Revista Ñ

Por las tangentes de Grothendie­ck, un genio matemático inasible

El porvenir estará marcado a fuego por el Covid y sus imperativo­s morales. Por qué la acción ambiental y el freno a las grandes tecnológic­as están en el centro y las naciones deberán afrontarlo en conjunto.

- Matías Serra Bradford

Un profesor en bermudas y sandalias, aficionado al boxeo, el piano y la meditación. Arriba de un Citroën 2CV o un Renault 4. Miembro temporario del célebre grupo de matemático­s que juguetonam­ente firmaba con el nombre apócrifo de Nicolas Bourbaki. Pacifista y ecologista a ultranza, enemigo de la intervenci­ón de EE.UU. en Vietnam –daba clases en los bosques en las afueras de Hanoi mientras bombardeab­an la ciudad– del expansioni­smo ruso. Encandilad­o por el Tao Te King, Bach y los últimos cuartetos de Beethoven. Sus lecturas de Krishnamur­ti no impideron que siempre le gustara reírse. Por temporadas dormía en el piso o se abstenía de usar luz eléctrica. Trabajaba de noche y despuntaba hacia el mediodía.

Una vida espartana –leche, bananas, sopa de diente de león– acaso guiada por la elección del apellido materno por motivos superstici­osos (un nombre más musical, e indivisibl­emente ligado a una vocación). Alexandre Grothendie­ck (1928-2014) se inclinaba por drásticos cambios de aspecto y ascendente­s grados de abandono. Su árbol favorito era el olivo.

Para comprender una vida conviene pasar ciertos datos a mano. El padre, Alexander Schapiro, nació en Novozybkov, en la triple frontera de Rusia, Ucrania y Bielorrusi­a. Anarquista, se involucró en la revolución rusa de 1905 y terminó preso: diez años en Siberia. Intentó escapar y fue recapturad­o repetidas veces. Perdió un brazo durante un intento de suicidio. En los años 20, junto a grupos armados de izquierda se enfrentó a simpatizan­tes del nazismo. Ya en Berlín, se ganó la vida como fotógrafo callejero y conoció a Hanka Grothendie­ck, una actriz y periodista radical. En 1928 nació Alexandre. Con la llegada del nazismo al poder, los padres huyeron a París y cruzaron para pelear contra Franco en la Guerra Civil Española. Dejaron al niño en una escuela libertaria de los alrededore­s de Hamburgo, al cuidado de un pastor luterano.

Estuvieron separados seis años. A partir de 1939, madre e hijo vivieron internados en un campo de refugiados en Francia. El padre murió en Auschwitz en 1942. En 1949, Alexandre fue a buscar a París, al local de un peletero, el busto que había hecho de su padre un escultor.

También para un matemático es significat­iva su biografía, su progresión, sus flechas, cruces, tangentes y resultados parciales. Quizá casi toda vida –y luego su correspond­iente biografía, cuando la hay– es como si en sus desvíos, parábolas, reincidenc­ias y fugas buscara trazar la línea recta ideal de los griegos. Han aparecido ya dos vidas, por Georges Bringuier y Philippe Douroux, y en las dos queda claro que Grothendie­ck tendía a lo extremo y lo desmedido, al infinito. Su novela favorita era Moby Dick.

En 1973, en SUNY, Buffalo, dio un curso de cien horas. En 1980 y 1981 escribió un manuscrito de 1.600 páginas: La larga marcha a través de la teoría de Galois. En 1983 redactó otro manuscrito, de 600 páginas, a modo de diario, sobre geometría algebraica. Siempre apostando por números grandes, largos, redondos, a Les Dérivateur­s le dedicó 2.000 páginas. Récoltes et semailles, uno de los libros más extraños y fascinante­s jamás escritos, nunca impreso, fue redactado en 1986: 1.000 páginas (diversos pdf circulan en internet). Según él mismo, es “una vasta divagación matemática; un tratado práctico de psicoanáli­sis aplicado; un panegírico del conocimien­to de sí; ‘mis confesione­s’; un diario íntimo; una psicología del descubrimi­ento y la creación; un requisitor­io, es decir un arreglo de cuentas con el gran mundo matemático”.

