Sombra proyectada sobre un río
Narrativa. Un clima sugestivo y frecuentes fulgores de creación verbal puntúan El puente de las brujas.
Hay un don en Juan Fernández Marauda, no tan usual en la literatura, que le permite no tener que optar entre narrar o describir, ni tampoco disponer una alternancia convencional entre un procedimiento y el otro. Las admirables descripciones de El puente de las brujas parecen contener, cada una, una narración en sí misma.
Como si se propusieran (y alcanzaran) ese prodigio de conjugar quietud y movimiento que Walter Benjamin alguna vez concibió en términos de una “dialéctica en suspenso”, la posibilidad de que una imagen detenida transcurra. Como el reflejo de la sombra del narrador proyectada sobre el río: “Se llena de remolinos mi espalda. Mi sombra verde en el agua traiciona al cuerpo. Se mueve demasiado”.
Lo que el río ofrece, más que su corriente, son sus remolinos; así, el cuerpo quieto se mueve en su sombra. Lo que predomina en la narración son las permanencias, es cierto; pero nunca son solamente permanencias: “Si pudiera, la corriente se llevaría esta silueta y la abandonaría en el mar”.
En un momento dado, Fernández Marauda escribe: “No tengo nombres para lo que veo”. Se diría que es por eso que la casa de siempre y el paisaje de siempre, la orilla de siempre y el cielo de siempre, le exigen tanta invención, esa retórica del descubrimiento que promueve en la novela tantos destellos de creación verbal. Pero, más adelante, Fernández Marauda escribe también: “El puente tiene nombre pero no se lo usa, con los años su referencia se ha perdido”.
No hay nombres, entonces, o bien han caído en desuso, desligados de su referencia, y sobre esa base está compuesta la novela entera; no obstante, cuando se trata del puente, no se hace sino indagar en esa brecha y esa pérdida, y el nombre, recuperado, pasa a ser el título del libro. Sólo que el nombre es también sin referencia, se compone más que nada de alusión y sugestión.
Será el río lo que traiga a la vida del narrador, no menos que a la novela, la novedad de un acontecimiento (una zapatilla suelta, primero; el cuerpo de una chica muerta, después). Pero en vez de irrumpir o interrumpir (así como, en la convención, la narración y la descripción se interrumpen mutuamente), la novedad de esos hechos siniestros empieza más bien a deslizarse, a derramarse, a extenderse paulatinamente sobre el resto de las cosas. ¿El río no hace acaso eso mismo?: “El agua sube, dice esto es mío, avanza sobre los yuyos. Oscurece aquello que se traga”.
La tensión narrativa de El puente de las brujas, incluso en su vector policial, funciona más como los remolinos del río que como su corriente, o funciona como su lento subir; envuelve sin progreso aparente, conquista de a poco, trae la duda de si se podrá o no se podrá salir de ahí.
Llamarle intriga sería banal, insuficiente. Es más que eso: es el modo de suceder que tienen algunos hechos, un modo de combinarse lo esperable y lo inesperado que sólo la literatura, con el grado de destreza que logra Juan Fernández Marauda, puede plasmar y puede expresar en niveles tan notables.