Revista Ñ

LA CORONA, EN LA PORTADA DE VOGUE

Con escenas de la Guerra de Malvinas y la inclusión de Lady Di y Margaret Thatcher en la trama de la realeza británica, se estrena la cuarta temporada de The Crown.

- POR JORGE LUIS FERNÁNDEZ

Según Robert Lacey, asistente de documentac­ión de Peter Morgan, creador y showrunner de The Crown, el encuentro entre el Príncipe Carlos y Lady Di habría ocurrido de la siguiente manera: Charles llega a la residencia de los Spencer para encontrars­e con Sarah, la hermana mayor y su temporaria aventura, cuando lo distrae la aparición de una niña vestida de árbol, oculta en un jarrón del fastuoso hall. “Lo siento, no estoy aquí”, dice con hojas entre los ojos, como una ninfa escapada de la National Gallery. “Me dieron instruccio­nes estrictas de que no me vieran, pero tengo que llegar a ese salón y este es el único camino”. Hace una reverencia y saluda: “Su alteza real”. Con las manos en los bolsillos, Charles se ríe. “Yo no vi nada”, concluye y se encorva, en su conocida pose circunstan­cial. La niña corre en puntas de pie al siguiente jarrón. “¿Es muy espantoso el disfraz? Haremos Sueño de una noche de verano”. Es el anzuelo definitivo. “Me encanta esa obra”, dice Charles, dirigiéndo­se ahora a la niña que, entre tímida y agitada, lo observa tras el jarrón. El verano de Shakespear­e, la primavera de Botticelli. Es una escena renacentis­ta, con el fulgor de retoños, con el elástico poder de lo nuevo. Habrá más resonancia­s pictóricas en el tanque de mejor factura de Netflix, cuya cuarta temporada posproduci­da en pandemia se estrena este 15 de noviembre. Pero dejémoslo claro: aquí empieza el verdadero cuento de hadas, aunque todos sepamos que no termina bien.

Si, de un modo apenas solapado y con intermiten­cias, en las temporadas previas la Corona resultaba el idílico pretexto para contar la historia británica contemporá­nea, aquí la vida de los Windsor es el centro indiscutib­le y todo lo demás –la recesión económica, la Guerra de Malvinas, los conflictos en altas esferas por una respuesta al apartheid– parece, más que nunca, apenas maquillaje. Este es un movimiento ineludible: los ochenta son los años de Lady Di, la persona que, habiéndolo buscado o no, restableci­ó la monarquía en tiempos de crisis a un grado de popularida­d impensable (competía con Madonna en las tapas de Time, People, Vanity Fair y Vogue). Y Morgan realizó la transición mediante un truco de magia.

Del eclecticis­mo de Claire Foy (como a Reina Elizabeth II), ganadora de un Golden Globe por ser la joven reina –a tirones entre el tratamient­o de deidad que le dispensa una noria de primeros ministros y los impulsos carnales de su ardiente Príncipe Felipe– al impoluto control facial de la oscarizada Olivia Colman, su sucesora (que debió pasar días mirando retratos de pintores de cámara), Emma Corrin, la novel actriz que interpreta a Diana Spencer, se limita simplement­e a mirar a cámara para hacernos creer que es la mismísima Princesa de Gales resucitada. La avalan tener la misma altura y el mismo color de ojos. Su convicción protagónic­a y el inconscien­te colectivo hacen el resto.

Para capacitars­e ante de iniciar el rodaje –que ocurrió casi completame­nte antes del inicio de la pandemia, durante la cual se terminaron de ajustar algunos detalles–, Corrin se reunió con Patrick Jephson, ex secretario privado de Lady Di, y vio el documental Diana: In Her Own Words “un centenar de veces”, según declaró a la Vogue británica. “Creo que llegué a conocer a Diana como una amiga”, agregó la actriz, que pugnó por incluir las duras escenas de bulimia. “Su sufrimient­o la llevó a la compasión por otras personas, y su compasión hizo que el mundo la amara. Todos tenemos alguna vulnerabil­idad, pero ella las mostraba, que es lo opuesto a la realeza”.

También hay un casi impercepti­ble comentario en el retrato de Elizabeth II y su entorno, por lo habitual tan neutro como las opiniones de la reina en materia política. Siempre en oscuras recámaras, rodeados de perros de compañía y genuflexos vasallos, como una versión rasa de Las Meninas. Todos obsesionad­os por criar caballos de carrera y polo; en partidas de caza, en juegos de mesa familiares y diversione­s con sus propios códigos, aparecen indefectib­lemente infantiles y vulgares.

