Para no perder pie y caer al abismo
Narrativa. Drama, humor y cierta dosis de absurdo coexisten en los cuentos de La vida en la cornisa, ópera prima de Inés Fernández Moreno, reeditada.
Plantea, ya desde el título, la idea inquietante de un tránsito peligroso, el riesgo de perder pie y caer al abismo: La vida en la cornisa. Esa delgada línea es nuestra cotidianeidad: las sorpresas, los desafíos, las pequeñas y grandes tragedias que nos depara cada día. Publicados por primera vez en 1993, los catorce relatos de Inés Fernández Moreno fueron reeditados con prólogo de la propia Moreno, autora de diversas antologías de cuentos, y de novelas como El cielo no existe, por la que obtuvo el premio Sor Juana Inés de la Cruz 2014.
En esas palabras preliminares, Moreno habla de la génesis de estos textos que compuso entre mediados de los 80 y principios de los 90, muchos de ellos para el taller de narrativa dictado por Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo. Aunque afirma que “hoy no podría escribir así”, con “la libertad de quien todavía no especula”, optó felizmente por no corregirlos, por dejarlos brillar con la frescura de esa escritura temprana.
Algunos son “cuento de taller”, en los que se adivina el esqueleto de la consigna bajo la carnadura de las palabras. Pero acaso el rasgo que los nuclea a todos sea la intensa experimentación con los recursos: la exploración de diferentes formatos (la carta formal, el manual de instrucciones) y el juego con los cambios de foco y de narrador, como ocurre en “El paraíso de la pileta grande”, relato narrado a dúo por una niña y su hermana.
La antología despliega un asombroso repertorio de registros que, desde la primera persona, construyen modos singulares de ver el mundo. Este es, sin duda, el punto fuerte de Moreno: su oído para los sociolectos y el lenguaje infantil, su sensibilidad para componer voces que siempre suenan naturales y creíbles, como el inmejorable monólogo que una cosmetóloga dirige a su clienta mientras le hace una limpieza de cutis en “Qué yeta ser mujer”.
Las dichas y conflictos propios de la infancia son un tema recurrente en La vida en la cornisa. Las niñas de Moreno recuerdan a las de Silvina Ocampo: como ellas, espían a los grandes, asedian sus secretos y sus engaños (como la protagonista de “La otra mentira”), y pierden la inocencia en el instante de un descubrimiento inesperado y terrible: la sexualidad de los adultos y su contracara, la muerte. Cada uno de estos cuentos es un viaje a nuestra propia infancia: la posibilidad de recobrar, a partir de una imagen, de un detalle mínimo y fundamental, el flechazo de un recuerdo lejano, una sensación olvidada que nos toca con la intensidad del punctum fotográfico del que hablaba Roland Barthes.
Por un milagro de economía narrativa, algunas de estas breves ficciones recorren la vida entera de un personaje desde el nacimiento hasta la muerte. Es el caso de “La vida horizontal”, que narra la historia de un hombre a través de los distintos lechos en los que estuvo acostado a lo largo de los años, desde la primigenia cuna a la cama de hospital donde termina sus días. Otros se focalizan en algún momento decisivo, de esos que encierran una inesperada revelación existencial: es lo que ocurre en “Tocata y fuga”, protagonizado por una joven pianista que descubre su pasión por la albañilería, y en “Guerra Santa”, el único relato con visos fantásticos en el que un ingeniero obsesionado con la precisión de los mecanismos asiste a la rebelión de sus objetos cotidianos.
En los cuentos de La vida en la cornisa, la realidad a menudo se vuelve elástica, roza lo absurdo, coquetea con lo imposible. Un delicioso toque cómico –cuando no grotesco– se cuela en cada historia, matiza lo dramático; es la imprescindible varita de equilibrista que llevan los personajes para conservar la estabilidad y no resbalar de la angosta pasarela por la que avanzan, cargados de emociones y procurando no mirar hacia abajo.