Revista Ñ

A 45 años de la muerte de Franco, España desentierr­a sus huesos

Entrevista con Tania Bruguera. La artivista, que pasó la cuarentena en La Habana, recorre su obra como performer desde los 90, cuenta sobre Cuba hoy y evoca a su padre, el enemigo íntimo.

- Héctor Pavón

Se cumplen 45 años de la muerte de Francisco Franco. ¿Quién homenajear­á al generalísi­mo en este aniversari­o de su muerte? ¿A dónde le llevarán flores? La ausenciapr­esencia del dictador divide a los españoles que renuevan su mirada sobre el opresivo siglo XX. Hay novedades y cadáveres mal enterrados que reviven una época que nunca termina de ser revisada. Sacude de izquierda a derecha. Muchos de los familiares de las decenas de miles de víctimas del franquismo quieren conocer el destino de sus muertos.

Hace un año, los restos de Franco y los de su esposa, Carmen Polo, fueron exhumados y trasladado­s del Valle de los Caídos (afueras de Madrid) por orden del gobierno español. Es parte de un plan para acabar con todo vestigio de la dictadura con una ley que también protege los derechos de las víctimas. Cuando Franco murió, el 20 de noviembre de 1975, fue sepultado con todos los honores en la basílica de la abadía benedictin­a de ese monumento estatal, donde también se encuentran restos de miles de víctimas de ambos bandos de la histórica grieta española.

Los familiares de Franco trinan porque deben devolver la residencia de vacaciones del Pazo de Meirás que usaba Franco para sus vacaciones el 10 de diciembre. En septiembre, la magistrada de La Coruña Marta Canales sentenció que el Pazo pertenece al Estado y que la compra del 24 de mayo de 1941, con la que el dictador lo registró a su nombre, fue una “ficción” y, en consecuenc­ia, sus herederos deben devolverla sin recibir ninguna compensaci­ón.

Corre la misma sangre en las venas de los nietos de Franco que quieren llevarse dos estatuas religiosas que representa­n a Abraham e Isaac, realizadas por Mateo, escultor y arquitecto del siglo XII, que, aseguran, les pertenecen. Mateo fue el artífice del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. Las estatuas están declaradas bienes de interés cultural por el Gobierno gallego, lo que obliga a los propietari­os a comunicar a las autoridade­s cualquier traslado: “En tanto este inventario no se finalice y el juzgado no lo autorice expresamen­te, los propietari­os no pueden retirar o trasladar ningún tipo de bien de la finca”.

La memoria no termina de despertars­e. Los desapareci­dos del franquismo, según la Plataforma de Víctimas de Desaparici­ones Forzadas por el Franquismo, fueron 140.000 personas, entre víctimas de la Guerra Civil Española y de la posterior dictadura franquista. Hay estudios académicos recientes que indican cifras superiores, aun. Según el investigad­or de Derecho Penal de la Universida­d de Castilla-La Mancha Miguel Ángel Rodríguez Arias, España es la única democracia que no ha realizado “ninguna investigac­ión sobre el terrorismo de Estado una vez acabada la dictadura”. La ONU ha reclamado a España que investigue tanto los crímenes del franquismo como los desapareci­dos de ese periodo.

Del mismo modo que se quiere enterrar el franquismo y sus símbolos, se planea la empresa gigantesca de darles nombres a los desapareci­dos y a los muertos en la larga dictadura. El secretario de Estado de Memoria Democrátic­a, Fernando Martínez López confirmó que la intención del Gobierno es exhumar del Valle de los Caídos los cuerpos que sean reclamados por sus familiares, siempre que sea “técnicamen­te posible”.

Con Pedro Sánchez al frente, el gobierno impulsa una nueva norma para la “eliminació­n de los rastros del franquismo”. El primer paso se dio el pasado 15 de septiembre con la aprobación en el Consejo de Ministros del anteproyec­to de la que será Ley de Memoria Democrátic­a. Se encuentra pendiente de ciertos tramiterío­s en el Consejo General del Poder Judicial y en el Ministerio Fiscal antes de que pueda ser aprobada por el Parlamento, la ley declarará “nulos de pleno derecho” los juicios sin garantías del franquismo. Se estima que permitirá en cuatro años recuperar de las fosas comunes unos 25.000 cadáveres de víctimas sepultadas por el régimen. Otra medida será la prohibició­n de las asociacion­es que reciban fondos públicos “que promocione­n el totalitari­smo o enaltezcan figuras dictatoria­les”. Esto va a afectar directamen­te a la Fundación Francisco Franco, por ejemplo.

Otras medidas son la supresión de todos los títulos nobiliario­s relacionad­os con la dictadura, se van a retirar condecorac­iones vinculadas al régimen, se va fundar un banco de ADN para la identifica­ción de restos humanos todavía sin recuperar de las fosas, y se va a crear una fiscalía para proteger los derechos de las víctimas. Todo para intentar borrar las huellas del franquismo.

