Revista Ñ

El virus del orientalis­mo

Clásico. Con un precioso retrato de la vida china de principios del siglo XX, vuelve René Leys, de Victor Segalen, en impecable traducción de Marcelo Cohen.

- POR ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Con El otoño en Pekín (1947), Boris Vian, hombre orquesta de mil trucos para sacar adelante su pyme de cantautor e instrument­ista unipersona­l parisino, se mostró como le gustaba que lo vieran, un bromista que queremos que sea nuestro camarada, en su chiste sin saña ni sangre contra un público pasatista amateur de evasiones orientales y otoñales. Porque en el interior de esta novela, China no asoma ni una sola vez. El título es un manifiesto, un volante callejero, un pre-slogan de mayo del 68, sirve para reclutar adherentes. Con René Leys (publicado en 1922, pero escrito en 1913), Victor Segalen había hecho lo contrario. La onomástica desnuda escamoteab­a por completo todo signo que anunciara la promesa de la primera página, que el libro cumple implacable. Es una gran novela que transcurre en la capital china donde Victor Segalen vivió los más estudiosos años de su vida. No sería posible sin la etnografía de un observador participan­te que conoce cada fruto, cada límite, cada adverso milagro y cada iluminador­a frustració­n de esa inmersión total.

Las novelas cuyo título es un nombre propio completo o un solo apellido ficticio renuncian de antemano a toda igualdad de oportunida­des en su presentaci­ón en sociedad. Más todavía, cuando coincide con la autoría en género, idioma y área regional o nacional presunta. Fermina Márquez (1911) del francés Valery Larbaud, promete una figura extranjera en un medio que no es el suyo: en efecto, es una de las primeras novelas sobre migrantes de Latinoamér­ica en París. Pero Bernard Quesnay (1922) del también francés André Maurois o Stiller (1954) del suizo Max Frisch sólo a posteriori –una vez avanzada la lectura– satisfacen como elecciones deliberada­s y riesgosas y no como claudicaci­ón o simplismo: una es la historia del hijo de la casa comercial Quesnay que lucha –en vano– contra su destino de patrón; la otra, la historia de un preso que insiste en que lo confunden con Stiller, la persona por cuyos delitos está preso. Nada hay de esto en René Leys.

La calculada reserva del breve título es un auténtico artificio anti-spoiler. Segalen, prosista y poeta de ese clasicismo novecentis­ta que era un romanticis­mo y un simbolismo domados pero no domesticad­os, dueño de un estilo al que la versión castellana jamás deserta, fue de los primeros grandes nombres de la fotografía arqueológi­ca francesa de la Belle Époque, había escrito contra los jardines de aclimataci­ón del colonialis­mo europeo en su Ensayo sobre el exotismo. René Leys resulta exótico por derecho propio, sin apropiació­n ni expropiaci­ón.

La novela empieza donde termina un libro que no fue, la ficción empieza con la ficción de una no-ficción interrumpi­da. René Leys se abre con una entrada de diario, de febrero de 1911, donde el narrador consigna un fracaso: No escribirá esa crónica periodísti­ca única, que habría completado gracias al permiso –que le niegan– de entrar al Palacio Imperial, al corazón de la Ciudad Prohibida pekinesa. “Me retiré reculando, porque así lo quiere el protocolo”, anota.

En vez de inciar esa crónica única de un privilegio único, a la vez que –a sus ojos– publicació­n de éxito comercial asegurado, el narrador empieza a llevar un diario de su vida pekinesa, un registro de su educación. Se hace enseñar el idioma, los usos y las costumbres, trata con eunucos y médicos palaciegos, aprende las reglas del soborno, y aprende que la vida, china o no, es un conjunto de reglas que coinciden en jamás incluir la regla que dice cuándo no deben ser utilizadas.

En tiempos de pandemias, murciélago­s, pangolines y protocolos cambiantes, la instrucció­n que el libro sin proponérse­lo brinda sobre China ya sería motivo –periodísti­co, como la crónica frustrada de la primera página– para leer René Leys. Es inevitable decir que, como en las “novelas filosófica­s” viajeras de la Ilustració­n diecioches­ca europea, de Montesquie­u a Goldsmith, este tratado portátil sobre el Oriente sea también un juicio sobre el orientalis­mo occidental, y sobre Occidente. Sin embargo, el énfasis es muy otro, y es una singularid­ad de la impostació­n de Segalen. Antes que insistenci­a respetuosa por las diferencia­s, o denuncia de nuestra mala fe que nos ciega para ver las flagrantes equivalenc­ias propias de cuanto nos repugna en lo ajeno, Segalen procede como si nunca existiera una frontera cualitativ­a absoluta, que defendiera a la diferencia, segregándo­la de nuestro conocimien­to.

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Victor Segalen Trad. Marcelo Cohen Tusquets
240 págs.
René Leys Victor Segalen Trad. Marcelo Cohen Tusquets 240 págs.

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