La intimidad artificial, el consuelo en los tiempos de la distancia
Premio Nobel de Literatura 2020. Este año lo obtuvo la poeta y ensayista Louise Glück, de extensa y reconocida trayectoria, y con una secreta legión de lectores en nuestro país. Pocas semanas atrás, Ñ publicó textos suyos.
¡Estás muteado! Este es una de las expresiones más repetidas de la pandemia televisada por Zoom. O por el contrario: ¡Desmuteate! Ambas quieren decir que el micrófono está apagado y que nadie escucha a aquel que está siendo llamado a reconectarse, al orden. Casi siempre se levanta la voz para esta indicación. Otras pueden ser “te congelaste” para referirse a quien perdió la conexión, y su imagen queda fija en la pantalla y que, además, no puede escuchar ese reclamo que le están haciendo. Sigue la lista de expresiones pandémicas que se vinculan en muchos casos con el folclore de la comunicación digital. Mark Zuckerberg, fundador de Facebook, ha dicho: “Hay que romper el lazo entre el secreto y lo íntimo, porque ese lazo es una herencia obsoleta del pasado”. Claro, no habrá pensado que se venía un encierro global y que la intimidad iba a saltar, rebotar contra el techo, partirse en mil pedazos y volver en una forma nueva y siempre insólita.
Las cámaras y las pantallas han interferido, invadido nuestras vidas, se volvieron molestas e indiscretas: son un peligro. Más de uno salió sin pantalones, hablando con su familia, comiendo, bebiendo, escondiendo cosas o personas. Un diputado salió tocando las tetas de su pareja; un senador dejó una foto fija mientras sus colegas discutían proyectos de ley; hubo quienes ensayaron fondos de pantallas muy creativos. Otros se durmieron en una reuniones de padres de escuela o de consorcio.
También se modificaron vínculos como los de pacientes y terapeutas a través de la pantalla del Zoom, Skype o Whatsapp. Se trata de continuar con el diálogo periódico que, coronavirus mediante, se ha interrumpido. Las sesiones virtuales tratan de reemplazar conversaciones terapéuticas que no se pueden interrumpir y también hay consenso en que es necesario mantener la vida habitual dentro de los estrechos márgenes reales del presente. No siempre se puede. En primer lugar, paciente y profesional deben acordar el método; ambos deben estar familiarizados con las nuevas tecnologías; y, algo fundamental: el paciente debe disponer de un ámbito que le permita refugiarse y lograr cierto clima de confianza para que la conversación fluya. El tema predominante es, obviamente, el coronavirus y sus consecuencias: la distancia social con amigos y colegas; la convivencia sin respiro con algún tipo de familia o también el cómo se afronta esta situación en soledad.
Esa decir, tenemos argumentos a favor y en contra de las pantallas, tal como ocurre con todas las instancias tecnológicas. La terapia online no solo se utiliza en casos de pandemia. Hay pacientes que viven lejos de los centros urbanos, los que viven o padecen algún tipo de reclusión, enfermos o impedidos, agorafóbicos, etcétera. La lista incluye a quienes migraron dentro o fuera del país y desean continuar su terapia con el mismo profesional. Al mismo tiempo se generó un efecto inverso, muchos pacientes no aceptan esta variante porque no pueden reemplazar el cara a cara o el uso del diván que genera una situación de acompañamiento, un trabajo conjunto.
El periodista norteamericano Steven Levy aborda la situación desde un enfoque general, dice que en su país se habla de la “geoesclavitud”: “una práctica en la que el amo ejerce su control sobre la ubicación de otro individuo para controlar rutinariamente el tiempo, la velocidad y la dirección de cada uno de los movimientos del esclavo”.
El sociólogo belga Derrick de Kerckhove –heredero de Marshall McLuhan– compara el uso de la tecnología comunicacional con la religión: “Nadie estaba fuera del alcance de Dios en la Edad Media. Sus ojos escudriñaban dentro de tu corazón y siempre sabía lo que ibas a hacer todo el tiempo. De la Edad Media al Renacimiento hubo un gran triunfo de la independencia de la mente desde la Iglesia y el Estado, una dolorosa transformación desde lo colectivo hacia la privacidad. ¿La estamos perdiendo con el teléfono celular?”. Pertenecer o estar incomunicado es la falsa opción que parece presentar este fenómeno. La comunicacion encuentra nuevos carriles por donde enviar sus mensajes. Pero todavía son válidos los modos mas humanos para conectarse. Claro, cuando termine esta etapa pandémica.
