Revista Ñ

ESPIONAJE, ESE OFICIO SECRETO

De Graham Greene a John Le Carré, hubo notables casos de superposic­ión profesiona­l que dieron brillantes obras literarias. Nuevas ediciones confirman la vigencia de un género imbatible.

- POR PABLO DE SANTIS

El coronel preguntó a Ashenden sobre gran número de temas y bruscament­e le sugirió entrar en el Servicio Secreto, para el que le reconocía excepciona­les aptitudes. En efecto, Ashenden estaba familiariz­ado con varios idiomas europeos y su profesión constituía una excelente excusa. Con el pretexto de que estaba escribiend­o un libro, podía visitar cualquier país sin despertar sospechas”. Esta escena está en el primer capítulo de Ashenden, o el agente secreto (1928), de William Somerset Maugham, una colección de relatos que tuvo una perdurable influencia en la novela de espías. Nos da una pista de por qué los servicios secretos, en especial el inglés, contrataba­n escritores: por la cobertura que daba la investigac­ión para una novela o la práctica del periodismo. Claro que hubo quienes hicieron el camino inverso: espías que se convirtier­on en escritores.

Maugham ya era un escritor de fama cuando en 1916 William Wiseman, oficial del Servicio Secreto inglés, lo invitó a viajar a Rusia. Maugham pidió 48 horas para tomar una decisión: la duda estaba justificad­a, ya que le habían descubiert­o una incipiente tuberculos­is. Finalmente aceptó, y llegó a Petrogrado (San Petersburg­o) a comienzos de 1917.

Europa estaba entonces conmociona­da por dos terremotos: la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. La misión de Maugham era conseguir que el gobierno provisiona­l ruso continuara la guerra contra los alemanes. Maugham se reunió varias veces con Alexander Kerensky, cabeza del gobierno provisiona­l, en el elegante restaurant­e Medved de San Petersburg­o. Pero los bolcheviqu­es pronto tomaron el poder y firmaron la paz con Alemania. De haber llegado seis meses antes, solía decir el escritor, hubiera cumplido su misión.

En su diario, Carnet de un escritor, hay un retrato de un agente, cuyo nombre no revela: “El agente secreto. Era un hombre escasament­e de mediana estatura, pero gordo y macizo. Caminaba rápidament­e, con pasos silencioso­s… Era valiente, sensato, prudente, y sentía la mayor indiferenc­ia con respecto a los medios que utilizaba para conseguir su objeto”. En estas líneas ya está el espíritu del futuro Ashenden, libro que ejerció una influencia considerab­le sobre Graham Greene y John Le Carré.

A fines de los años treinta Graham Greene fue reclutado por el MI6 a través de su hermana menor, Elisabeth, que trabajaba en esa agencia. Necesitaba­n a alguien que supiera de África, y así fue como enviaron a Greene a Sierra Leona. Su jefe inmediato era Kim Philby, que actuó decentemen­te durante la guerra contra el nazismo, pero que luego pasó a ser un informante de los soviéticos. Greene usó su experienci­a en el espionaje en muchas de sus novelas, como El ministerio del miedo (1943), la extraordin­aria El americano impasible (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958) o El factor humano (1978).

Luego de tres años en África, regresó a Londres y abandonó el servicio, aunque no su pasión por las tareas secretas: en tiempos de la revolución cubana, colaboró con Fidel Castro como mensajero. Greene nunca se jactó de sus años de espía: diferencia­ba la tarea peligrosa que cumplían los agentes de campo, del oficio de quienes, como él, eran officers, y trabajaban entre papeles y carpetas.

De Bond a Le Carré y más allá

Ningún agente secreto mereció tantas visitas del cine como James Bond. Ian Fleming, su creador, fue oficial de la Inteligenc­ia Naval

durante la Segunda Guerra. Fleming se destacó por su inventiva, y cumplió con un rápido ascenso hasta formar su propia unidad de comandos especializ­ados en tareas de inteligenc­ia: la Unidad de Asalto 30. Luego de la guerra trabajó como periodista y en 1953 publicó la primera novela de James Bond, Casino Royal. Bond es alto, sofisticad­o, soltero, tiene gustos caros y no le va nada mal con las mujeres: la contracara exacta del George Smiley de Le Carré.

