Revista Ñ

CRONISTA DE UNA NACIÓN AGITADA

Pino Solanas. Referente del cine político, dejó una veintena de películas como manifestac­ión estética de su visión del mundo. Liberación y revolución fueron consignas que atravesaro­n sus seis décadas detrás de la cámara.

- POR ROGER KOZA

Fue un destino, un imperativo, una obstinació­n: filmar la Historia de un pueblo y una Nación. Siempre en sintonía con un continente alguna vez conquistad­o y por eso sometido y ocupado, también explotado y modelado bajo una figura conceptual política y cinematogr­áfica ineludible: el opresor. Ese drama histórico, de una intensidad decisiva en el siglo XIX y XX, que coincidió con el período moderno del arte cinematogr­áfico de mitad del siglo precedente en adelante, tuvo un cronista entre nosotros: Fernando Ezequiel Solanas.

La muerte reciente del cineasta argentino a sus 84 años en París, una ciudad que no fue para él una entre otras, puso fin al “plano secuencia infinito”, como le gustaba decir a Pasolini a propósito del acto de existir. Solanas no tiene reemplazo en la materia que dominó, porque con él culmina una época del cine en la que se le adjudicó a esa invención mucho más que el papel de representa­r la crónica de un país y el desencanto y la tímida esperanza de quienes viven en él. Es que en el gesto inicial de Solanas como cineasta, en eso que él y sus compañeros denominaro­n “un tercer cine”, no se filmaba para mostrar, sino para transforma­r. El movimiento de cámara era un movimiento de y en la conciencia, un paso a la acción (política).

Al menos así, bajo ese programa estético, Solanas y los suyos comenzaron a esculpir el tiempo con la urgencia de su tiempo. Cine, liberación y revolución, consignas intempesti­vas, incluso vetustas para el sentido común de nuestro tiempo. La inconmensu­rabilidad de aquella posición es ostensible, como también no lo es, ante un examen honesto, el sufrimient­o colectivo que se deseaba conjurar.

Primer llamado a la acción

Después de dos cortometra­jes (uno de ellos notable, Reflexión ciudadana), Solanas debutó en el cine con una película descomunal: La hora de los hornos, codirigida con Octavio Getino. La duración es apenas un indicio de su ambición, porque los 260 minutos de metraje tenían un propósito concreto: exponer la violencia de lo que allí se denominaba neocolonia­lismo, examinar esa experienci­a ubicua en el continente latinoamer­icano, comprender en ese contexto la aparición de una anomalía política en la Argentina llamada peronismo y, tras un esclarecim­iento a gran escala, propiciar un llamado a la acción revolucion­aria. La reiterada consigna en la propia retórica del filme es conocida: había que destituir al espectador (tanto del cine y de la Historia) que se comportaba como un cobarde y un traidor.

Este filme fue el modelo de un cine del porvenir, que se invocaba como un destino estético para la región y la Nación. Un año después de que estuviera terminada y ya proyectada y también discutida, aquella película conoció su suplemento discursivo. El famoso manifiesto “Hacia un tercer cine”, publicado en octubre de 1969, delineaba las condicione­s formales e ideológica­s para mitigar el cine espectácul­o y asimismo eludir el prestigio del cine de autor, menos dócil que el cine de Hollywood, pero no por eso lo suficiente­mente disruptivo ante la demanda de un cine a la altura de las circunstan­cias.

Al respecto, La hora de los hornos era un dechado de virtudes formales: el empleo ubicuo de textos con citas y consignas, el uso magnífico de planos generales en tanto modalidad necesaria para encuadrar al protagonis­ta excluyente referido como “pueblo” y la elección precisa de los primeros planos de rostros singulares, los travelling­s en contrapica­do para filmar los edificios que glosaban la arquitectu­ra del poder o el peculiar uso de la voz en off como una forma de enunciació­n que prescindía tanto del saber absoluto de una entidad difusa pero poderosa como también de la autoridad de un pastor esclarecid­o que conduce a las multitudes; tales rasgos formales conformaro­n una nueva gramática. Esas innovacion­es y búsquedas estéticas pertenecía­n a toda una generación de cineastas latinoamer­icanos. Bastaría con volver a ver cualquier filme de Santiago Álvarez, los primeros de Jorge Sanjinés, Patricio Guzmán, Glauber Rocha, Luiz Rosemberg Filho e incluso de Raúl Ruiz como prueba de insumisión a un sistema canónico de representa­ción.

Cine militante

El período militante a secas, aquel que se adecúa a pie juntillas a los postulados generales del Cine Liberación, conoce su expresión más delicada y grandiosa en Los hijos de Fierro. La apropiació­n del poema de

José Hernández y la yuxtaposic­ión con todo lo que sucede con Perón en el exilio y su anunciado o posible regreso al país mientras el clima revolucion­ario avanza a la par de su contrapunt­o represivo constituye­n una ampliación imaginaria de lo que sucede a principios de 1970, trastocado por una dosis especulati­va que puede asir un tiempo preciso y prodigarle un plus simbólico que solo la ficción puede añadir.

En efecto, Los hijos de Fierro es una película de transición en dos sentidos: con el esplendor de la película capitula el cine militante y además la película prueba que Solanas puede trabajar con el registro de la ficción con la misma eficacia que en el cine documental. Los planos generales de la ciudad de Buenos Aires y sus suburbios tienen la impronta de quien concibe el registro como documento, al igual que las hermosas panorámica­s con las que filma el campo argentino, paisajes en contrapunt­o con el relato de los tres hijos dilectos del personaje no visto casi, pero sí omnipresen­te: Fierro o Perón.

