Blunt, el héroe de las dos caras
En el linaje de cristianos de doble fondo que conformaron los escritores espías, si un caso se recorta por su estupenda singularidad es el del historiador de arte Anthony Blunt (1907-1983). El catalogador que debe datar y atribuir cuadros con exactitud o denunciar falsificaciones corteja constantemente la impostura. La historia de Blunt no es sino la puesta en escena de un veneno latente que acompaña desde siempre a la profesión. (Y el arte contemporáneo –con el cual Blunt tuvo, ciertamente, tironeos de ida y vuelta– acaso procure más chances para ejercer el oficio del fraude).
Hijo gay de un párroco, Blunt tenía, según su amigo el poeta Louis MacNeice, “las costillas de un santo famélico”. De chico vivió en París unos años, cuando su padre fue enviado para hacerse cargo de la capilla de la embajada británica. Aprendió francés (hablar más de un idioma, primer requisito de cualquier futuro conspirador) y empezó a arrimarse a la que sería una de las pasiones de su vida: las pinturas de Poussin (cuyo San Juan el evangelista será lo más parecido que pueda verse a un Blunt en una vida previa). En la cordura óptica y los colores adulterados del artista, Blunt se halló en su casa, y quizá fue lo que apuntaló el estilo contenido, seco y hasta disecado de su prosa y su persona.
En ciertos contextos, la afabilidad y los buenos modales son indispensables para ocultar cosas, y Blunt aplicaba la cordialidad exagerada del que teme ser delatado de un momento a otro. Su silueta en negros y grises fascinó al dramaturgo y diarista Alan Bennett, que le consagró la magistral pieza A Question of Attribution, e inspiró a John Banville para hacerlo protagonizar El libro de las pruebas, una de sus novelas más brillantes. Estas semanas volvió al centro de la escena en el mundo anglosajón gracias a una publicación de David Cannadine, A Question of Retribution. Allí retoma y revisa la expulsión de Blunt de la British Academy y que, como comentó la ensayista Mary Beard, vuelve a poner sobre el tapete la persecución de académicos distinguidos por lapsus discutibles.
En abstracto, pero también en sus rasgos más presentes y tangibles, los países pueden volverse tan siniestros que traicionarlos se convierte en una tentación irresistible. Darle la espalda al propio país es, a fin de cuentas, combatir contra una de las nociones más vagas, peligrosas, demagógicas y eventualmente criminales: el nacionalismo en cualquiera de sus máscaras, falso aliado de la razón.
Ensayemos un repaso somero. Durante buena parte de los años 30, la posición de Gran Bretaña ante el avance del nazismo fue intencionadamente tibia. La Unión Soviética se presentaba como un freno más firme y decidido (por más que el régimen que proponía a cambio exigiera rendir las equivalencias), como lo demostraba en la Guerra Civil Española. La indiferencia frente a la pobreza del establishment inglés era rebatida por lo que parecía –al menos a nivel discursivo– una mayor preocupación hacia los desprotegidos de parte de los rusos. La dialéctica marxista seguía reclutando simpatizantes entre los indignados, los ingenuos y los que estaban de vuelta (de Eric Hobsbawm a John Berger).
Blunt trabajó en el servicio de inteligencia británico MI5 entre 1939 y 1945. Como espía ruso. En ese período, pasó dos mil documentos confidenciales a la URSS. Era parte de “los cinco de Cambridge”: un puñado de topos infiltrados, invisibles escindidos, desertores incondicionales. Al prologar las memorias de uno de ellos, Kim Philby, Graham Greene los indultó: “¿Quién entre nosotros no cometió una traición hacia algo o alguien más importante que un país?”.
Durante años Blunt fue director del Instituto Courtauld y curador de la pinacoteca de la Familia Real. Su relación con el Instituto Warburg, sobre todo con Fritz Saxl, fue crucial para su formación, y luego editaría la memorable revista conjunta de las dos instituciones. En guerra, salió en defensa de otro refugiado alemán, firmando que se trataba de “una persona de la que puede descontarse que se comportará en toda ocasión con perfecta fidelidad hacia este país”. Su escrupulosa biógrafa Miranda Carter no dejó escapar la ocasión de subrayar la ironía de la frase.
Acorralado por lo bajo, en 1964 terminó confesando todo a cambio de silencio e inmunidad, acogiéndose a una suerte de ley de arrepentido sub rosa; a su gobierno no le convenía dañar la reputación de su servicio secreto. Pero en 1979 Thatcher traicionó a su vez ese acuerdo y lo expuso a Blunt en el cadalso público, como gesto de autoridad a poco de asumir y como cortina de humo durante un pozo económico.
Es por lo menos curioso observar a una Inglaterra escandalizada por una de sus costumbres más arraigadas. Sin olvidar, entre paréntesis, que la URSS era su socia en la guerra. Zorro viejo, Blunt mismo señaló que no pocos en la inteligencia británica opinaban que esos documentos que él pasaba de forma clandestina era una maniobra que debía hacerse oficialmente. Lealtad y traición son materias que se cursan en colegios de varones –vía crucis clásico de la Inglaterra del siglo XX, exportado a diversos rincones del mundo– y se vuelven sombras ya inseparables. Es lo que hizo escribir a Graham Greene toda la vida: no hay peor converso a la fe de la revancha que el santo traicionado.