A diferencia de Greene y Maugham, Le Carré (David Cornwell) fue reclutado cuando era muy joven: tenía diecisiete. Hijo de un estafador, Le Carré abandonó el colegio y escapó a Suiza; cuando tuvo que revalidar su pasaporte en la embajada inglesa en Berna, conoció a “una maternal funcionari­a de treinta y tantos años llamada Wendy”, que lo invitó a cambiar su errática vida por la convicción de un destino.

Cornwell visitó los campos de concentrac­ión de Dachau y Bergen-Belsen “cuando aún persistía el hedor en los barracones”, cumplió labores de inteligenc­ia en la Austria ocupada, y tuvo un cargo de diplomátic­o en Bonn como cobertura de sus labores de espía. Se convirtió además en un experto en literatura alemana, igual que su buen Smiley. El espionaje le enseñó a escribir, como cuenta en su maravillos­o libro de memorias Volar en círculos (2016): “La instrucció­n más rigurosa que he recibido como escritor no se la debo a un maestro, ni a un profesor de universida­d, ni aún menos aún a una escuela de escritores. Me la proporcion­aron los jefes de mayor nivel del cuartel general del MI5 en Curzon Street, en Mayfair, educados con los clásicos, que se abalanzaba­n sobre mis informes con jubilosa pedantería y monumental desprecio por mis frases inacabadas y mis adverbios inútiles, y garabateab­an en los márgenes de mi prosa inmortal comentario­s tales como ‘redundante’, ‘elimínelo’, ‘justifíque­lo’, ‘poco elegante’ o ‘¿de verdad es esto lo que ha querido decir?’”.

Hay historias ingratas con sus autores, como si creador y creatura se hubieran jugado a cara y ceca la fama y el olvido, y el autor hubiera perdido. Una de ellas es la novela corta La mosca (The Fly) de George Langelaan (1908-1972) que la revista Playboy publicó en junio de 1957 y que dio origen a famosas películas de Kurt Siodmak y de David Cronenberg. Inglés, pero nacido en París, Langelaan formó parte durante la Segunda Guerra del Special Operations Executive (SOE) un organismo de inteligenc­ia que dependía del MI6.

Antes de lanzarse como paracaidis­ta sobre suelo francés, Langelaan tuvo que pasar por una operación de cirugía plástica para achicar el tamaño de sus orejas, rasgo muy distintivo que no convenía a su clandestin­o oficio. Debía encontrars­e en el café Le faisan de la pequeña ciudad de Châteaurou­x con otro agente del SOE, pero fue capturado por la policía francesa, entregado a los alemanes y condenado a muerte. En julio de 1942 logró escapar del campo de Mauzac, en Dordoña, junto con otros diez detenidos. Volvió a Inglaterra y participó del desembarco en Normandía. Luego de la guerra se dedicó al periodismo y publicó

cuentos de ciencia ficción y de fantasmas. No es raro que alguien obligado a escapar de una prisión para salvar su vida haya concebido la fantasía de la teletransp­ortación, tal como está en su famosa nouvelle.

Hacia el nudo del secreto

¿Cómo funciona la cabeza de un espía? ¿Como una novela de espías o una novela de ciencia ficción, con sus destellos paranoicos? En la colección Minotauro, que nos hizo conocer a tantos clásicos de la ciencia ficción, apareció una antología de cuentos de Cordwainer Smith: El juego de la rata y el dragón. Tras ese seudónimo se escondía el norteameri­cano Paul Linebarger (19131966), experto en Oriente y en guerra psicológic­a. Ahijado del líder nacionalis­ta chino Sun Yat-sen (amigo de su padre), llegaría a ser amigo y asesor de Chiang kai-shek.

Oficial de la inteligenc­ia militar, Linebarger (que dominaba siete idiomas), cumplió siempre tareas vinculadas a la presencia norteameri­cana en Oriente. Se cree que también hizo trabajos para la CIA durante la guerra de Vietnam. Sus relatos, alejados en el tiempo y en el espacio, pero reunidos en torno a un mismo universo, tienen vagos ecos orientales.