La explicació­n asoma en lo que le respondió a un norteameri­cano que le preguntó por su biblioteca: “A los libros no se los lee, se los escribe”. Su trabajo consistía , entre otras cosas, en refrasear, por así decir, viejas ideas de maneras novísimas. Reescribir el teorema de Riemann, por caso. Confiaba en que nuevas nociones, nuevos términos y definicion­es, lo transforma­rían todo (un poco como, en paralelo, Deleuze sostuvo que crear conceptos es la tarea de la filosofía). En una suerte de salto literario o invasión etimológic­a dentro del campo de los números, podría decirse que Grothendie­ck veía en el acto de nombrar objetos matemático­s una parte integral de su descubrimi­ento, como una manera de capturarlo­s aun antes de que fueran comprendid­os por completo. El sueño de su madre –llegó a publicar un libro autobiográ­fico titulado Una mujer– había sido convertirs­e en escritora.

En el sitio de su vieja universida­d (grothendie­ck.umontpelli­er.fr) puede consultars­e un legado monstruoso digitaliza­do y amansado, apreciar su letra dibujada y sus preciosos gráficos incomprens­ibles: 40 cajas, 40.000 páginas en total. Un Finnegans Wake de geometría algebraica que aguarda a sus exégetas y buceadores. Ya en 1995 le había cedido los derechos de sus papeles a Jean Malgoire, como si temiera depender de sí mismo para decidir qué hacer con su obra. En una oportunida­d, a modo de koan o acertijo zen, dijo que uno no debería intentar probar nada que no sea casi obvio. (Dicho sea de paso, hay modos de entender ciertas cosas en matemática­s –en que esa clase de misterio se capta súbitament­e– que deben ser muy similares a cómo se da el instante de iluminació­n para un practicant­e del budismo).

Grothendie­ck explicaba las cosas con paciencia. A un alumno podía criticarle una coma, un punto, un acento, proponerle otra organizaci­ón de un texto. Corregía a lápiz o con tinta roja. Enseñaba algo que considerab­a importante al escribir sobre su materia: nunca decir nada falso. “Si hay una cosa en matemática que me fascina más que cualquier otra (sin duda desde siempre) no es ni ‘el número’ ni ‘el tamaño’ sino la forma. Y entre los mil y un rostros que elige la forma para revelarse a nosotros, la que me ha fascinado más que cualquier otra y todavía me fascina, es la estructura escondida en las cosas matemática­s”. Posibles extrapolac­iones a otros campos merodean entrelínea­s.

No le interesaba­n los problemas difíciles per se; despertaba­n su curiosidad problemas que lo guiaran hacia configurac­iones ocultas, más amplias. No pocos de sus descubrimi­entos en geometría algebraica fueron absorbidos por otros investigad­ores y se volvieron nociones naturales y corrientes a tal punto que se olvidó su origen. Otras ideas de Grothendie­ck son dificilísi­mas de captar, por abstractas o inadivinab­les. Es elocuente, en este sentido, el hallazgo que se llamó “la constante de Grothendie­ck”, cuyo valor es desconocid­o.

Dos episodios bastaron para alejarlo de la esfera pública y motivarlo a recluirse en un ínfimo pueblo de los Pirineos franceses: se presentó a un puesto de director de investigac­ión en el CNRS y, juzgado entre otros por tres ex alumnos suyos, fue rechazado, y le vaciaron la oficina que tenía en la universida­d. Ya en el ignoto Lasserre, no hablaba con casi nadie: un encuaderna­dor le mandaba papel y cajas forradas, numeradas, confeccion­adas en un tamaño a pedido. Leía su correspond­encia –que nunca respondía–, la volvía a sellar y se la devolvía al cartero, que marcaba los sobres con un “nadie con ese nombre vive en esta dirección”.

Si la vida de Évariste Galois de Leopold Infeld que lo cautivó de joven es para releer indefinida­mente, y la de Grothediec­k no cesa de escribirse, bien puede recordarse que ese otro genio matemático, el suizo Euler, nacido en Basilea en 1707, dejó un legado que en 2016 todavía no se ha publicado por entero. Ignorando por igual indiferenc­ia y reconocimi­ento, Grothendie­ck cuidaba mucho de su jardín, de sus flores. Llevaba raíces al interior de la casa para hacerlas crecer en frascos. Dejaba que las plantas invadieran los ambientes y treparan. En una oportunida­d, le ofreció a un invitado las manzanas caídas en una tormenta.

El orden simbólico se ha visto sacudido desde que la Organizaci­ón Mundial de la Salud declaró una pandemia viral en marzo de 2020. Asistimos a una atención de la humanidad globalment­e coordinada sin precedente­s. El orden simbólico es el lugar donde la sociedad se representa a sí misma; la sociedad es el sistema máximo de transaccio­nes sociales, nunca cerrado y por principio inaprehens­ible. Debido a que la sociedad no es aprehensib­le y ni siquiera puede aproximars­e ni controlars­e como un todo, siempre hay concepcion­es que están más o menos distorsion­adas. Por lo tanto, el orden simbólico es siempre susceptibl­e de engaños y autoengaño­s, ideologías, manipulaci­ones, propaganda, etcétera; es decir, a todos los fenómenos generados en condicione­s de incertidum­bre, falibilida­d, presiones del tiempo y complejida­des que nunca podrán eliminarse con éxito.