La necesidad o deseo de estar desconectados es lo que cruza todas estas instancias La escritora inglesa Zadie Smith le agradece a Freedom –el programa que apaga el wifi– por dejarle terminar sus libros. La profesora de psicología Sherry Turkle del MIT (autora de La vida en la pantalla y de En defensa de la conversación) negoció con su hija el uso de las pantallas. Ella le dijo al New York Times: “Hicimos lo del espacio sagrado. Y en general, funcionó. Nada de computadoras ni teléfonos en la cocina, en la mesa del comedor, ni en el auto. Esos son los lugares donde se crean los espacios familiares. Y por supuesto, es esencial que aplique las mismas reglas de espacios sagrados para usted y para ellos. La cuestión no es que su hijo adore usar la pantalla para escribir. El tema es que no debe hacerlo cuando está conversando con usted. Nunca acepté la amistad de mi hija en Facebook; ese no era nuestro espacio para compartir cosas. En cambio, cenaba con ella casi todas las noches. No estoy en contra de la tecnología, estoy a favor de la conversación”.
Las reuniones por Zoom se vuelven tediosas, las zoompleaños y las fiestas son apenas una ilusión, es como si cada participante estuviera en una base planetaria y se conformara con ver en movimiento a sus queridos de aquí y allá. Hay una ficción desesperada por encontrarla fisura a la realidad cruel que hoy compartimos.
Nuestras sesiones psi online padecen de ciertas ausencias. En general sale todo bien, pero a veces la conexión falla y en esos casos seguimos las sesiones por teléfono tal como hace mi hija que prefiere esa comunicación. Encerrada en el cuarto. Es difícil, recrear la situación del consultorio, la confianza, estar seguro de que nadie escucha la conversación, tratar de ir lo profundo de los hechos…. Mi cámara enfoca un ámbito conocido por mí, el consultorio al que iba semanalmente. El problema es lo que la cámara de mi analista enfoca: mi mundo que era privado. Lo mismo con las reuniones de trabajo, las entrevistas o los tan promovidos paneles o mesas redondas en las pantallas rectangulares.
Las imágenes que llegan a nuestros soportes tecnológicos nos saturan, las cámaras nos invaden, la conexión o su ausencia nos tortura. Queremos estar comunicados pero tenemos consecuencias psíquicas y también físicas. La pandemia y el encierro han puesto en jaque nuestras emociones y todos buscamos acortar las distancias, estrechar los lazos y reparar las roturas. Por eso, seguimos encendiendo pantallas.
Siempre tendremos la idea equivocada del Premio Nobel de Literatura. Los ganadores han sido tan dispares y desconcertantes –de Jacinto Benavente y Juan Ramón Jiménez a Winston Churchill y Bob Dylan– como acertados, según la idea que cada lector se haga de lo que se supone que un galardón semejante debería representar. Algunos nombres bastan para cubrir la paleta de colores cálidos: W. B. Yeats y T. S. Eliot, Gide y Camus, Faulkner y Golding, Seferis y Elytis, Neruda y Gabriela Mistral, Montale y Canetti, Kawabata y Oé, Beckett y Pinter, Brodsky, Seamus Heaney y Wislawa Szymborska. Poetas no faltaron pero la minoría de mujeres es abrumadora. Nada menos que en el siglo de Virginia Woolf, Sylvia Plath, Isak Dinesen, Patricia Highsmith, Jean Rhys, Marguerite Duras, Muriel Spark, Angela Carter y un noviciado de novelistas inglesas como para inscribir a una división entera en doble turno. La vencedora de esta edición, Louise Glück, no alcanza esas cumbres, pero su poesía y sus ensayos ciertamente saben planear alto.
Es chocante pensar la literatura en términos de competencia pero una vez enfrentados con el hecho consumado vale la pena refrescar los palotes del asunto: el valor de un premio no lo determina otra cosa que la composición y jerarquía de su jurado. A los dieciocho miembros de la Academia Sueca –algo inusual en el ámbito de los premios literarios– nadie les conoce las caras y las credenciales.
