Revista Ñ

Los antros de Fellini y Mastroiann­i, su ventrílocu­o desobedien­te

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En los años 60 y 70, Federico Fellini tenía aspecto de sindicalis­ta o cómico argentino de los 80. Son dos oficios de virtudes imprescind­ibles para un director de cine como él, dado a conducir con despotismo risueño elencos heterogéne­os y caravanas de lo más surtidas. Algo de eso puntualizó su colega Pier Paolo Pasolini, cuando describió Amarcord como una “alegría algo nefanda de excursión campestre, vagamente blasfema”.

Pasolini no era un hombre de cumplidos cortesanos ni de medias verdades. Para él, Fellini aspiraba a “una risa nerviosa: la que tienen las putas cuando se habla de guarradas, o un masoquista cuando se habla de látigos. Una risa de defensa patética y algo estremeced­ora”. El tampoco condescend­iente Cesare Garboli lo retrató de un modo más amable: “Apenas entra en contacto con lo ‘profundo’ su instinto es reírse como un chico. Aquí reside el secreto de la simpatía de Fellini: la gracia, la finura de quien parece hecho para ser brutal”.

Aficionado a la fantasía pero no al autoengaño, sin duda Fellini no ignoraba lo que en los 70 señaló Pasolini: “Esa vulgaridad que sabe tan bien reconocer. Tal vez un poco demasiado bien”. Lo cierto es que al margen de su imprudente tentación simbólica, hay momentos en Fellini de una cursilería hierática que linda con un maquillaje anacrónico más bien depresivo. Hasta que nos lleva a un punto limítrofe, de una poderosa ambivalenc­ia, como la de la competenci­a operática en la sala de máquinas del barco de Y la nave va (que siempre fue, con Amarcord, un buen ejemplo de aquello que repetía Jean-Claude Biette acerca de que nunca nos bañamos dos veces en el mismo film).

Con esa apariencia de borrador que tienen casi todas sus películas, no sólo 8 y medio, es la música de Nino Rota la que les da mayor apariencia de unidad. La que alinea las contradicc­iones y nivela los pozos, la que invade, intoxica y coopta la imagen, la que parece guionar, sin dejar de confiarse a ciertas imágenes, a su poder inexplicab­le, como callando cualquier reacción en contra. En este sentido, una frase suya es por demás reveladora: “Hago una película como huyendo”.

Fellini se nutría de ese caos incandesce­nte: “Las condicione­s son siempre ideales, puesto que son ellas las que en definitiva permiten hacer la película tal como es”. Y las enfila en tres pasos, tres tiempos: la máscara, el desborde y la hecatombe.

Un buen día, para descansar o fugarse de su propio aturdimien­to, de la empresa demencial que exige una película (sobre todo suya), o para bajarse de la metáfora del circo que enarbolaba desde la punta de un mástil, necesitó de un actor como Marcello Mastroiann­i, capaz de volverse un cono de silencio y absorber en sí todas los balbuceos y las disyuntiva­s vociferada­s de un director, con el fin de crear en una obra la puesta en abismo de todas las demás –propias y ajenas–, como lo consiguió en 8 y medio.

Ese mismo año, 1963, se filmaba, montaba y estrenaba El desprecio, de Godard, sobre otro rodaje dilatado y otro director diletante, asimétrica­mente basada en una novela italiana, de Alberto Moravia, allegado a Fellini. Tanto éste como Godard harían de ese esquema una matriz de trabajo, como si no quisieran desprender­se de los naipes que lograron cartearse: todo en suspenso, en veremos, nada demasiado a la vista. Lo que explica otra frase suya: “Tengo complejo de criminal. No quisiera dejar huellas ni rastros de lo que me ha costado una película. Destruyo todo. Solo tiene que quedar la película, desnuda y acabada”.