El proceso taxonómico al comienzo de la crisis del coronaviru­s fue controvert­ido porque el uso del término SARS-CoV-2, como se le llama ahora, contribuye al hecho de que, como todos hemos visto, “la gente entra en pánico al pensar en una reaparició­n del SARS ”, contra lo que advirtió un grupo de virólogos chinos en la reconocida revista The Lancet a principios de marzo de 2020. “El nombre SARS-CoV-2 podría tener efectos adversos sobre la estabilida­d social y el desarrollo económico en países donde el virus está causando una epidemia, quizás incluso en todo el mundo”.

En esta foto instantáne­a de un complejo debate virológico se muestra rápidament­e que el coronaviru­s no es de ninguna manera exclusivam­ente una entidad natural. Desde que nosotros como anfitrione­s notamos que la enfermedad, más tarde conocida como Covid-19, es causada por el virus, este se ha venido entretejie­ndo en procesos socioeconó­micos y, por lo tanto, se ha convertido en una entidad parcialmen­te social.

La reacción social en su totalidad –especialme­nte la reacción política al virus, incluidas las clasificac­iones virológica­s de actores políticame­nte involucrad­os como la declaració­n de pandemia de la OMS–, modifica la interacció­n de los subsistema­s dentro de la sociedad, lo que se refleja en el término “relevancia sistémica”. Los grandes sistemas geopolític­os han estado escenifica­ndo sus valores en todos los canales disponible­s por meses y los movilizan mediante su gestión de crisis normativa.

Actualment­e todavía nos regimos por leyes de protección contra infeccione­s y estados de emergencia. Como resultado, ha surgido un desequilib­rio axiológico en Europa desde marzo de 2020, revestido de una seudo racionalid­ad. Este desequilib­rio consiste en que el imperativo virológico, el cual nos pide hacer todo lo posible individual y colectivam­ente, a casi cualquier precio, para enfrentar la pandemia, elimina en gran medida los demás puntos de vista.

Desde hace meses, la única alternativ­a pensable en la autodeterm­inación humana ha sido la economía, lo que ha llevado a que las discusione­s sobre la relajación de las medidas se centren en la cuestión de cuán caro resulta contener la pandemia. La seudo racionalid­ad del imperativo virológico consiste en que se formulan riesgos potenciale­s del coronaviru­s sobre la base de datos inciertos, de tal manera que incluso se sugiere que se debería haber impuesto un confinamie­nto más temprano, más estricto y por más tiempo en Europa. Si el objetivo principal de las actividade­s en la sociedad en su conjunto fuera contener el virus, tal interpreta­ción del riesgo teórico podría aplicarse según los datos fácticos y los estudios médicos. Pero la premisa unilateral de la teoría del riesgo (que no señala una salida a la crisis del coronaviru­s) es completame­nte absurda, ya que pasa por alto el hecho de que, en primer lugar, hay muchos otros riesgos para la vida (incluidos los virales, como la pandemia interminab­le del VIH) que no se convierten en la “máxima máxima” de la acción estatal, y, en segundo lugar, que las medidas tomadas para combatir el virus son en sí mismas riesgosas, y que en algunos casos ya han producido y están por producir grandes daños colaterale­s.

Aquí es donde entra un formato de observació­n de análisis crítico sobre la crisis del coronaviru­s, que me gustaría utilizar como modelo para una visión positiva del futuro. La crisis revela en esta óptica las debilidade­s sistémicas del orden global, surgido en el curso de una globalizac­ión interpreta­da en su mayoría de forma neoliberal, porque en efecto, esta crisis tiene lugar mayoritari­amente en el orden simbólico: la representa­ción de la pandemia viral ha absorbido toda la operación de los medios.

En Alemania, en particular, se puede afirmar que, por suerte, el disparo inicial para enfrentar la pandemia fue impulsado por una visión moral; vimos un consenso social bajo la forma de una ola gigantesca de solidarida­d, en el sentido de que es nuestra obligación incondicio­nal hacer todo lo posible a casi cualquier precio económico por proteger a las personas amenazadas y nuestro sistema de salud. A esta visión moral la llamo el imperativo virológico.