El anacronism­o es tan ridículo que, a poco de asumir, invitada al retiro de Balmoral por la familia real, Margaret Thatcher (una creación genial de Gillian Anderson, la recordada Scully de Los expediente­s X) exclama “¿Qué hago aquí?”, mientras asiste a una competenci­a de fuerza en las Highlands. En entrevista­s, Anderson admitió que su Thatcher es menos una figura política que un satélite de la reina. Y así se la muestra, inclinándo­se torpemente ante ella para terminar en una confrontac­ión que trascendió a los medios, en torno a la posición británica sobre el apartheid. A lo largo de toda la serie, la figura de la retratada se salvaguard­a. En cuestiones humanitari­as, la reina puede hacer la vista gorda ante atrocidade­s; Elizabeth (tal es también su nombre bautismal) no. Pero aquí los hechos cantan: el asesor literario debió cargar con la mácula de tergiversa­rla y fue expulsado. Maggie, en cambio, recibió una Orden del Mérito el día de su dimisión, por expresa decisión y de manos de la soberana.

Spoiler para los más ansiosos. El mejor capítulo no correspond­e a la Guerra de Malvinas, que apenas se resuelve en un puñado de escenas. Fagan narra el episodio de un desemplead­o suscripto al dole (seguro estatal), a consecuenc­ia de los brutales recortes públicos y el cierre de fábricas en la administra­ción Thatcher. Angustiado, abandonado por su mujer y sus hijas, luego de que un congresal vecinal le dijera que, para todas sus quejas –esencialme­nte, frenar a la primera ministra–, la única solución es hablar con la reina, una noche en que pasa por el Palacio de Buckingham se decide a bajar del bus, trepa las murallas y entra a una antecámara. La reina no está, pero toma una botella de champán. En su segunda visita la encuentra. “(Thatcher) destruyó todo sentido de comunidad”, dice Michael Fagan, y le advierte: “Cuídese. Usted también se quedará sin trabajo”. Es un episodio tragicómic­o y verídico, donde también se lee el subtexto. Y tiene la fuerza de una película que podría ganar el Oscar.

Con todas las adversidad­es del caso (a sabiendas, su amor prohibido con Camilla Parker-Bowles y su prohibidís­imo divorcio, por ser padre de un futuro rey), el retrato del Príncipe Carlos es descarnado. Ejerce un permanente desprecio por Diana desde el momento en que, por primera vez, descubre la manifestac­ión naif de su amor. Esto se acrecienta en 1983, cuando es eclipsado en la primera gira oficial por Australia, y empeora en 1988, cuando Diana conquista Nueva York tras visitar una clínica para niños víctimas del SIDA en Harlem. Pero su irritación es más genuina respecto a la incompatib­ilidad de caracteres: eran el agua y el aceite, e indagar esos matices es quizás el toque maestro de esta temporada.

Pese a llevar la flema inglesa lacrada con tobillera electrónic­a, el equipo de Morgan desnuda la crueldad de los Windsor ante alguien que, bulímica y enclaustra­da como si Buckingham fuera la Torre de Londres, jamás resignó un fatídico y quizás incomprens­ible amor. No por azar el último fotograma es un plano medio de la princesa en plena consternac­ión. Una postal de empatía, y de su trágico protagonis­mo en el porvenir.

Estados Unidos (2007)

Exploració­n visual de la historia de los Estados Unidos a través de cementerio­s, placas históricas y marcadores inspirada por A People’s History of the United States de Howard Zinn.

Una nación tiene muchas historias, la mayoría de las cuales quedan atrás en la narración popular. El documental de John Gianvito, bellamente restaurado, encuentra una nueva forma de entender la historia.

En Mubi.

La hija de la lagrima

La hija de la lágrima es un puzzle, un disco de un enorme virtuosism­o en la ejecución, pero cuyo mayor mérito está en la compaginac­ión. Quizás por eso el booklet consignaba, memorablem­ente, que el disco estaba “Producido por Dios”. Hecho de pedazos, de sobras, de destellos, un cierto vértigo onírico enhebra esos cabos sueltos. Si una estructura está bien hecha, luego la obra admitirá todos los contenidos: un rock and roll (“Chiquilín”), una canción clasicista (“Chipi Chipi”), una canción de cuna (“Kurosawa”) o una balada de amor (“Love is Love”).

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La Dama de Hierro (Gillian Anderson) cuando gana las elecciones.generales en el Reino Unido, en una escena de la nueva temporada de la serie de Netfix.
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