LOS DOS HERMANOS QUE LEÍAN DEMASIADO
Gabriel y Juan Ferrater. Una celebración de los escritores y traductores catalanes, cuando se cumplen 60 años del debut del primero como poeta.
La paradoja de hermanos que hacen cosas parecidas, pero cuyas diferencias distinguen a cada cual con matices definitivos tiene su eclosión o su apoteosis en lo que Jacques Barzun escribió sobre William y Henry James: una descripción tan subrepticia de ambos que resultan, por diferentes, intercambiables. Los hermanos españoles tienen una larga tradición en clave de clan que nos atrevemos a abreviar. Los Argensola, los Machado, los Panero, los Goytisolo, los Ferrater. Gabriel y Joan Ferrater hacían cosas parecidas en un arte o disciplina susceptible de confundirlas. Uno fue lector privilegiado en cuatro o más idiomas, traductor, crítico de arte, comparatista, poeta y hasta novelista policial. El otro, profesor y escritor en Cuba en los primeros años de fervor revolucionario, editor y, en los primeros años, brillante corresponsal crítico de Jaime Gil de Biedma.
Gabriel, extremista de sí mismo, cumplió hasta la saciedad una especie de vocación kamikaze y se mató a los 50, harto tal vez de una promisión que el paso de los años difiere sucesivamente y convierte en aura o nebulosa inalcanzable. Juan se limitó a morir de viejo, se decía hasta hace poco, antes de que la estrategia de la extinción se cobrara su deuda con la edad y el dolor. Los dos dejaron una cantidad de palabras escritas que, según sentencia del tiempo, cobran un interés que debería crecer, aunque el desdén por esos antiguos escrúpulos y placeres de la cultura sea lo único, al parecer, que cumple esa misión con los exigidos nutrientes.
Gabriel fue lector de Rowohlt y Seix Barral. Durante años, esas lecturas que Gabriel solía prodigar, un poco a la manera de Roberto Bazlen, y que se compilaron sin mayor cuidado en Noticias de libros. Hoy se refieren, en gran medida, a los modos de lectura de una época, con hábito enciclopédico pero sin exención de prejuicios, algunos angulares y brillantes, y otros de neto carácter de posguerra: gusto por la literatura negra norteamericana, por ciertas singularidades que el tiempo ha borrado –Billy Liar, Dr Glas–, sobrevaloración de la lingüística como teatro de operaciones o laboratorio que erigirían los principios de la crítica literaria. Un informe detallado sobre las traducciones de Dashiell Hammett para Jaime Salinas, en ese momento editor en Alianza, es a la vez tan revelador de cierta modalidad denigratoria como lo es el extraordinario prólogo a la traducción (¿escrita a pedido de Carlos Barral?) de Las relaciones peligrosas, de Chordelos de Laclos, anónima, casi contemporánea del libro mismo y que coincide con la simpatía de Gimferrer –o de Borges, llegado el caso, si hubiera revisado él la que se publicó bajo su tutela– por la de Gibbon, de Mor y Fuentes.
Actitud que no armoniza con la de Guillermo Cabrera Infante, y que puede confrontarse con la traducción de sus Dublineses, publicado anteriormente como Gente de Dublín en Buenos Aires, quien sostiene encarecidamente que la traducción de un texto por un contemporáneo no es un mérito per se, aunque parece destruir él mismo el argumento con los recursos de su propia, demasiado propia, traducción del libro de Joyce, que ubica la ciudad del río Liffey frente casi a la Montego Bay, poblada por mujeres enamoradas, estibadores y amanuenses con acento habanero. Sin embargo, Ferrater no duda en proponer a Cabrera Infante como uno de los posibles traductores para The Enormous Room, de E.E. Cummings, libro que elogia.
Poeta cuyos compañeros de ruta pueden parecer aventajarlo, se contraen estos cuando uno lee la larga, rigurosa y, a su manera, vertical poesía completa de Gabriel Ferrater (Mujeres y días). Basta solo el énfasis metafórico para maltratarla: hileras de lápidas de primera magnitud que opaca el traslado a un álgebra casi deletérea. Dos o tres poemas bastan para atestiguarlo. Uno, por ejemplo, sobre un caracol, otro sobre Ana Bolena, discípula de Thomas Wyatt, cuyo remate prefigura ya otro del precoz Pedro Gimferrer en Arde el mar. Leerla completa en una tarde no nos extenúa. Hay versos hipnóticos y líneas de fuga, como en sus ensayos sobre pintura, catalana en gran medida. En un poema de los que refieren casi a temas de la crítica, se refiere a Lowell y Borges como nuevo patriciado americano. ¿Había intuido que se detestaban o lo sabría por esos rumores castellanos que llegan a Barcelona?
Como un coletazo había dejado un policial que tuvo la bendición de ser editado póstumamente. Un cuerpo, o dos, que fue escrito a medias con José María Martín para el concurso Simenon, en una Barcelona de los cincuenta, ambientada como si fuera Amberes, y que conmina o condena, por lo tanto, a que los investigadores usen impermeables. Y que fumen mucho, acaso como el propio Gabriel. En la novela irrumpe una profecía: un crítico que se llama Blunt y se parece a quien era conocido entonces, entre otras cosas, como exégeta de Poussin, el Blunt que se hizo famoso luego por ser espía.
Aunque más sostenida firmemente a una gran labor de crítico de poesía, la carrera de Juan, el hermano dos años menor, tiene el mismo arrojo y el mismo rigor, si bien sus libros se dejan recopilar de una manera peregrina (Teoría del poema, Dinámica de la poesía) y las mismas virtudes, con la delicadeza de no haber perdido la vida a los cincuenta. El mayor se suicidó a esa edad en San Cugat del Vallès. Juan trabajó en Barcelona, en Cuba, en Estados Unidos y luego nuevamente en Barcelona. Las cartas que intercambió con Gil de Biedma, apenas mayor, son una de las mejores lecciones de crítica epistolar que haya leído.
Tal vez una urgencia del arraigado y arrogante bilingüismo catalán sea la habilitación como comparatistas a quienes abandonan la fe o siquiera la compasión cuando tropiezan con la urdimbre o con la hilacha que sustenta la lealtad de una posible traducción no literal, los poetas que hacen “versiones”, con ignorancias superlativas en la lengua original. Así, Gabriel se enoja con Ezra Pound despectivamente por no entender este, entre otras cosas, el dativo ético de una estrofa provenzal, y Juan hace lo mismo con Guy Davenport por la libertad con que se arroja sobre el griego de Arquíloco. Logia de hermanos, sectario linaje hermético, clave de clan.