¿Pero son ciertas las vacaciones?
Ficción. En Castillos, primera novela del cuentista Santiago Craig, la intimidad familiar se traslada a una playa y se arriesga al derrumbe.
Una pareja de profesionales –Julián y Elvira– con dos criaturas pequeñas decide pasar sus vacaciones veraniegas en una playa uruguaya. Desconectar. Reacomodar las piezas. Broncearse, pensar en nada. Leer libros pendientes. Dejar que la indolencia se deslice por la piel. Armar planes con los primogénitos. Acomodar el cuerpo al tiempo. Gozar del esplendor de la rutina.
Así presenta sus cartas Castillos, la primera novela de Santiago Craig (Buenos Aires, 1978), quien ya ha mostrado credenciales probadas de narrador refinado en tres libros de relatos inquietantes como enternecedores: El enemigo (2010), Las tormentas (2017) y 27 maneras de enamorarse (2018).
“El problema de las vacaciones era que parecían ciertas”, leemos un poco antes de la mitad del recorrido de Castillos. En esa constatación converge asimismo la duda: “Pero, aunque todo favoreciera el engaño, la vida no tenía nada que ver con eso. Ni siquiera en esos días, la vida dejaba de estar anclada a otras necesidades”, subrayamos unos renglones más abajo. ¿Se puede vivir como en las vacaciones? Aunque la desconfianza encabalga una certeza, eso no es la vida.
Como en espejo, una canción de los Beatles –la ligera “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, adoptada por el pueblo uruguayo como contraseña de la festividad carnavalesca– y un libro sobre Alfred Hitchcock en conversación con François Truffaut entran y salen de escena, salpicando de inmanencia la futilidad de los hechos. “El drama es una vida de la que se han eliminado los momentos aburridos”, le dice el director británico al realizador francés en ese texto legendario.
Tanta placidez no es gratuita. Algunos fantasmas se filtran entre los rayos de sol. “Aunque la plata les alcanzaba, aunque no los conmovía la necesidad ni la ambición de un jardín florido, de una pileta, Julián se comportaba siempre como si estuviera viviendo en la precariedad. Como si hubiera que soportar todo, porque si no, un día cualquiera, de un momento a otro, todo podía colapsar y venirse abajo”, destacamos. Esa inminencia de una tormenta es travestida al marco de lo real: se espera un gran diluvio, todos los pobladores están pendientes de su avecinamiento. Ese asedio de algo amenazante pondrá a los componentes de la familia a la defensiva sin querer.
Una ruptura con lo idílico de las vacaciones le dará al relato una densidad que lo acercará a la vida misma. Es más, se movilizarán olas subterráneas que ni el paraíso más terrenal podrá detener: “Julián esperaba siempre que pasara algo malo. Estaba preparado. Desde que se había asumido adulto, padre, esposo; desde que ya no pensaba sólo en él y su suerte, desde que tenía responsabilidades. Vivía en la anticipación de una posible tragedia”, leemos.
El drama, el truco a lo Hitchcock (el mítico McGuffin), implicará que todo aquello que trasluce reparo y sosiego pueda irse al garete y hacer trizas ese castillo de arena.
Con una prosa precisa, administrador de acotados instantes casi epifánicos, Craig va desgranando también ciertas lúcidas observaciones sobre los quehaceres del oficio de escribir y los pesares de no poder parar la máquina: “Durante esas vacaciones, no iba a escribir nada. Iba a estar con ellos. Iba a estar completamente ahí”, leemos. Como si estar fuera de lugar bosquejase un modo de ver. Como si hacer foco deparase otra apostura frente a los embates de lo real.
Suerte de ensayo sobre la vida conyugal, en Castillos Santiago Craig resetea los paradigmas de un siempre conflictivo y urticante meollo: cuánto hay de fantasía en la preciada paz bajo las cuatro paredes de la intimidad familiar y cómo un nuevo ámbito puede desmoronar la estabilidad precaria en la que estamos inmersos.