EN EL INFINITO ESPECTRO DE LO POSIBLE
Ali Smith. En los sugestivos relatos de La historia universal, la escritora escocesa explora las aristas más inesperadas de lo cotidiano.
Publicado por primera vez en 2003 y reeditado este año por el sello español Nórdica, La historia universal reúne doce singulares relatos de la célebre narradora escocesa Ali Smith. Con una licenciatura en Lengua y Literatura inglesas, a los veinte años Smith comenzó a padecer síndrome de fatiga crónica y debió abandonar la actividad universitaria antes de terminar su doctorado. La enfermedad fue el portal de la ficción, la reconversión de la académica en escritora multipremiada, autora de ocho novelas, seis antologías de cuentos y siete piezas teatrales.
Ambientados en Londres, Inverness (ciudad natal de Smith) y los alrededores del mítico lago Ness (“el hogar del monstruo”), los relatos de La historia universal están protagonizados por mujeres de distintas edades, clases sociales y temperamentos. Aunque la colección destaca por su heterogeneidad, dos elementos aseguran su cohesión: de un lado, su circularidad, ya que las historias recorren un año completo con sus cuatro estaciones; del otro, la presencia de un tópico recurrente: la relación –de amor, de conflicto, de desconcierto– entre el individuo y el mundo que lo rodea.
“Esta noche puedo oler el invierno del modo que solo es posible en los primeros momentos de su retorno, antes de que nos acostumbremos, cuando hemos olvidado su aroma y entonces regresa al aire y el fluir de las cosas se altera y luego vuelve a asentarse”, escribe la autora con la tersura y la belleza que definen su estilo.
La sencillez de su prosa, capaz de extraordinarias imágenes (“Avanzaban por el pasillo tosiendo, como ciervos invernales de pezuñas finísimas”) contrasta, sin embargo, con el carácter experimental de la forma narrativa. Narrar es, para Smith, un juego arriesgado, un constante desafío al lector, la oportunidad de activar la palanca del artificio literario para llevarlo a la máxima potencia. Sus ficciones carecen de trama en el sentido tradicional; lo que plantean, en cambio, son escenas de vida, postales dinámicas donde lo que queda fuera del cuadro es tan importante como aquello que se muestra.
Cuando, por el contrario, Smith retoma la estructura del cuento clásico, es solo para desbaratarla y trastocar el orden de sus partes, tal como se advierte en “Erosión”, que comienza con el nudo, sigue con el desenlace y concluye con el inicio.
Un tópico recurrente en La historia universal es la emergencia de lo inusitado o lo extraordinario –un suceso, una vivencia, un sentimiento– en un mundo banal y monótono, en la cotidianeidad de vidas solitarias o absorbidas por trabajos tediosos y sin futuro.
Son cataclismos íntimos, epifanías mundanas: es el caso de “Rápido”, cuya protagonista se topa con la muerte mientras espera el tren que la llevará a su casa como toun dos los días. Y de “Mayo”, que cuenta la historia de una mujer perdidamente enamorada de un árbol.
Como quien baila al borde de un acantilado sin caer, la autora sabe jugar en el límite entre lo realista y lo simbólico, lo trágico y lo cómico, lo verosímil y lo absurdo, como ocurre en “Canciones de amor escocesas”, relato en el que una anciana es perseguida por una banda de gaiteros fantasmales y jocosos.
Otras voces, otros ángulos
Otro aspecto destacable de la escritura de Smith son sus vertiginosos cambios de foco. Cada historia está narrada desde la perspectiva de más de un personaje, de lo que resulta un efecto cubista que descompone lo real en un prisma de percepciones.
Este procedimiento llega a su máxima expresión en “La historia universal”, texto que da título al volumen. Allí, el foco se desplaza de la dueña de una librería de usados, a misterioso viajero que se dedica a comprar ejemplares de El gran Gatsby, incluyendo también el punto de vista de una mosca posada sobre los libros exhibidos en la vidriera de la tienda.
