DESPEDIDA A GABO FERRO, EL TROVADOR DE LAS MIL CARAS
Músico, poeta, historiador y actor, desafió todos los ámbitos que ocupó con lucidez. Género, raza y clase fueron sus estandartes, al igual que la versatilidad.
El pasado jueves 8 de octubre todo se tiñó de oscuro en el universo del rock más cancionero. Un cáncer nos dejó sin Gabo Ferro, un trovador de 54 años, nacido y criado en Mataderos, barrio al que volvió a vivir en los últimos años. Una voz inconfundible y polifacética, que podía desafiar la moralina rockera con su poesía lacerante como defender un doctorado universitario, que podía ponerse al frente de una ópera experimental como asociarse con músicos de una vertiente más popular. Gabo era la versatilidad iluminada, el garbo iracundo.
Hay un antes y un después en su trayectoria. Todo ocurrió un 31 de marzo de 1997. El escenario: el auditorio del ex Hotel Bauen. Porco, el grupo de rock duro con el que editó dos discos ásperos y vitales, transitaba por la tercera canción de la lista. Pero no iban a sucederse más temas. “Deposité el micrófono sobre el piso como quien recuesta a un niño”, dijo alguna vez sobre su despedida del rock (por un tiempo, claro). Subió las escaleras y desfiló hacia Avenida Corrientes. Al otro día estaba cursando el profesorado de Historia. Después vendrían también honores académicos varios pero una constante: el abordaje de la diversidad y las minorías como fuente capital de sus búsquedas.
De sus días en Porco, su compañero de ruta, el guitarrista Sergio Álvarez, rememora el maridaje entre la interpretación vocal y la perfomance teatral como uno de los puntales de la figura de Ferro: “Gabo venía de una experiencia como perfomer en el teatro, había compartido escenario con Batato Barea, a quien siempre recordaba. La transición del teatro a los shows de rock resultó ser fluida y muy divertida. Las secciones a capela, el dramatismo en la interpretación, la interacción con el público y todo con lo que como solista se volvería su marca registrada, ya estaban presentes en aquella época”.
Tendremos que esperar hasta 2005 para que Gabo vuelva a los estudios de grabación y, por ende, a los escenarios. Ya sin la maraña de lava rockera de Porco custodiándolo, él y su guitarra van a comenzar a escribir una tan endiablada como codiciada aventura que consta de diecisiete discos, seis libros, diez obras escénicas –óperas y performances– y más de 500 conciertos. Canciones que un hombre no debería cantar (2005) es un álbum debut desfachatado e infalible, susurrado y visceral. Ahí destacaba “El amigo de mi padre”, una chacarera que ponía los puntos sobre las íes sobre la política de género, uno de los estandartes en que cimentará este flamante camino. El otro será la raza y el último, la clase.
En el segundo disco, Todo lo sólido se desvanece en el aire –como el libro de Marshall Berman–, editado en 2006, la imagen de tapa no fue la usual, sino un texto que exhibía una crítica a la razón impura del mercado a través del cual ponía en conflicto inspiradamente el concepto de imagen de tapa, incluida una cita al Manifiesto del Partido Comunista. Para el siguiente, Mañana no debe seguir siendo esto (2007), el tópico era el amor, aunque “lo sublime del amor, con lo bello y lo aterrador del problema del amor”, decía Gabo.
Ese desembarco en la senda solista comenzó a cautivar a público de distinto talante, fascinado por esa propagación de pasión e intensidad y que podía lacerar el corazón de cualquiera que estuviese dispuesto a embarcarse en ese vendaval. Un rayo cuyo fulgor y arrebatos poéticos esparcía su luz fascinante y tremebunda. Un trovador singular, explosivo, sutil y desgarrador. Un poeta detallista de esos vericuetos de los estados emocionales, que transmitía su desconsuelo de una manera hermosa, diferente, renovadora y fresca.
En paralelo y como añadido a su don de escenarios, otra de las ventanas que abrió y donde mostró esa ductilidad y ese aire de liberación atrapante fueron las tablas del universo teatral en un sentido vasto. Comenzó su romance con Four Walls –en 2009 y 2011–, el cuento coreográfico sobre partitura de John Cage realizado en el Centro Experimental del Teatro Colón. Entre otras experiencias fértiles se encuentran Ese grito es todavía un grito de amor, una ópera sobre textos de Roland Barthes, de la mano de Rubén Szuchmacher, y El astrólogo, otra ópera con libreto y música de Abel Gilbert. Con el director teatral y artista visual Emilio García Wehbi diseñó una reconstrucción del universo y la obra del poeta francés Antonin Artaud: ARTAUD: lengua ƍ madre, libro que escribieron a cuatro manos.
El año pasado, Gabo Ferro celebró a mediados de mayo quince años de vida solista con dos conciertos a lleno total en ND/Teatro. Y asimismo la edición del Cancionero completo (Costurera Carpintero, 2019), un texto con letras, acordes y partituras de todas las canciones compuestas desde 2004. Y a finales de 2019 presentó en sociedad su noveno disco solista, Su reflejo es el lobo del hombre, una acometida de dos de sus temas predilectos: el amor y la muerte, aunque en esta ocasión interpelados por las redes sociales.
Uno de sus colegas, el cantante y guitarrista de Acorazado Potemkin, Juan Pablo Fernández, destaca su generosidad pero también su sabiduría a la hora de subrayar el lugar en el mundo del artista: “Una noche, para hablarme de la libertad de su proyecto nuevo solista, me decía que se sentía con la alegría de un perro en una playa. Imagen que me lleve a todos lados porque sabio Gabo me recordaba que las más de las veces vivimos con la correa o en la cucha. Se va quizás el más lúcido de nuestra generación. Sabía que la libertad se gana cuando se pelea y las más de las veces se pierde. Pero se sigue y con amor”.