El genio terco de Vilas y la ficción del reconocimiento
Fue el padre de la patria quien lo dijo: “Serás lo que debas ser o no serás nada”. Si la patria es la infancia, como sugirió más de uno, hoy la frase de San Martín –que le regaló un título al documental sobre Vilas de Netflix– se lanza en varias direcciones. De este lado de la red, suena con un dramatismo excesivo para una época en que flaquean las vocaciones; del otro, el círculo se cierra, porque Vilas fue la infancia de no pocos, para algunos de modo decisivo.
El motivo del documental tiene algo tan heroico como absurdo y hasta patético: probar que el jugador que ganó el Masters 74 en Australia, que ostenta récords históricos de 50 victorias seguidas, 16 torneos en un año (1976) y 136 partidos ganados en otro (1977), que en suma, como suele decirse, ganó todo, fue durante unos meses el primero del mundo en el ránking de la ATP. No es fácil mantener la cara de póker mientras se lo ve a Vilas quebrarse ante una cámara de la que es inconsciente, pero la empresa suena a una hipotética viuda de Kafka, o Borges, apelando ante la Academia Sueca, presentando evidencias estadísticas, científicas, de un rango que habló por sí solo.
Puede hasta emocionar la entrega del periodista Eduardo Puppo en sus reclamos en nombre del tenista ante la ATP, pero es el cruce de una cordillera innecesaria. Otro Vilas estaba hace años del otro lado, escoltado por repisas desbordadas de copas. Alguno podría, incluso, considerar el ansia de reconocimiento como una traición hacia la vocación. Es que el reconocimiento –un dilema demasiado argentino– es una de las ficciones legales (junto al dinero y la paternidad) y lo mejor que puede hacerse con la odiosa consagración oficial que buscan monopolizar ciertas instituciones –no importa el rubro– es ignorarlas. Cualquiera tiene derecho a crearse las instancias de aprobación paternal que desee o requiera, pero no conviene olvidar que en ciertas esferas el otro detenta la autoridad que uno le otorga.
De todas maneras, bastan algunas escenas del documental para repasar y recuperar las sobradas virtudes de un perfeccionista incurable. Laboratorista de sus falencias y debilidades, se convirtió en uno de los jugadores más versátiles de la historia, capaz del ace casi lento, del smash a contrapié, passing shots paralelos o cruzados, voleas surtidas. De invenciones como el top spin. Y la estrella fugaz que sólo él vio y supo bautizar: la Gran Willy. (Algunos dicen que los aburría el tenis de Vilas; hay gente que se duerme leyendo a Beckett o Proust).
Como un escritor liberado a sus caprichos, jugaba con la impaciencia del rival, su lector único y antagónico, en peloteos eternos, de escuadra y compás. Sabía adaptar su juego –su estilo, su escritura: de la mano de su idolatrado Spinetta, Vilas cortejó la poesía, con la que cortejó a Carolina de Mónaco– al del contrincante. Como un cineasta, sabía manejar el espacio y el tiempo (la velocidad y la anticipación, medidas en milésimas). Tiros anunciados, honestos, inatajables de un cuerpo macizo pero plástico, que nunca bajaba los brazos.
La personalidad de Vilas, que puede confundirse con su fotogenia. Su voz satisfecha (al contrario que su espíritu). Las marcas, de ropa y raquetas, punctums de época: Sergio Tacchini, Fila, Slazenger. Los mostachos del entrenador rumano Ion Tiriac (a cara de perro, como tener a Cioran de coach en un frontón para aforistas). La teoría de Vilas de que la cancha posee alma, y hay que entrar y salir de ella por lugares específicos. La melena de quien no tuvo la obscenidad racista de Nastase ni la escatológica de Connors, ni la histeria de McEnroe ni la frigidez de Lendl. (La frialdad de su amigo Bjorn Borg era una categoría de ensimismamiento que Vilas conocía de sobra).
Igual que Vilas, a cierta edad el frontón fue para mí una escuela de vida y de ficción. Me embarcaba en partidos imaginarios contra el portón de madera de mi casa. Las reglas del juego: la pelota tenía que rebotar por arriba de una línea ficticia, casi a media altura. Cada golpe lo daba uno de los dos rivales. Los más frecuentes eran Vilas y Borg. El conteo era el clásico: puntos, games, sets. Mi favoritismo por el primero me hacía inventar fallos dudosos o aflojar el brazo cuando le tocaba pegar al segundo.
Tenía libros de los dos –Cómo soy y cómo juego y Borg por Borg–, ejemplares que pesqué en una góndola a cambio de botellas vacías, retornables, y cuya pérdida lamento como la de un grial que se me escurrió de las manos. Entreví en ellos cosas que no volví a encontrar en libro alguno (por ejemplo, las reseñas de Vilas de sus máximos rivales: fue el primer texto de crítica con el que me crucé). El pasatiempo requería de repentismo mnemónico para los dobles, y en rotación iban tirando Vilas y Clerc contra los mejores doblistas de entonces, McNamara y McNamee.
Ya estaba entrando, temprano en la vida, en el terreno de la ficción. Socorrido por un utilero imaginario, vincha y muñequera de pinta, para las que no tenía ni el nivel ni el sudor que las justificara. Lo irreal iba ganando terreno y pronto nacería la espectadora fantaseada, matriz de mucho de lo que escribiría después y cuya “presencia” parece mejorar automáticamente la calidad de lo que se hace. (Quiero creer que el uso descarado que hace el tenis de la primera persona autoriza este desliz autobiográfico. De paso: de gira, del 73 al 79, el solitario definitivo Guillermo Vilas grabó 46 cassettes y llenó decenas de diarios íntimos y cuadernos).
Es fácil olvidar cuánto se admira a los que uno admira. Nada difícil olvidar aquello que nos enseñaron; acaso porque las secuelas de esa absorción circulan hace años en nosotros como atributos propios. Vilas fue lo primero que se me presentó como modelo. Sobre todo de tenacidad (subrayada por las grandes dosis de ella que exigía mi falta de talento natural). Vilas me hizo creer que la autoconfianza podía llegar a ser hasta lo opuesto de la arrogancia. Visto desde hoy, “dejar el alma” en una cancha no parece un acto de demagogia –sí lo es su expresión– sino, acaso, una defensa de la infancia.
Todo –golpes, efecto, vestuario, ofuscamiento– se lo copié a Vilas. Incluso soplarse los dedos y picar la pelota ocho veces antes de sacar. Lo intransferible no tuve que imitarlo y era lo que me hermanaba: nací zurdo. En mi minúsculo club de remo del Tigre casi todos mis contemporáneos eran mejores –el promedio no era bajo, valga la aclaración– pero yo corría con esa ventaja esencial, que ni un Stalin podía expropiarme. (A veces me pregunto si no habrá sido el solo hecho de haber nacido zurdo –y resistido un intento de corrección– lo que me hizo querer escribir, como modo de vida).
El aroma del polvo de ladrillo, la fascinación del fleje impoluto, el vaho del río, la honestidad puesta a prueba por un pique problemático, la soledad invencible de un jugador, aparentaban alentar la idea de una vida contra todo pronóstico (no importa en qué campo), una profesión que sólo dependa de uno mismo.
La pelota recién estrenada que colgué en la casa vecina del club –derruida, temida– todavía espera incrustada en un cerco que la busque y le rinda las cuentas debidas.