En este cruce de miradas, planos y tiempos que Ali Smith sane manejar con habilidad y osadía, la narración vuelve a comenzar una y otra vez desde distintos ángulos, se fragmenta y se expande en una proliferante simultaneidad: sin perder su coherencia, se vuelve múltiple como la realidad misma.
En La historia universal, a menudo la acción narrativa parece ganada por una intencional deriva, como si fuera agua y simplemente fluyera siguiendo un rumbo incierto. Este rasgo, sumado a la ya mencionada fragmentariedad, ubica a estos textos en las antípodas del cuento entendido como un mecanismo de relojería en el que ninguna pieza sobra ni falta.
La escritora trueca la economía narrativa por cierta controlada digresión, la precisión del dispositivo por la libertad del patchwork. Sus historias transcurren como lo hace la vida: con la misma mezcla de lógica y arbitrariedad, de planificación y contingencia.
La ambigüedad es un ingrediente decisivo en estos relatos, aunque tal vez ninguno sea tan ambiguo como “Créeme”, verdadera joya narrativa en la que el diálogo de una pareja de mujeres conduce a un tembladeral interpretativo que hace imposible distinguir entre la verdad y la mentira.
Resta decir que, en La historia universal, la naturaleza es una presencia constante, algo así como la sombra inseparable de toda experiencia humana, el metrónomo que marca el compás de la vida. De ahí la importancia de la figura del árbol, así como también de los insectos y otros seres vivos (siempre llamados por sus nombres científicos, lo que revela en Smith un insospechado interés por el mundo de la biología).
Al fin y al cabo, de esas humildes briznas –hojas, moscas, bacterias y humanos, surgidos del azar y por el azar regidos– se compone la infinita historia del universo.
Afirmar que lo que ocurre en las más de 200 páginas de La entreplanta es sólo la ascensión por escaleras mecánicas de un oficinista sería una injusticia, tal como lo es la supresión de Nicholson Baker (Rochester, EE.UU., 1957) de los cánones anglosajones que se barajan a menudo. Exclusión que probablemente tenga algo de voluntario, considerando el interés del autor por los intersticios desdeñados de la cotidianeidad, el pensamiento y la memoria con apoyo en una prosa de tono menor, insidiosamente íntima y de una suavidad fiel a su abordaje transparente.
La entreplanta –con la que Baker debutó en 1988 y de flamante reedición española– morigera sin embargo esa candidez al imponerse con fanatismo programático, condensando con ardor precoz un plan de acción que se expandirá en inusitadas y graduables direcciones en sus más de diez libros siguientes.
Howie se aparece a la una del mediodía en el vestíbulo del edificio donde trabaja dispuesto a emprender la elevación diagonal hasta el burocrático entrepiso, llevando en mano un ejemplar de bolsillo de Penguin y una bolsa blanca de la cadena de droguería CVS que transporta un par de cordones nuevos. Como un caso detectivesco sin más artífice que el tiempo y la conciencia, se irán revelando los pormenores del trayecto y jornada previos en un fluir sostenido de acciones, compras, desplazamientos y reflexiones que arrancan de un hecho mínimo –la insólita rotura de dos cordones de zapato en un intervalo de veintiocho horas– para derramarse en una exhaustividad avasallante.
Patricio Pron bien señala en el prólogo el argumento encubierto, consistente en “la fundación de una sensibilidad y la experiencia de asistir a ella”. A modo de cuadro sinóptico narrativo, Baker desmigaja una microfísica de la existencia compuesta de cosas, superficies, texturas, hábitos, percepciones y espacios que habitan el mundo y la mente.
Las cavilaciones del protagonista parecen cumplir a rajatabla aquella invectiva de Georges Perec en “¿Aproximaciones a qué?” de Lo infraordinario: “Quizás se trate de fundar, finalmente, nuestra propia antropología (…) Aquí se trata de interrogar, sea el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales en la mesa, nuestros utensilios, nuestras herramientas, nuestros horarios, nuestros ritmos. Interrogar aquello que parece haber dejado de sorprendernos para siempre”. Pero si el escritor francés promovió esa insularidad de autobiografía, restricción, ficción y objetivismo con dispersión fragmentaria, Baker la conjuga en un continuo amorfo.
