Revista Ñ

Viaje forzoso hacia la oscuridad

El camino de la noche. Una comunidad vulnerable y agónica se constituye en el interior de un avión, en esta primera producción belga para Netflix.

- POR JORGE LUIS FERNÁNDEZ

En el aeropuerto internacio­nal de Bruselas, en una fecha incierta pero no lejana, una docena de variopinto­s pasajeros despiden a sus afectos y lidian con la habitual burocracia para completar un vuelo a Moscú. Entonces Terenzio, un italiano bruto y brutal, destacado militar en la OTAN, paga misteriosa­mente una fortuna por el último asiento disponible. Así comienza El camino de la noche, de Jason George, la primera producción belga para Netflix.

Los pasajeros que protagoniz­arán la aventura ya están plácidamen­te sentados cuando Terenzio, a todas luces desaforado, saltea todos los lugares de la cola, desenfunda una Uzi y ordena que se cierren las puertas para el despegue del avión. Mathieu, el azorado copiloto, intenta disuadirlo y recibe un balazo en la mano. Así, con el piloto ausente, Sylvie, una conductora de helicópter­os retirada, podrá asistirlo en el despegue.

Los pocos que lograron subir –menos afortunado­s que quienes no alcanzaron el vuelo– hablan de terrorismo, de un loco. Lo segundo es más factible. Terenzio tiene una excusa, pero es inverosími­l. Dice que esperar al amanecer era imposible, porque el sol está destruyend­o a la humanidad. Y exige que el avión se dirija siempre hacia el oeste, hacia las ciudades que duermen. Demanda un viaje hacia la noche eterna. ¿Cómo creer semejante disparate? En la primera parada, una base militar escocesa, los pasajeros encontrará­n wi-fi y desde sus celulares podrán comprobar la tragedia.

Pese a lo remanido del adjetivo, El camino de la noche no merece otra definición que electrizan­te. Si los primeros instantes en el avión capturados por un siniestro personaje recuerdan al thriller Vuelo nocturno (2005) de Wes Craven, lo que sigue, con el avión como hábitat donde ocurren toda clase de infortunio­s, se asemeja bastante a Lost. Los pasajeros, como en un arca, deberán cumplir por fuerza mayor roles para los que no están plenamente habilitado­s. Sylvie (Pauline Etienne) asiste a Mathieu (Laurent Capelluto) y Horst (Vincent Londez), lo más aproximado a un nerd, evaluará la casuística de cada escollo técnico, mientras Laura (Babetida Sadjo), una enfermera, deberá operar la mano de Mathieu en el hospital más cercano del segundo destino: una desolada Alaska.

Un tema no menor es la lucha por el poder, conflicto ineludible en toda colonia de supervivie­ntes que fue delineado hace casi 70 años por William Golding en El señor de las moscas. Terenzio sabe manipular a débiles como Rik (Jan Bijvoet), un católico reprimido a la mentalidad de un infante. Su rival es Ayaz, encarnado por el productor y actor alemán de origen turco Mehmet Kurtulus, que entrega la mejor performanc­e de la serie. Tipo duro y de oscurísimo pasado, Ayaz se postula como doppelgäng­er bueno de Terenzio gracias a su prestancia con los vulnerable­s de la tripulació­n. Pero la transición no es un camino de rosas. En los conciliábu­los lo condena tanto su pasado como su sangre turca. La hija de inmigrante­s africanos Laura y Osman (Nabil Mallat), un probo musulmán, cada tanto también reciben perdigones.

Aunque los conflictos escalan hinchados por esteroides –después de todo, esta es una producción Netflix– el contexto los torna cautivante­s y son como la zanahoria del caballo que no deja asimilar un capítulo para pasar al siguiente. Pero lo mejor es que la idea primigenia permanece intacta durante esta primera temporada: un viaje interminab­le encapsulad­o en un avión, desde cuyas ventanilla­s nunca se verán nubes; a lo sumo luces a punto de extinguirs­e en algún puerto.

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Terenzio (Stefano Cassetti), el personaje que en la serie advierte que el sol está matando a la humanidad y secuestra un avión de pasajeros para escapar.

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