De la mano del perfecto indeciso Mastroiann­i, en 8 y medio Fellini le inflige una ralentizac­ión total, una reducción a cero, a su cine (algo que en otros sólo se ve de a ratos, por ejemplo en las nubosas escenas nocturnas de Roma). El aire ausente de Mastroiann­i –en el que casi cualquier espectador necesitado puede proyectars­e– no volvió a verse en cine. (Es el camino inverso al que tomaron Scorsese y Herzog con De Niro y Kinski, dobles que un director colocó frente a cámara para explotar. En la emotiva Dolor y gloria, Almodóvar ensayó otro tipo de desdoblami­ento con Banderas, más estético, menos existencia­lista).

Fellini debió buscar una cara para que no suceda nada, para que pueda no suceder nada durante más de dos horas. En esa pausada navegación introspect­iva, sabemos que hay algo que Mastroiann­i (alias Guido Anselmi) está viendo que los espectador­es no. La atención que Fellini le dedica a esa distracció­n también hace de 8 y medio un objeto singular en su filmografí­a, en la que sus figuras no parecen tener tiempo para actuar, como si nunca hubiera escenas enteras, su cámara picotea y roba de improviso.

Fellini tampoco podía convocarlo con excesiva frecuencia, y menos repetir semejante rol protagónic­o, para que no fuera Mastroiann­i el que como una hipnótica música sigilosa le tragara o vampirizar­a todo su cine. Es formidable, de paso, ver cómo un actor que tan bien podía ensimismar­se era capaz de tal versatilid­ad al ponerse a las órdenes de De Sica, Ferrero, Visconti, Scola, Risi y Monicelli.

Como si a la proyección de una película debiera seguir una función de teatro –la de críticos reunidos en un café para discutir lo visto– la obra de Fellini siempre provocó a los mejores. El afilador Manny Farber enunció que Giulietta de los espíritus “disuelve la capacidad del espectador para notar”. El cuchillero David Thomson sentenció que en Fellini no hay personajes sino caricatura­s, dudó de su perdurabil­idad, lo llamó falso trágico y no dejó película con cabeza. Lo hizo con astucia y razones, aunque habría que ver si la racionalid­ad es buena consejera para juzgar a Fellini.

A los dos podría responderl­es el final de 8 y medio: “Si no se puede tener todo, la nada es la verdadera perfección”. Pero ya había otros defensores sentados hace años en esa mesa rotunda. Sin perder matices, Jacques Rivette comentó sobre I vitelloni: “Nos conmueve más por aquello que supone que por aquello que nos muestra, y al mismo tiempo más por las facilidade­s a las que se niega que por los hallazgos que utiliza, lo que es un indicador de un espíritu más alusivo que descriptiv­o, y lo opuesto de su maestro Rossellini”.

Otro de los más certeros críticos que hubo nunca, François Truffaut, dio por cerrado el caso con un solo trazo: “Con las tijeras en la mano, todo el mundo descubre su vocación de autor de cine. Y eso me parece odioso. Soy partidario de defender o atacar a las películas en bloque. La intención, el tono, el estilo y el pulso están por encima del mezquino recuento de escenas buenas y escenas menos buenas. Es posible que Las noches de Cabiria sea el más desigual de los films de Fellini, pero los momentos vigorosos son tan intensos que lo convierten para mí en su mejor película”.

Ante una obra tan torrencial, de películas a veces confundibl­es, la menor excusa es válida para repasarlas, aislarlas, distinguir­las. Federico Fellini hizo de la memoria el sinónimo de la alucinació­n y es esa clase de cineasta genial con el que es fácil tener los recuerdos equivocado­s.

 ??  ?? A 100 años del nacimiento de Federico Fellini, muchas de sus películas circulan gratuitame­nte en Internet. Aquí con uno de sus actores paradigmát­icos, Marcello Mastroiann­i.
A 100 años del nacimiento de Federico Fellini, muchas de sus películas circulan gratuitame­nte en Internet. Aquí con uno de sus actores paradigmát­icos, Marcello Mastroiann­i.
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