Así como su personaje se traslada de un punto a otro, el texto enlaza elementos colindantes de una topografía tan privada como colectiva: el pasamanos de goma negra de la escalera es asociado por el narrador a los radianes de lustre negro del borde externo de los discos de vinilo, cuyos surcos a su vez lo remiten a los del patinaje sobre hielo de infancia de la misma manera en que los brazos fonocaptores del tocadiscos le sugieren engrapadoras.
Las pajitas para tomar gaseosa, la alfombra de piso empresarial, el troquelado del papel higiénico, los envases de leche, los pomos de puertas, las cubeteras de hielo o la cinta adhesiva hilan una memorabilia de la cultura industrial estadounidense que cierra el arco posmoderno, nacido cuando Perec se inspiró en Me acuerdo de Joe Brainard.
De todas maneras, si bien el buen gusto por las corbatas estampadas lleva a pensar en el padre y la fórmula para dar vuelta una camiseta del revés en la madre, Howie busca anular la nostalgia. Lo emotivo es un pliegue tenue entre clasificaciones, enumeraciones, especulaciones y digresiones historicistas. Por eso llega al extremo de considerar la madurez una evolución acumulativa en que una mayoría de descubrimientos de mediana edad sustituye certezas infantiles, al extremo de refutar la magdalena de Proust como un mero “truco olfativo” que pretende imponerle una pureza falsa al intelecto o aventurar una lista de tópicos introspectivos (“Pago de facturas”, “¿McCartney más talentoso que Lennon?”, “Ganas de matar”) para inferir una lógica estadística que cruza a Auguste Dupin con la teoría de sistemas.
El otro lado de la obsesión por despejar la tabla rasa en que se imprime el exterior es la comicidad, que empuja la razón hacia los abismos de la entropía, la futilidad y el exceso. Reflejo de ello es el recurso invasivamente hilarante de las notas al pie, del que
David Foster Wallace haría luego uso y abuso y que ocupan gran parte del libro.
Howie llega al colmo de abrir un inciso referido a las notas al pie propiamente dichas, que elogia en James Boswell, Edward Gibbon y William Edward Hartpole Lecky. “Ellos sabían que la cara externa de la verdad no es lisa, ni brota ni va reuniéndose de párrafo en párrafo bien formados, sino que trae incrustada una rugosa corteza protectora de citas, de comillas, de cursivas e idiomas extranjeros, todo un variorum en forma de costra replegada de ‘ibíd’ y de ‘cfr.’ y de ‘véase’ que conforman la armadura del puro fluir de un argumento mientras este viva por un instante en la mente de uno”, declara.
La afición erudita del narrador se revela asimismo en el clásico que porta consigo, las Meditaciones de Marco Aurelio, al que así y todo accede por azar y desprecia por su arrogancia trágica. El gesto indica la interioridad leve de Howie, ese estado suspensivo y desenfadado que es eco de los desvíos por el margen de Baker.
Entre la calidez y la osadía, frases como “Bombinescos posicionamientos intermedios”, “El pepto-bismoliano regusto a queso de la leche” o “Plantillas de zirconio, fatalmente afiladas al tacto, que timbran el papel con su brailleadora de púas”, dibujan una lírica concreta de enciclopedia, manual técnico o tratado naturalista. El traductor Ce Santiago revela en el epílogo que le envió un mail al autor para confesarle el achicharramiento de cerebro.
La entreplanta integra una secuencia involuntaria con Temperatura ambiente (1990) y Una caja de cerillas (2003), cimas de Baker que corren el procedimiento miniaturista hacia las intermitencias apacibles de la convivencia familiar; aunque el análisis poético ficcional de El antólogo (2009) está igualmente entretejido por apuntes del devenir, así como el erotismo arqueológico encuentra formas y cuerpos más literales en Vox (1992), La Fermata (1994) y La casa de los agujeros (2011). El origen común yace en el escalón móvil de La entreplanta, allí donde la compleja sencillez del atarse los cordones inicia a un arte de trenzas, nudos, tirones y rupturas.