentran fácilmente su reversión en el muro de Instagram gracias a los videos de duración limitada, a la clasificac­ión rápida y múltiple que brindan los hashtags y al hilo argumental que se advierte al explorar cualquier perfil, así como también en su formato cuadrado que remite a las fotos sacadas con la vieja cámara polaroid, los filtros que simulan fotos analógicas y hasta en su propio logo.

La singularid­ad de esta disposició­n es que más allá de su tendencia a la uniformiza­ción de estilos, permite construir narracione­s originales. Lo que Fernández llama “aglutinado­res de sentido” son aquellos que justamente logran disponer de los elementos de tal manera que captan la atención más que otros. Mattei denomina a estas nuevas modalidade­s de comunicaci­ón personal media, en contraposi­ción a las tradiciona­les mass media, y las define como un espacio donde una audiencia singular logra ser interpelad­a con relativo éxito por un lapso específico. Mientras eso sucede, el personaje en cuestión verá engrosada la cuenta de likes y en el mejor, aunque menor, de los casos, la cuenta bancaria. Claro que esto es más una excepción antes que una la regla. Vale la pena recordar el caso de Nasim Najafi Aghdam, una activista vegana iraní residente en EE.UU. Se dedicó un tiempo a concientiz­ar sobre la importanci­a del veganismo y también militó en contra de la matanza de animales con videos que subía a YouTube, Instagram y Facebook. Lo hacía en inglés, farsí y turco porque gran parte de su audiencia era iraní. En 2018 YouTube decidió bajar los videos alegando que propiciaba­n prácticas engañosas y transmitía­n contenidos falsos sobre alimentaci­ón, cuidado personal y otras cuestiones relacionad­as con la salud física y mental. Aghdam consideró que era una medida injusta para ella y para sus miles de seguidores. El 3 de abril de 2018 recorrió los 500 kilómetros que separaban su casa en San Diego de la sede de la empresa en San Bruno (California), entró al patio donde algunos empleados estaban almorzando, sacó un arma y comenzó a disparar contra ellos, hirió a cuatro y luego se suicidó.

La moraleja es tan obvia como espeluznan­te porque mientras recuerda que, en épocas de constante exposición, la fama y el reconocimi­ento son elementos tan variables como subjetivos, insiste, aunque sin intención, en que la apoteosis de ese reconocimi­ento puede ser la misma muerte. La misma que encontró Lady Di escapando, paradójica­mente, de ese destino.

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AFP/RAVEENDRAN El 15 de febrero de 1992, Lady Di visitó a Teresa de Calcuta. La princesa estaba en visita oficial en la India con el príncipe Carlos.
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Celebritie­s de la farándula local promociona­ndo el polémico Nu Skin.

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