El tiempo que se toma Charles Simic
Ensayo. El azar, la fotografía, el blues, Buster Keaton y recuerdos de Serbia caben en un libro del gran poeta y crítico.
La literatura está condenada a lo intimista por falta de presupuesto. Es una manía de recursos mínimos: de un lápiz y una libreta a un ejemplar encuadernado, bajo luz natural o lámpara soltera. Al margen de las fastuosas batallas y los viajes interestelares que busque novelar, entre las tapas de un libro siempre se gesta una resonancia interior. En ficción y en poesía, en la crítica y el ensayo. En sus versos y su prosa, Charles Simic (Belgrado, 1938) es otro ejemplo de este fenómeno subrepticio.
Es un efecto que se asocia, según el caso, a la hechizada lentitud de una página o a la velocidad con que un lector la atraviesa. Simic opta por entrarle a cada asunto de manera sesgada, aproximándose paulatinamente al tema solicitado (no poco en La vida de las imágenes responden a encargos). No importa qué década lo oprima, un ensayista –así lo enseñó Montaigne, que puso la primera piedra– avanza sin prisa y con pausas radiantemente arbitrarias. Como lo insinuaba el título de su primer libro, al acercarse a un nombre u objeto Simic intenta desmantelar su silencio.
Como si un desterrado sólo pudiera ser misceláneo, por este volumen murmuran Buster Keaton, Saul Steinberg, Joseph Cornell, Odilon Redon, Gombrowicz, Cioran, sus familiares, su Serbia natal, su New York y New Hampshire adoptivos. Simic ofrece revaluaciones y rectificaciones, y sus obsesiones y recurrencias van esbozando un domicilio acogedor: lo fortuito, lo filosófico, lo hilarante. En textos distendidos, que suenan tramados a deshoras, un motivo lleva al siguiente con soltura: “Si lo que buscas es seriedad absoluta y tienes la sospecha de que es inseparable de la risa, Keaton se convertirá en tu filósofo favorito”.
Quizá las frases justas comparecen porque Simic no es un crítico clínico sino un amable impresionista que confía en la pereza aparente: “Todo escritor guarda algún secreto sobre su modo de trabajar. El mío es que escribo en la cama. No hay escritura más satisfactoria que la que invita a sentir que estás haciendo algo que el mundo desaprueba”. (Exactamente lo mismo vale para leer en la cama –a solas– a media mañana).
Simic es la clase de ensayista que considera de mal gusto que una voz se dé importancia. De allí que no fuerce sus percepciones, comparaciones o ideas; se las cruza en la marcha como de casualidad (que es otro modo de decir que despuntan de un ovillo con el que ha intimado largamente). El germen y la secuela es una ensoñación: “Dos imágenes me vienen a la mente cuando pienso en los poemas de Emily Dickinson: las cajas chinas y el teatro de marionetas. Ella abre las cajas, las de Pandora. En una hay terror; en otra asombro y éxtasis. Y hay tantas cajas. En ocasiones tiene la impresión de que llegó a la última pero, tan pronto como la escudriña, se percata de que contiene otra caja más. En cada una hay un teatro. Se está desarrollando una obra, puede que sea siempre la misma”.
Tal vez sea la llave de su método: nunca que hable de una cosa Simic se limita a hablar de esa cosa sola. La suerte está de su lado y reaparece dentro de cada cofre, detrás de cada puerta que entreabre. Dice sobre Joseph Cornell: “Uno de los dios que velaba por él era el azar. Le enseñó a abrir la mente a lo desconocido”. O bien apunta: “Lo que la fotografía y la poesía moderna comparten es la creencia en los encuentros fortuitos”.
De paso va rotulando un autorretrato de lector coloreado al agua: “Ahora leo filosofía por las mañanas. Cuando era joven y vivía en la ciudad, siempre lo hacía de noche. ‘Así es como te estropeaste los ojos’, me sigue diciendo mi madre. Leía hasta altas horas de la noche. Cuanto más silencio había, más lúcido me sentía, o eso creía yo”. Este pequeño muestrario no debería dar a entender que Simic es demasiado manso o inofensivo. Ahí está su poesía de escenas relámpago para denotar cuánto lo entretenido puede parecerse a lo siniestro.
En recreaciones acerca de Kafka y tanteos sobre fotos ajenas, Simic experimenta con la disposición –el diseño– de un ensayo. Acaso sospecha que en ese territorio no todo está descubierto, o esconde formas aún más inescrutables que las de una novela, hasta que cada dibujo se deja ver.