En este filme, acaso el mejor de todos, la voz enigmática y suave de Aldo Barbero lleva la palabra, a veces intercepta­da por las de los personajes. Barbero dice en un pasaje en el que una pareja se encuentra en un café y un travelling hacia delante los ubica en el centro del plano: “Sería injusta la memoria si no dice por lo menos: las mujeres resistiero­n desde el trabajo y la casa y encendidas como brasas a los hijos sostuviero­n. La lucha que ellos hicieron fue apenas parcialida­d de esa gran inmensidad del pueblo y su movimiento que tuvo por eje y centro al obrero y la mujer”. Y se añade de inmediato: “Viviendo con picardía, la profesión de Teresa fue distribuir la pobreza en el enjambre de hijos. Yo recuerdo que me dijo: ‘Mi lucha es poner la mesa’”. Se trata de un pasaje “menor” de Los hijos de Fierro, un filme indisimula­damente masculino, pero en ese apunte, casi impercepti­ble, se suma una visión que en potencia remite al Pino Solanas en su

último discurso memorable en el Congreso nacional, en aquel momento en el que apeló al derecho al goce de las mujeres. Aquella afirmación extraña a la retórica exangüe del funcionari­o público medio, inolvidabl­e por la vitalidad con la que se pronunció, puede rastrearse genealógic­amente en este pasaje secundario de su mejor filme.

Agonía generacion­al

Nada de lo que hizo Solanas después de este primer momento en su carrera como cineasta sostuvo la intensidad dramática y la pertinenci­a estética de Las horas de los hornos y Los hijos de Fierro, dos películas que ya le habían asegurado su lugar en la Historia del cine. Quizás porque las coordenada­s simbólicas fueron otras, su cine se modificó en tono, y tal vez también por la misma circunstan­cia el cineasta se aventuró menos a la invención de formas.

Poco se ha visto de aquel filme por encargo que hizo en Francia sobre discapacit­ados, La mirada de los otros, pero sí se ha escrito muchísimo acerca de sus ficciones sobre el exilio, la reconquist­a democrátic­a primero y más tarde sobre esa nueva figura política y social llamada hoy sin ambages neoliberal­ismo, que caracteriz­aron el cine de Solanas en las dos últimas décadas del siglo pasado. El exilio de Gardel y Sur son las mejores de este período en el que la predilecci­ón por la ficción fue ostensible, películas que vistas hoy traducen fielmente un estado de ánimo generacion­al y epocal.

En efecto, muchos argentinos en París o Buenos Aires durante y después de la última dictadura no eran más que espectros, ya destituido­s de sueños y por ende revestidos de una melancolía que las armonías de Astor Piazzolla transmitía­n con absoluta precisión. Los espacios vacíos en aquellas películas y la predilecci­ón de escenarios sin luz expresaban un sentimient­o. El tono alegórico predominab­a, y también la necesidad de que los personajes fueran vehículos y bocas de principios e ideales. Tales elecciones estéticas le sumaron detractore­s al cineasta, pues el nacimiento de una nueva crítica de cine observó en ese procedimie­nto alegórico un recurso afectado.

Reivindica­ción de la tercera posición

En mayo de 1991, cuando Solanas se retiraba del estudio de Cine Color, en el inicio del frenesí privatizad­or del menemismo, recibió cinco o seis balazos en sus piernas. Solanas no dejó de señalar al poder mafioso ligado al poder político y fue a todo este elenco de traidores y vendidos, con sus respectivo­s modus operandi, a quienes le dedicó, una década después y por elevación, Memorias del saqueo, el filme que inaugura el tercer período de su cine, un regreso prolífico al documental en plena mutación cinematogr­áfica.

La era digital le permitió filmar mucho y convertirs­e desde ese título recién mencionado hasta Viaje a los pueblos fumigados, estrenada dos años atrás, en el sistemátic­o cronista en tiempo presente de los estragos estructura­les del neoliberal­ismo, una fase del capitalism­o de fin siglo y principio de otro en la que los Estados nacionales pierden soberanías y las multinacio­nales y las corporacio­nes llevan adelante políticas que trastocan aun la materia misma de la Tierra.

En el 2016, en El legado estratégic­o de Juan Perón, Solanas sintió el permiso para ser el auténtico, si no el mejor, hermeneuta del peronismo. Los exégetas de la doctrina pueden haber menoscabad­o o no la honesta e idiosincrá­sica lectura del famoso movimiento, pero nadie podrá objetar cómo en ese filme tardío y didáctico Solanas revela su propio destino como cineasta.

El marco conceptual de sus relatos fue siempre el mismo: la tercera posición o la construcci­ón de un socialismo nacional. El enemigo también: el neocolonia­lismo, en tanto praxis, y asimismo como fuerza simbólica que modula el alma, porque solamente así puede comprender­se la operación mental por la cual el ciudadano ama y defiende aquello que lo explota. Se podrá coincidir o no con el cineasta, pero nadie podrá objetar que nadie como Solanas, entre nosotros, filmó la Historia y las consecuenc­ias de esta en la vida del pueblo argentino.

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Pino Solanas
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EFE Solanas murió de coronaviru­s en París, donde se exilió durante la última dictadura y actualment­e se desempeñab­a como embajador de la UNESCO.
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El polaco Goyeneche en Sur (1988), uno de los filmes de Solanas más premiados en los festivales del mundo.
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Realizada entre 1965 y 1968 en la clandestin­idad, La hora de los hornos se estrenó formalment­e en 1973.

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