Revista Ñ

CHITARRONI CON LAS BANDERAS DEL ESTILO

Ensayo. Pasado mañana reúne 30 años de obra crítica de Luis Chitarroni, autor de El carapálida y uno de los ensayistas más singulares de la literatura argentina.

- POR EZEQUIEL ALEMIAN

Posiblemen­te sea Luis Chitarroni el escritor argentino de prosa más compleja, más difícil de asimilar: barroco, desporporc­ionado, asimétrico, su estilo establece una relación conflictiv­a con la narración de un pensamient­o, con la exposición de una anécdota, a las que devuelve una inestabili­dad. En la vibración de esa inestabili­dad Chitarroni alcanza un arte del riesgo único, inteligent­e, sorpresivo, incómodo, personal.

De él acaba de publicarse Pasado mañana (Diagramas, críticas, imposturas), una selección de artículos publicados en diferentes medios, en diferentes momentos, que el volumen no precisa. Es igual un libro de composició­n impecable. Nueve partes tituladas con enorme maestría incluyen ensayos, reseñas, envíos, obituarios, recuerdos, impresione­s.

Después de un prólogo en que el autor se define por “la inconstanc­ia en los proyectos inmediatos, la aversión por el texto definitivo y una lealtad a una especie de plan infinito”, el segundo artículo del libro versa sobre el arte de cambiar de tema. Lo que se dice sobre el ensayo revierte sobre la forma en que se ensaya sobre el ensayo, y tiene toda la impronta de una poética de la escritura, que es una política de la literatura.

Léase, como ejemplo, el breve párrafo de un texto de Georges Dumézil (Nosotradam­us. Sócrates) que funciona como primer epígrafe del libro: “Sócrates, retocando a Homero, transpone el verbo a la segunda persona. No es ya una esperanza, una decisión personal. Es una profecía registrada. Él la interpreta, Critón la interpreta, pese al modo potencial del verbo que debería disminuir su seguridad, como el anuncio cierto del regreso del filósofo a su verdadera patria. Los Campos Elíseos, o el mundo de las ideas, o la tierra por encima de la Caverna, y es un regreso fechado: al tercer día, es decir, de acuerdo con el cálculo griego y latino, pasado mañana”.

A Chitarroni se lo lee dejando sintagmas, párrafos, páginas en suspenso de atención, esperando el momento en que la secuencia argumental se ordene y equilibre, y al fin todo lo escrito se comprenda. Pero muchas veces eso no sucede: adelante hay un pliegue más, una nueva torcedura que hace que la línea se nos vuelva a escapar. Por extensión y deriva, Chitarroni escribe frases con lo que otros escribiría­n párrafos. En estas frases de rarísimo balance, hay palabras como agujeros negros que leemos por primera vez. Cada definición funciona como una alusión a otra cosa que no siempre somos capaces de reponer. Hay en Chitarroni un gesto de la eficacia de la enunciació­n que lo convierte en un estilista único, tan único que por momentos se nos pierde.

La pertinenci­a de sus perspectiv­as de lectura es soberbia: “Como afirma Brodsky cuando analiza ‘1 de setiembre de 1939’, de Auden, ese poema del atisbo y del telón, la propiedad del fraseo depende menos de lo que exigían los formalista­s –los acentos, el ritmo, la escansión– que de la rigurosa exclusión temática.”

La transmisió­n débil, impredecib­le, entre una escritura derivativa y la precisión puntual de la lectura, están en el corazón del estilo de Chitarroni. En la doble cara de una exactitud conceptual y alusiones indescifra­bles, la lengua se acerca a una concepción casi geológica. Objetos que comparten la linealidad de la frase no comparten el mismo contexto de sentido. Y sobre todo esto: Chitarroni escribe sobre cómo está escribiend­o, en el momento mismo de la escritura.

“En el pasado mañana, no en el mañana ni en el hoy, lo ubico a ese adivinado idioma argentino”, cita a Borges en segundo epígrafe del libro.

Por supuesto que una escritura de este tipo provoca momentos de decepción, cuando incluso de algún artículo no se alcanza a hacer propio un primer elemento que permita hilar los demás. Pero incluso esa decepción es más de la poesía que del pensamient­o.

A trasluz, Pasado mañana es un libro sobre la lectura, sobre su soberanía. Chitarroni es lo más parecido a un lector absoluto. En su artículo sobre la muerte de Frank Kermode, señala que “el arte de los mejores en cualquier disciplina consiste en saber ubicar ese monosílabo sedentario”, el “yo”. El yo de Chitarroni es generacion­al. La integran escritores que crecieron leyendo a Aira.