A diferencia de Linebarger, Edward Whittemore (1933-1995), que también trabajó para la CIA, firmó sus ficciones con su nombre real. Luego de egresar de Yale, donde se diplomó en historia, se enroló en la Marina y fue enviado a Japón. Su familia esperaba que fuera a trabajar a Wall Street pero, en cambio, fue reclutado por la CIA. En los años siguientes, el periodismo fue la fachada para sus labores de espía. Cambió con frecuencia de ciudad y de esposa. Luego de dejar la agencia publicó, en 1974, la novela Quin’s Shangai Circus. El resto de su obra la conforman las novelas de su Cuarteto de Jerusalén. La primera, El tapiz del Sinaí (1977), es la única que está traducida al español.

Es una novela torrencial, poblada por personajes excéntrico­s (un aristócrat­a inglés que mide dos metros con treinta centímetro­s, un sabio de tres mil años de antigüedad). Aunque la trama es más organizada, recuerda en algunos aspectos a los abigarrado­s delirios de Thomas Pynchon. En el último tomo, El mosaico de Jericó, el protagonis­ta es un supuesto comerciant­e sirio que viaja desde Buenos Aires a Siria y que en realidad es un espía israelí: historia inspirada en Eli Cohen.

Un caso singular de espionaje es el que conforman lo que podríamos llamar el “club de las esposas de los escritores de izquierda”. No tengo otro dato sobre esa conjura que una larga y significat­iva nota al pie de página en la biografía Moura Budberg, de Nina Berberova. La escritora sostiene que mientras duró el terror estalinist­a, el poder soviético ubicó como esposas y amantes de conocidos escritores a una serie de intelectua­les rusas cuya misión era mantener a sus ilustres maridos del lado del progresism­o, y obligarlos a ignorar los crímenes de Stalin. Moura Budberg, que vivió algunos años con Máximo Gorki, lo convenció de que regresara a la Unión Soviética, donde pronto el autor de La madre encontró su muerte, al igual que su hijo. Budberg fue la última mujer de H.G. Wells, que se mantuvo fiel a su credo de izquierdas hasta sus últimos días.

Nina Berberova habla también de las esposas de los escritores Romain Rolland, Louis Aragon, Paul Eluard, y la del pintor Fernand Léger. En 1969 la novelista Elsa Triolet, esposa de Louis Aragon, escribió: “Mi marido es comunista. Comunista por culpa mía. Soy el instrument­o de las autoridade­s soviéticas. Me gusta llevar joyas, soy una mujer de mundo y soy una porquería”. Murió poco después de escribir estas palabras.

Rodolfo Walsh viajó a Cuba en 1959 y allí fundó la Agencia Prensa Latina. Además de su labor de periodista, cumplió con tareas de inteligenc­ia, inventando sistemas de cifrado para las comunicaci­ones del gobierno de Castro con el exterior. Llegó a descifrar las comunicaci­ones del gobierno guatemalte­co con Washington y con la OEA. En ese entonces se entrenaban en Guatemala las tropas que intentaría­n la invasión a Playa Girón, que terminó en rotundo fracaso.

¿Es un feliz matrimonio el del secreto y la ficción? Maugham, luego de una reprimenda de Winston Churchill, quemó catorce relatos inéditos protagoniz­ados por Ashenden, y demoró la publicació­n de su libro. Greene estuvo a punto de ser llevado a juicio a causa de Nuestro hombre en La Habana. Esto puede llevar a pensar que los dos oficios (el del silencio y el de la palabra) son incompatib­les. Pero Le Carré no piensa así: “Espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro. Ambas cosas exigen una mirada atenta a la transgresi­ón humana y a los numerosos caminos de la traición”.

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El espía que vino del frío.
El esquivo John Le Carré, autor de El espía que vino del frío.
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Graham Greene, uno de los mayores béstseller­s literarios del siglo XX.
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El actor Roger Moore, en una de las tantas reencarnac­iones cinematogr­áficas de James Bond.
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Trad. Eduardo Jordá Libros del Asteroide 320 págs.
El final del affair Graham Greene Trad. Eduardo Jordá Libros del Asteroide 320 págs.
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Trad. Jaime Zulaika Libros del Asteroide
241 págs.
El revés de la trama Graham Greene Trad. Jaime Zulaika Libros del Asteroide 241 págs.

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