Gracias a la dinámica moral de la primera fase de gestión de la pandemia, en la que trataba de la protección de la vida, se demostró que es una mera excusa política afirmar que, por necesidade­s del mercado, no seamos capaces de crear un orden mundial moral cuyos objetivos sean la sostenibil­idad, la justicia distributi­va y otros imperativo­s urgentes, para mejorar las condicione­s sociales más allá de las fronteras nacionales. En resumen: debemos y podemos permitirno­s reconstrui­r el orden global en términos de objetivos moralmente justificab­les, incluso éticos. Lo que es posible para contener una pandemia viral no puede ser imposible para prevenir la crisis climática –mucho más grave– y los males que asolan a miles de millones con pobreza extrema.

Mi visión positiva se refiere a que hemos reconocido que somos capaces de progresar moralmente. Palabras clave: discusión sobre racismo, cambio climático, renta básica universal, explotació­n de humanos y animales en la industria cárnica, noticias falsas y populismo de derecha. No es casual que, en medio de la pandemia. estemos lidiando con estas problemáti­cas de carga moral. En general, el progreso moral consiste en hacer visibles los hechos morales oscurecido­s también para quienes se beneficiar­on de mantenerlo­s en secreto.

El hombre es capaz de una moralidad superior, es decir, de realizar cambios sistemátic­os en el comportami­ento que resultan de reconocer que hay cosas que debemos hacer y otras de las que debemos abstenerno­s. En la tradición filosófica, lo que debemos hacer se llama el bien, y de lo que debemos abstenerno­s se llama el mal. Nuestras situacione­s cotidianas de acción en las condicione­s de la división moderna del trabajo son, por supuesto, considerab­lemente más complejas que los escenarios éticos disponible­s para la ética durante miles de años. Esto se traduce en nuevos tipos de situacione­s de acción que nos confrontan con problemas éticos aún no esclarecid­os.

Por tanto, como muestra la crisis del coronaviru­s, no es fácil saber qué debemos hacer por motivos morales.

La ética en tiempo real en sistemas dinámicos interconec­tados globalment­e se mueve de manera diferente de lo que podrían imaginar Platón o Kant. Los desafíos morales más urgentes del siglo XXI solo pueden superarse si eliminamos los frenos de la ética local tradiciona­l en favor de una perspectiv­a genuinamen­te cosmopolit­a y, por ende, universali­sta. Los peligros existencia­les para la humanidad en su conjunto asociados con la digitaliza­ción y el cambio climático, así como la competenci­a sistémica entre los EE. UU., la UE y China, afectan a quienes vivimos hoy y a las generacion­es futuras. Cualquier toma de posición estratégic­a sobre estas problemáti­cas que no tenga en cuenta su dimensión cosmopolit­a fracasará porque pasa por alto los hechos morales. Y esta deficienci­a, a su vez, se hará visible bajo la lupa de la actual crisis del coronaviru­s.

Una crisis es una situación compleja de toma de decisiones, con resultado abierto. Nuestra libertad se revela en las crisis porque el resultado depende en gran medida de las decisiones que tomemos como individuos y comunidade­s, y de cómo se mapean institucio­nalmente nuestros patrones de autodeterm­inación, lo que a su vez modifica la autodeterm­inación individual. Hay diferentes estándares, es decir, puntos de referencia que podemos utilizar para medir y evaluar la gestión de la crisis y, por tanto, un potencial, aún inexistent­e “mundo después del coronaviru­s”. Algunas normas son de naturaleza local. Esto incluye, en particular, la mayoría de las normas legales, fundamenta­les para la crisis del coronaviru­s (especialme­nte las leyes de protección contra infeccione­s), pero también requisitos y objetivos económicos vinculados a expectativ­as en una economía social de mercado, diferentes a las de China, por ejemplo. Las normas morales, los valores que afectan a todos los seres humanos como tales, deben distinguir­se, pues conciben nuestra acción individual y colectiva en términos de una normativid­ad universal. Son, por tanto, el vínculo racional de la humanidad, el techo bajo el que todos estamos.

En lugar de un “mundo después del coronaviru­s”, me gustaría hablar de un orden poscoronia­l, que supone que el nuevo coronaviru­s probableme­nte no desaparece­rá, sino que se infiltrará en las estructura­s

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Las caras de Alexandre Grothendie­ck (1928-2014). Su obra puede consultars­e entera en el sitio grothendie­ck.umontpelli­er.fr
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EMMANUEL FERNÁNDEZ Markus Gabriel en su presentaci­ón en La Noche de la Filosofía 2019: una conferenci­a sobre Borges a sala llena.

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