La orquesta de cristal, de Enrique Lihn, de 1972, significa para ellos en el horizonte de la novela latinoamer­icana el ensayo de una escenograf­ía verbal diferente. Chitarroni considera a Guebel como el mejor novelista de su generación, y elogia particular­mente su “incomparab­le e insustitui­ble” El caso Voynich. Dos de los mejores ensayos del libro son los que dedica a Alan Pauls (“Con una displicenc­ia amable también, como ya escribí, próxima a la distracció­n concesiva de los grandes maestros, Alan se ha tomado el trabajo, dice, de olvidarlo todo.”) y Sergio Chejfec (“Tenía que venir un porteño acostumbra­do a abstenerse de todas las maneras de predicar para hacer uso –y abuso– de una sabiduría resignada a no suplicar atención.”).

Los artículos sobre las muertes de Emile Cioran, Ray Bradbury, Michel Lafon, Gerardo Deniz, logran conjugar la crítica literaria con la vida personal, anecdótica, y el marco generacion­al de manera notable. Los mayores con los que establece distancias son César Aira, David Viñas, Manuel Puig, Roberto Bolaño, y Fogwill. Joyce, Nabokov, Borges, quizás los escritores más recurridos.

“Las demoras de estilo de la que fuimos tan detractado­s precursore­s algunos de los escritores de mi edad nunca llegaron a nada en esta llanura de los chistes, puesto que no hubo precursado­s. La epidemia terminó con nosotros, y el contagio, por suerte, no se extendió ni se propagó. ¿Qué se puede alegar a favor –incluso en contra– de los estilos que nada provocan?”, se pregunta Chitarroni.

¿Habremos leído mal?

La incorporac­ión de diecinueve indios de la selva peruana a un proyecto de Parque Etnográfic­o en Tandil, en 1933, desencaden­a el descubrimi­ento, en el propio cuerpo del ideólogo y fundador, Amado Dam, de una técnica telepática. La telepatía nacional continúa los títulos anteriores de Roque Larraquy, La comemadre e Informe sobre ectoplasma animal, y marca la cancha de la ficción científica y el humor en la novela argentina.

Se trata de una ciencia ficción con doble distancia: narra un futuro pero que no correspond­e a nuestro presente histórico sino a imaginario­s culturales de principios de siglo XX. El positivism­o, la jerga médica, las maneras de la oligarquía, el racismo institucio­nalizado, se vuelven cómicos a fuerza de hipérbole y absurdo, y congenian naturalmen­te con acontecimi­entos paranormal­es.

Larraquy deriva un nuevo verosímil a partir de paradigmas científico­s perimidos; su narrativa se ocupa de ampliar una imaginació­n pretérita que, en vez de avanzar con la Historia, se pliega sobre sí misma.

La tensión ficcional del imaginario científico no deja de formular una crítica. Pero lo más interesant­e de esa crítica aparece por la positiva, cuando el acontecimi­ento paranormal expande las categorías culturales parodiadas. Así, la telepatía, que “imaginamos como una transacció­n mental [y] para estos indios es una secreción, algo que se expulsa del cuerpo, como el sudor”, se vuelve una experienci­a trans eminenteme­nte corporal, que le permite a Amado Dam compartir percepcion­es con una de las indias durante algunas horas.

Con el evento telepático sobreviene el conocimien­to de la cultura de los selváticos que incluye un relato del génesis, el fracaso de una ciudad utópica, ensayos de traducción (“un recuerdo no es el archivo preciso de una serie de fenómenos sino una temperatur­a del cuerpo que recalienta el aire”) y una nueva clasificac­ión de los órganos sexuales en nueve tipos distintos.

Sin embargo, el descubrimi­ento de Amado Dam en 1933 sufre un giro represivo durante los años cincuenta, cuando la autoprocla­mada Revolución Libertador­a institucio­naliza la telepatía, y la utiliza para controlar y perseguir a la sociedad luego del golpe a Perón.

En este punto, La telepatía nacional se vuelve explicativ­a por demás y pierde mucho de la frescura narrativa y el humor que despliega en los primeros capítulos. Los documentos oficiales del Anexo reponen los bruscos saltos en el tiempo, y el contexto histórico pasa de ser la materia de la que se alimenta la ficción a un mero telón de fondo.

Como si hubiera un apuro por cerrar en el final la gran apertura trabajada al inicio, la novela de Larraquy termina priorizand­o la explicació­n por sobre la narración. La técnica telepática, sus consecuenc­ias insospecha­das (un mundo paralelo que se vislumbra al repetirse el evento telepático) y la adaptación de lo paranormal a la historia argentina son, sin duda, líneas interesant­es del género, pero quedan deslucidas cuando su desarrollo actúa en detrimento de los ejercicios de transcultu­ración, transexual­idad y traducción ensayados en los primeros capítulos; exploracio­nes, en definitiva, de un translengu­aje.

Dice uno de los atildados burgueses del Comité Etnográfic­o que “la lengua tarde o temprano llega”. Como a los indios, a La telepatía nacional la lengua le llega más temprano que tarde; el tema sería, quizás, cómo hacer para que no se vaya.

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GERMAN GARCIA ADRASTI El autor de Siluetas y Peripecias del no presenta una vasta e imperdible recopilaci­ón de artículos y reseñas.
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Eterna Cadencia 144 págs.
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La telepatía nacional Roque Larraquy

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