Si bien invita a expertos internacionales a postular candidatos y recibe nominaciones de surtidas instituciones, este tribunal supremo opera, podría decirse, por medio de un per saltum: quedan anuladas las instancias intermedias y es ese pequeño elenco enmascarado el que dicta sentencia. Su prestigio empieza y termina en el aura de la palabra Nobel. Esta excepcionalidad –en este caso, sinónima de espectacularidad– es un atributo que, precisamente, hace tartamudear a su valor.
Como todo gobierno, lo que la Academia Sueca va probando año a año son distintas clases de equívocos, algunos de ellos sutilísimos, como con Glück, la última favorecida. Es decir, la diferencia de calidad entre poetas, una vez que son presentables, sólidos o gratos, no es fácil de distinguir. Buenos poetas hay muchos; lo que nunca abundó –por la naturaleza de esa disciplina– son los extraordinarios.
Si en 2020 la Academia pensaba apostar por una zona de la ruleta –la que abarca el rango generacional de poetas estadounidenses nacidos aproximadamente entre 1940 y 1950– bien podría haber distinguido a Robert Pinsky, Charles Simic o Robert Hass, o a las más agrestes Anne Waldman y Susan Howe. O, desde ya, a la vecina canadiense Anne Carson, similar a Glück en más de un rasgo (su pasión y apropiación de los clásicos, por ejemplo).
En su ensayo “La educación de un poeta”, que leyó en el Museo Guggenheim de su ciudad natal a fines de enero de 1989, Glück parecía estar anticipándose treinta años a su reacción ante la eventual obtención de un lauro excesivamente sonoro: “Es una vida dignificada por el anhelo, no serenada por una sensación de logro”. Eso se llama ponerles paños fríos a las gratificaciones. Mientras, estuvo administrándose el mismo freno a su índole laboral: “Uso deliberadamente la palabra ‘escritora’. ‘Poeta’ debe utilizarse con cautela; nombra una aspiración, no una ocupación. En otras palabras: no es sustantivo para un pasaporte”.
Lo que Glück confiesa más adelante en ese ensayo no es exclusivo de su biografía y no garantiza un itinerario como escritora, pero es un arranque promisorio: “Nací en un ambiente en el que estaba asumido el derecho de cualquier miembro de la familia a completar la oración de otro”.
Son observaciones que alertan sobre el modo de notar de Glück, y sobre su negativa a tener o darse lástima: “Mi padre quería ser escritor. Pero carecía de ciertas cualidades: carecía del obstinado hambre que consigue tolerar toda forma de fracaso: la humillación de ser ignorado, la humillación de ser considerado moderadamente interesante, el indesmentible temor de estar realizando un trabajo que, al final, no será más
Cómo se forma una estructura de pensamiento notable, distinta? Respuesta: con contradicciones. O, en realidad, con sistemas de pensamiento opuestos que se complementen. Así parece funcionar la lógica del filósofo chino Yuk Hui quien estudió Ingeniería informática y filosofía en Hong Kong, Londres, París y Berlín. Él se define como un “ingeniero filosófico”. “Para filosofar es muy importante tener buen conocimiento técnico, si un filósofo quiere abordar la tecnología no puede mirarla desde lejos”. Hui es el autor de Fragmentar el mundo (Caja Negra), un conjunto de ensayos que miran el mundo desde una óptica inesperada.
“Recibí el entrenamiento de un ingeniero en computación, crucé ingeniería con economía, sociedad, derecho, economía. Me formé para resolver problemas. Como no me sentía muy satisfecho con mi formación, estudié filosofía analítica. Cuando fui a especializarme en Inteligencia Artificial (IA) encontré la obra de Heidegger a través del filósofo estadounidense Hubert Dreyfus quien lo introdujo al discurso de la IA. Hablaba de una IA heideggeriana. Su idea es que la IA fracasó porque sigue siendo cartesiana, mecánica. La ingeniería trata de resolver problemas y la filosofía plantea preguntas. Las dos se compensan y funciona muy bien para mí porque cuando hago filosofía tiendo a pensar en su costado práctico. Pienso en términos de ingeniería filosófica”. En su adolescencia, Hui recibió la influencia de su profesor de caligrafía que lo condujo hacia Mou Zongsan, uno de los más importantes filósofos del siglo XX en China.
