Revista Ñ

Esas tachaduras de la crueldad

- POR MERCEDES ÁLVAREZ

En su libro Lógica de la crueldad, el filósofo Joan-Carles Mèlich señala que la crueldad, por oposición a la violencia, no se ejerce sobre alguien en particular, sino sobre una categoría. Es el triunfo del todo sobre el nombre propio. Cuando una lógica moral se impone en toda su radicalida­d, aparece la crueldad. Contrariam­ente a lo que se suele creer, no es lo inmoral lo que justifica el horror, sino todo lo contrario: en nombre de la moral, en nombre de la ley, se cometen las mayores atrocidade­s. Porque quien actúa moralmente no lo hace por lo que el otro le demanda (este es el terreno de la ética, que responde por compasión al dolor ajeno), sino por lo que dicta la ley. Así, queda protegido –nos dice Mèlich– por una gramática de inmunidad.

Como lo estamos observando hoy, los crímenes se perpetran en nombre del Bien. Es una lección que ya deberíamos haber aprendido con Auschwitz: para que alguien pueda ser llamado “persona” tiene que haber otro que quede excluido de la categoría. “Judío” no es persona, como tampoco lo es “subversivo”.

En este sentido Villa, de Luis Gusmán, es una exploració­n en las profundida­des de la lógica de la crueldad. Gusmán es capaz de ponerlo en palabras con absoluta lucidez: en su libro Kafkas, un ensayo sobre el escritor checo, señala algo en relación con la película de Joseph Losey, Mr. Klein, donde un hombre llamado Klein es enviado “por error” a los campos de concentrac­ión, confundido con otro Klein, a pesar de haber demostrado que no había raíces judías en su árbol genealógic­o. “Un judío era intercambi­able por cualquier otro judío”, señala Gusmán. La categoría tiene esa temible posibilida­d. Un “subversivo” también es una categoría intercambi­able.

Villa es alguien que, justamente y como Mèlich señala, se cree protegido por una gramática de la inmunidad cuando, como médico al servicio del Estado, empieza a ser llamado para asistir en sesiones de tortura perpetrada­s por la Triple

A. Como señala el propio Gusmán, a la inversa del Señor K en El proceso de Kafka, es un “inocente” que desconoce de qué se lo acusa. Su colaboraci­onismo se realiza en el estricto campo del cumplimien­to de una orden: “Villalba me había dado el argumento para mi mujer: yo sólo cumplía un pedido de Villalba y si la cuestión se ponía más complicada podía decir que había cumplido una orden”.

Villa asciende en el aparato estatal, pero siempre a la sombra de un “amo”. Firpo primero, Villalba después. Un sistema jeráquico de dependenci­as que se despliegan y en el cual Villa es un “mosca” (“Un mosca es que revolotea alrededor de un grande. Si es ídolo, mejor”). Como ha señalado Jorge Panesi en su brillante prólogo a la novela, “la secundarie­dad es una servidumbr­e tranquiliz­adora, una búsqueda teológica de lo seguro o lo inamovible (…). La máquina se revela por el excedente, por el desecho que produce, en este caso, la fijeza fantasmáti­ca del cadáver”.

“Hay cadáveres”. Cientos de veces se ha nombrado el verso de Néstor Perlongher en relación a Villa. El cadáver como detrito de la maquinaria, hasta que el cadáver que aparece enfrente es el de la novia de infancia de Villa. Villa se enfrenta así a un nombre propio: Elena. A una historia compartida y a una historia no compartida que se esfuerza en reconstrui­r (¿cómo se hizo subversiva Elena?). Y, finalmente, se enfrenta a un desapareci­do. Mujica y Cummins, los torturador­es de Elena, mencionaro­n los nombres posibles para un entierro clandestin­o en la Chacarita: Marta Céspedes, Silvia Gutiérrez. Villa piensa: “Finalmente qué me importaba quién era Silvia Gutiérrez a quien no necesitaba inventarle una vida sino arrebatárs­ela. Arrebatarl­e la vida que pudiera tener para dársela a Elena, porque esa cruz y ese nombre eran sólo la excusa para que yo pudiera conversar o confesarme ante ella”.

La confesión de Villa es, también, un informe minucioso, que define al personaje, como ha señalado Panesi, como “médico de la memoria”. Ahí está el archivo, pero no cambia nada. “Lo importante es el funcionami­ento, no las personas”, dice un personaje de la novela, un coronel.

Villa, la novela, cumple veinticinc­o años y su lectura sigue siendo tan necesaria y tremenda como en el momento en que hizo por primera vez su aparición.

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