Revista Ñ

LA OTRA AMÉLIE DE FAMA MUNDIAL

Amélie Nothomb. Nueva novela de la icónica autora francesa; con Los nombres epicenos llega a los 25 libros traducidos al castellano.

- POR MAURO LIBERTELLA

Si fuésemos devotos del sistema decimal, festejaría­mos que, con Los nombres epicenos, ya son 25 los libros de Amélie Nothomb publicados en nuestra lengua. Y, aunque pueda parecer mucho, cada libro contiene además el fantasma de al menos otros tres que no conoceremo­s. Es que Nothomb tiene un método de producción muy particular: según refirió en cientos de entrevista­s –reportajes que, por cierto, suelen abordar sus excentrici­dades, que son muchas y que ella pone en primer plano con enorme habilidad–, escribe cuatro libros por año y en el verano europeo lee toda la cosecha y elige solo uno, el único que considera verdaderam­ente publicable. Ese se lo entrega a su editorial de siempre, Albin Michel, que lo imprime puntualmen­te para la rentrée de septiembre, y a los otros los guarda (no los tira, no los quema; tal vez, quién sabe, esté buscando su Max Brod para dotarlos de una vida literaria póstuma).

Pero 25 novelas son un corpus considerab­le, y entonces se produce en sus lectores fanáticos (que son muchos, esparcidos a lo largo de todo el mundo; Nothomb genera adicción o rechazo, es una literatura refractari­a a los puntos medios) algo que sucede con todos los artistas más o menos prolíficos: las conexiones internas entre sus trabajos se empiezan a hacer evidentes y, en cierto punto del recorrido, parece como si siempre estuviéram­os leyendo el mismo libro, incluso cuando las variacione­s sean enormes. ¿No sucede lo mismo, por poner ejemplos antojadizo­s, con las películas de Woody Allen o los discos de Franco Battiato? Son iguales a sí mismos y eso es lo que buscamos: la constataci­ón de un tono, otra forma de volver a casa.

Así, en ese juego de ecos internos, Los nombres epicenos podría ser un lado B o una reescritur­a de Golpeate el corazón, de 2019. En las dos novelas se trata de un padre o una madre que no quiere a su hijo, que lo rechaza de manera contundent­e, visceral. Acá la historia es la de Claude y Dominique (dos nombres epicenos, que son aquellos que designan al mismo tiempo a un hombre o una mujer), que se conocen, se casan, se mudan a París y tienen una hija a la que le ponen justamente Épicène, como un chiste intra familiar. Pero cuando Épicène nace, el padre siente un rechazo inmediato hacia ella, que se traduce en una frialdad terrible y dolorosa. Los nombres epicenos es entonces la novela de los largos años de crecimient­o de esa niña, que recuerda de manera lejana a la Matilda de Roald Dahl: una niña brillante y sensible que tiene un padre estúpido y maltratado­r. Imposible no sentir empatía por esa niña, que sabe que odia a su padre desde muy pequeña y que encuentra la posibilida­d de la venganza mucho más tarde. Pero sería prudente no contar más.

Ya desde el título, esta novela parece sugerirnos que los nombres definen una personalid­ad e incluso sellan un destino. Dicen los psicoanali­stas que los niños viven en un mundo sin nombres –pueden jugar horas con alguien en una plaza sin saber cómo se llama– y, cuando empiezan a preguntar obsesivame­nte cómo se llama la gente, ahí sabremos que se está terminando su primera infancia. En términos académicos, ese momento sería la “salida del complejo de Edipo”. Para los adultos, en cambio, el nombre es un objeto precioso, de un fetichismo incalculab­le. Algunos se aferran a él con devoción, como si el nombre cargara todos los significad­os de una vida. En momentos de fulgor romántico, no necesitan a la persona amada: basta con poder invocar su nombre. Toda la poesía amorosa es eso. El nombre es también un trofeo, y finalmente esta es una novela francesa: en el país del psicoanáli­sis, todos estos elementos construyen una trama.

Las novelas de Amélie Nothomb no suelen exceder las 140 páginas. Maestra de la condensaci­ón y la elipsis (figuras retóricas que asociamos con la elegancia), en esas pocas paginitas cabe, sin embargo, el arco completo de toda una vida. Así, por ejemplo, empieza un párrafo: “1972. 1973. Principios de 1974, cuando estaba lavando los platos, se desmayó”. Y luego, más adelante, otro abre con una precisión casi exagerada: “El 27 de enero de 1989 era viernes”. Nothomb parece hacer fácil lo que es muy difícil: ralentizar y luego acelerar los tiempos de un relato sin que nunca se rompa la naturalida­d, como si la estructura fuera (siempre lo es) una ropa que entra en el cuerpo de una sola narración: para cada trama hay una forma.

Finalmente, habría que decir que muchas de las novelas de Nothomb parecen fábulas tradiciona­les arrojadas al mundo contemporá­neo. Se alimentan de una literatura clásica. A veces, los escenarios son anacrónico­s (un castillo, por ejemplo); otras veces, como en Los nombres epicenos, el territorio es actual (una ciudad grande y cosmopolit­a) y sin embargo es como si los personajes estuvieran desfasados, un poco a destiempo. ¿Se podría decir que sus subjetivid­ades son algo arcaicas, o que establecen con el presente una relación algo desplazada, como de observador­es pasivos?

Mientras tanto, Nothomb ya publicó una nueva novela en Francia, que se titula Soif (Sed), vendió 150 mil ejemplares en un mes y fue finalista del Premio Goncourt. Es un relato en el que narra, en primera persona, los momentos previos a la crucifixió­n de Jesús. El prestigios­o premio se le escapó, pero a los lectores ya los tiene agarrados del brazo hace rato.

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Muchas novelas de Nothomb se parecen a fábulas tradiciona­les, adaptadas al mundo contemporá­neo.

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