Es medianoche en Hong Kong, vía el cuestionado Zoom, Hui pregunta por Argentina, recuerda que el 11 de septiembre de 2001 viajaba hacia Buenos Aires y su avión hacía escala en EE.UU. La visita sigue pendiente. –¿Cómo has pasado el tiempo de esta pandemia? Se han dicho cosas como “estamos todos en el mismo barco”; “Vamos a volver mejores de lo que éramos”; “una nueva normalidad ha comenzado”. ¿Qué te dicen estas frases?
–Hoy, la mayor parte de los políticos que conocemos son mentirosos, especialmente porque son tiempos muy inquietantes. Con mis estudiantes vimos el documental de Adam Curtis llamado Hipernormalización donde uno sabe que lo que escucha no es verdad, pero de todos modos se lo entiende como verdad, es la falsedad normalizada. Me temo que si no se pelea por una nueva agenda mundial, no vamos a tener un nuevo comienzo. Se ha hablado de recuperación económica, pero cómo se puede lograr si para ello hay que continuar con el mismo tipo de manufacturas y fábricas, con la industria del turismo masivo, con la idea de que hacer que la gente trabaje más. En síntesis: hacer más de lo mismo.
–Volver a consumir...
–En China se habla de revenge consumption, (consumo de venganza). Es el deseo de comprar que ha estado reprimido y que está esperando la reapertura de Gucci, Louis Vuitton, Prada, de todo tipo de productos de lujo, para ‘vengarse’, para demostrar vitalidad. Si la prioridad es la recuperación económica y recuperar el consumo, no creo que vayamos a tener un nuevo comienzo. Se busca recuperar el problema que teníamos. No soy pesimista, creo que mucha gente se ha hecho esta pregunta en los últimos meses. Tal vez, los cambios, las soluciones no vengan del estado. Deseo que puedan hacer algo más, pero siento que es un momento en que tenemos que pensar en nuevas agendas, un modo alternativo de pensar el futuro y el desarrollo.
–En tu cruce de ciencias y disciplinas trabajaste la relación entre tecnología y ciudades. ¿Cómo se incorpora el desarrollo científico para facilitar la vida cotidiana de las personas? ¿Sólo es para las ciudades ricas?
–Es verdad que las ciudades ricas tienen más capitales para desarrollar tecnologías, trenes y subterráneos rápidos, mejores rutas. Cada vez más se habla de ciudades inteligentes, digitalizadas, con sensores, con todo tipo de dispositivos digitales para facilitar la vida de las personas. Pero creo que para mí esta no es la pregunta clave del desarrollo de las ciudades. Lo que es clave es la construcción de comunidades para lograr la felicidad, el intercambio entre ellas. Las ciudades inteligentes están pensadas para ahorrar tiempo y consumir. En Corea del Sur, cuando uno está esperando el subterráneo puede interactuar con pantallas gigantes desde el celular para hacer compras y encontrarlas al llegar a su casa. Uno ahorra tiempo y no va al supermercado. Lo que le falta a esta visión de los desarrollos tecnológicos es la idea de comunidad. ¿Este tipo de progreso es necesario? O, ¿es necesariamente bueno?
–Para muchas personas tecnología y naturaleza son mundos opuestos. ¿Es utópico pensar en un mundo con tecnología constituyendo nuestro entorno material en el que la naturaleza esté integrada, en armonía con nosotros? –Tendemos a pensar que había tecnología antigua, por ejemplo de los mayas, de los grupos indígenas del Amazonas, de la antigua China, de Grecia. Y tendemos a pensar que son las mismas. Y además tenemos la
tecnología moderna (siglos XVIII y XIX). Más precisamente, siglo XIX, cuando la revolución científica inventó nuevas tecnologías como el motor a vapor y la tecnología de navegación. La modernización fue la continuación de la colonización de un modo más pacífico, menos violento. Y la tecnología moderna se basa esencialmente en el deseo de dominar la naturaleza, dominar el medio ambiente. Por eso tenemos a partir del siglo XVIII una imagen de que la tecnología está violando a la madre naturaleza, como un hijo violento y la naturaleza como la pobre madre. Tenemos que renovar este concepto porque lo que entendemos por naturaleza, lo que entendemos como tecnología son esencialmente productos de la modernidad europea. Hay una historia muy interesante que cuenta el poeta Henri Michaux de cuando fue a los Andes ecuatorianos a visitar a un amigo en 1928. Decide volver a París viajando durante un mes por el río Amazonas. Llegó a Belém Do Pará, Brasil y fue a ver la ciudad con una mujer que vivía en la selva. Llegaron a un parque muy hermoso y la mujer dijo… “ah, al fin, naturaleza….”