CHAVELA POR DENTRO: LA VOZ Y SUS CORRERÍAS
Los affaires con Frida Khalo y Ava Gardner, el abrazo protector de Almodóvar y su lucha con el “trago”: el documental de Netflix, con registros inéditos, revela al ícono de la canción mexicana.
Cuidado: “El arte y la voz de Chavela Vargas también pueden matarnos”. Lo advirtió el poeta José Infante en 1993, al presentar para la televisión española su concierto en la sala Caracol de Madrid. Lacerante, desmesurada y parca al mismo tiempo, ella encarnó la canción mexicana con una profundidad ritual sin imposturas. Pedro Almodóvar la describió como “un sacerdote azteca”. Cuando cantaba hacía llorar. Pero ella no lloraba, le tenía terror a la cursilería. Le temía tanto como al escenario, al que salía escudada en su jorongo (llegó a tener una colección de más de quinientas de estas prendas típicas): “Como una misa, es un sacrificio estar en el escenario. Y siento como una casulla el jorongo, que me cobija contra el miedo escénico”.
Fue una intérprete sublime de “En el último trago”, “Ojalá que te vaya bonito” o “Amanecí en tus brazos”, las canciones de José Alfredo Jiménez (con quien además compartía su adicción al tequila en las noches del mítico Salón Tenampa). Produjo la ilusión de reflejar su propio destino en los versos de “Volver, volver”, “Soledad” y “Hacia la vida”. Y le puso su sello a “La llorona”, una canción de tradición inmemorial que al llegar a sus manos pasó a pertenecerle. A propósito, la flamenco-pop star Rosalía acaba de homenajearla con una versión heterodoxa de “La llorona” que ronda los ocho millones de reproducciones entre YouTube e Instagram.
A ocho años de la muerte de María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas –de su segunda muerte, por así decirlo, porque ella afirmaba haber vivido dos vidas–, la llegada a Netflix del documental Chavela (Catherine Gund y Daresha Kyi, 2017) actualiza su legado musical y la fascinación intacta de su leyenda. El núcleo de la película es una entrevista hecha en 1991, sin destino preciso, por la estadounidense Gund, por entonces una joven activista, que acababa de conocerla y la grabó en México como parte de su propio “diario de viaje”. La directora exhumó ese material una década después, al morir Chavela, y le propuso a Daresha Kyi trabajar juntas sumando otros testimonios, en lo que resultó una condensada biografía.
“Pregúntame lo que quieras”, invita la cantante en el comienzo del recorrido que pasará por su historia familiar, la partida de la casa natal en Costa Rica y la llegada a México, la amistad con José Alfredo Jiménez. La rebeldía, el éxito, la larga reclusión en su alcoholismo, la “resurrección” y la proyección de la mano de su admirador más conspicuo, Pedro Almodóvar. Recorrido que es también una historia de resistencia: a los mandatos familiares, los prejuicios sociales, las exigencias del star system y finalmente las adicciones.
“No puedo andar por ahí con un cartel diciendo que soy lesbiana”, dice la artista en un tramo de la conversación con Gund. Y en otro, recordando divertida el tumultuoso fin de fiesta de la boda de Elizabeth Taylor: “Yo amanecí con Ava Gardner”. La película también aborda su vínculo con Frida Kahlo –la temporada que pasó conviviendo con ella y Diego Rivera– y una larga relación de pareja con la abogada y activista Alicia Pérez Duarte, cuyo testimonio desmenuza la etapa más oscura de adicción de Chavela, motivo de largos años de ausencia de los escenarios.
El documental incluye pasajes antológicos de conciertos, como una versión histórica de “Macorina” o la escena del “renacimiento” sobre el escenario de El Hábito en 1991, con Jesusa Rodríguez y la cordobesa Liliana Felipe como anfitrionas. Muestra fugazmente el batacazo en el Olympia de París y recupera un magnífico pasaje de “Volver, volver” en el Bellas Artes del D.F. Los testimonios de Almodóvar, las cantantes Tania Libertad, Martirio y Eugenia León, entre otros, van tejiendo la trama de un retrato coral. En medio de esa polifonía es León quien parece encontrar las palabras justas para definir el arte de Chavela: “El canto del alma herida”.
“El canto es la cosa más bella que transporta el aire”, le dijo Chavela Vargas a esta cronista durante una entrevista en su casa de San Joaquín de Flores, en 1999. Tenía ochenta años y, entre gira y gira, llevaba una vida monacal en Costa Rica: “Ya estoy igualita que la hiena: como una vez por mes, no hago el amor nunca, ni agua tomo… ¡y no sé de qué putas me río!”, estallaba burlona. Y unos minutos después se ensombrecía: “En las noches te vas a la vereda tropical, a soñar con las estrellas, a volar junto con ellas,
masticando estrellas toda la noche… y a recordar, recordar… A veces pienso que esa es la muerte: querer recordar lo que no se puede. Ni trates de averiguar dónde vas porque nadie ha regresado nunca. No recuerdes, no preguntes…”.
Aunque un tiempo atrás había anunciado su retiro, entonces estaba a punto de debutar en Buenos Aires. Y siguió cantando muchos años más, hasta poco antes de morir, a los noventa y tres. La película de Gund y Kyi, que comienza con la irrupción juvenil de Chavela en la escena musical, completa el ciclo con registros conmovedores: el viaje final a Madrid, el majestuoso funeral en México y el último aplauso.