. Es una historia fascinante porque alguien de la selva dice que la selva no es naturaleza, sino que el parque lo es. O sea, la naturaleza es una idea muy moderna. Los antropólogos que hicieron trabajo en el Amazonas, por ejemplo Philippe Descola, propusieron un multinaturalismo. Cuando hay una naturaleza múltiple se necesita una perspectiva amerindia, desde el animismo, el totemismo, etcétera… Y así, también es posible concebir tecnologías múltiples, que no son ni la techné griega, ni la tecnología moderna. Necesitamos nuestra imaginación para visitar el concepto de técnica, para reformular lo que yo llamo la historia de la cosmótecnica. Y uso la palabra cosmotécnica para describir una variedad de tecnologías, por ejemplo, lo que se puede encontrar en los mayas, en la China antigua, en el Japón antiguo… Hay que pensar cómo podríamos reformular el concepto de tecnología y también el de la imaginación de la tecnología. El coronavirus, el cambio climático ya nos ha dicho muy claramente que este modo de modernización es problemático. Y no es sostenible. Pero no podemos cambiar nuestra vida yendo al bosque ni volvernos eremitas. Debemos tener cierta tecnología y nuestra imaginación de la tecnología. Yo propongo una tecnodiversidad. Pensar en un concepto diverso para entender la tecnología. Y esto es crucial. Y creo que las culturas no europeas son muy importantes en este proceso.
–Tu filosofía trae muchas preguntas. ¿Con quién debatís? ¿Podemos esperar respuestas de la universidad, por ejemplo?
–Mantengo un diálogo con Bruno Latour, por ejemplo, él tiene esta idea de que vivimos en un planeta diferente, que los estadounidenses viven en un planeta distinto al nuestro. Si pensamos que si la competencia económica y tecnológica es el campo de batalla de la geopolítica, es difícil esperar que haya un cambio radical en las políticas climáticas, por ejemplo. Si cada país ve el crecimiento económico, la competencia tecnológica, la expansión militar, como prioridades, el esfuerzo para abordar el cambio climático no traerá un cambio radical. Tenemos que repensar el tema de la diplomacia. Y esta es mi respuesta a Bruno Latour también. Se supone que debo responderle el próximo mes, pero te lo digo ahora, tenemos que pensar en nuevos tipos de diplomacia. Una nueva manera debería ser la diplomacia epistemológica: una reapertura de la naturaleza múltiple y la tecnología múltiple: la tecnodiversidad. La mejor institución para hacer esto no es el es
tado sino la universidad. El problema es que las universidades solo producen conocimiento al servicio de la industria pero no para transformarla. Es un problema inmenso y es responsabilidad, en parte, de las universidades. Por eso hablo de diplomacia de epistemólogos. Es fundamental la producción del conocimiento.
–¿Cómo reaccionaron las universidades frente a la catástrofe del Covid?
–Las universidades nunca han entendido la tecnología digital como una oportunidad. No vieron ahí un cambio radical que podrían traer al sistema universitario que permite a los profesores, adquirir nuevos modos de aprender, y también el desarrollo colaborativo entre estudiantes, profesores y universidades. No sabían qué hacer con el Covid-19. Frenaron las clases hasta usar Zoom. Ahora todos lo usan. Pero no es una herramienta para la enseñanza, es para videoconferencias,
permite la presencia de muchas personas. Es una prueba de que ninguna universidad en los últimos años ha pensado realmente en una infraestructura sostenible para la enseñanza online. No hubo una verdadera infraestructura digital para la nueva organización, la nueva manera de la tecnología en la universidad. Zoom no es una herramienta colaborativa, no permite desarrollar lecturas, discutir juntos. Solo se puede compartir la pantalla. Yo propuse desarrollar infraestructuras que incluyan redes sociales, plataformas de enseñanza. Necesitamos que nuestras universidades desarrollen un software libre. Estas infraestructuras podrían ser usadas, mejoradas por unas universidades, adoptadas y mejoradas por otras. Veo oportunidades que podrían abrirse, en términos de aprendizaje, de colaboración entre estudiantes, una manera alternativa de estudio.