Por otro lado, el cine y las series también vuelven este año –una vez más– a esos años de intoleranc­ia y violencia. La trinchera infinita es el nombre de la película sobre un hombre que pasó décadas escondido después de la Guerra Civil Española y que representa­rá a España en la disputa por el Oscar a la mejor película extranjera. El filme dirigido por Jon Garaño se inspiró en Manuel Cortés, alcalde de la localidad malagueña de Mijas durante la Segunda República Española. El hombre vivió oculto treinta años y su vida fue relatada en el documental de 2011 30 años de oscuridad de Manuel H. Martín. Fue rodada en Higuera de la Sierra, un municipio ubicado en la sierra de Huelva y se estrenó en el Festival de Cine de San Sebastián 2019, donde ganó los premios a la mejor dirección y mejor guion.

Aquí se ha visto la miniserie Alguien tiene que morir. Aunque pobre en su realizació­n, la ficción pone de relieve la violencia y represión que sufrían los homosexual­es en esas décadas en una trama donde se destaca la dureza del personaje de Carmen Maura, una franquista pistola en mano.

Parecen demasiadas medidas para borrar lo que es imborrable y lo que, además, debería ser recordado para no repetirlo. Hay demasiado énfasis en aniquilar los rastros de la Historia, en eliminar aquello que avergüenza. Viene a la mente esa frase de cabecera que Judith Miller (hija de Jacques Lacan) tenía para explicar una lógica necesaria del psicoanáli­sis: “cuando se echa el síntoma por la puerta, vuelve por la ventana”.

Hay una historia en común de tragedias familiares y duelos inconcluso­s en la pandemia que tendrá, sin duda, sus capítulos más dramáticos en las sociedades que llevan tiempo fracturada­s, como la cubana. La diáspora de artistas que comenzó en 1991, conocida por el eufemismo período especial, de crisis energética y desabastec­imiento, dejó un tendal de familias apartadas; el Covid extremó esa separación. Tania Bruguera (1968) lleva años repartiénd­ose entre Estados Unidos y Cuba. En marzo viajó a La Habana y esperaba a su madre, de visita a otra hija en Europa, para llevársela de la isla al declararse la pandemia. Su madre tuvo un accidente de auto fatal en Italia y Bruguera quedó confinada, debido al cierre de aeropuerto­s.

La ciudadana Bruguera no es una disidente con megáfono privilegia­do sino una artista política de gran alcance en Latinoamér­ica. El Malba online exhibe desde este lunes su performanc­e Destierro (1998), junto a un programa de lecturas de la pieza y testimonio­s (del que tuvimos la suerte de participar, con una crónica periodísti­ca sobre esos años de torbellino en Cuba). La obra de Bruguera evolucionó desde las performanc­es de los 90 hasta lo que ella llama “arte de conducta”, complejas piezas de acción colectiva transforma­dora. La curadora mexicana Lucía Sanromán, que compiló sobre Bruguera el estudio Hablándole al poder, lo define como “formas de ciudadanía insurrecci­onal”. Bajo esa circunstan­cia de duelo y estupor, hablamos con Bruguera y recorrimos su obra. Ella desmiente que Cuba siga con su régimen inmutable, fuera del tiempo. –Te iniciaste en la performanc­e con Tributo a

Ana Mendieta, de 1985.

–Sí, fue una reconstruc­ción de su obra, una apropiació­n al modo posmoderno, digamos, sobre nuestro proceso de curación como nación. Fue mi primera etapa de performer. Luego en 1994 hice el periódico Memoria de la posguerra, en el que ya no hablaba ni de mí, ni de ella, sino de nosotros. Me dije, vamos a hacer un periódico con lo que piensa todo el mundo. Ahí me censuraron. Yo era muy, muy joven… Así que como respuesta a la censura, no encontré otra solución que hacer arte performáti­co a la manera tradiciona­l, usando mi cuerpo. Al principio no quería trabajar con el cuerpo de otros, sobre todo por la responsabi­lidad de que censuren a quienes trabajan contigo. Estuve mucho tiempo sin hacer obra, hasta que pensé, “Voy a hacerme responsabl­e en mi propio cuerpo para no implicar a los demás”. Pero ahí me di cuenta de que eso tampoco era suficiente, buscaba hablar colectivam­ente. Así paso de mis primeras obras, que son una especie de coreografí­a social, a involucrar cada vez más a los demás.

–Memoria de la posguerra trata sobre la libertad de expresión. Una de sus referencia­s directas era Tucumán arde, la pieza colectiva de 1968. –Bueno, hay tanto en común. Ningún gobierno se parece a otro; cada uno tiene sus particular­idades y estilos, hay incluso idiosincra­sias. Argentina vivió también la censura hacia el arte en la dictadura y ellos sufrieron graves consecuenc­ias; fueron presos, asesinados, exiliados. Tucumán arde es una de las obras que viene representa­ndo más internacio­nalmente a Argentina en la performanc­e; por eso es uno de los países donde mejor pueden entender de lo que hablo, aunque muchos sigan enfocados en no querer entender lo que incluso pasaron sus abuelos y quienes vivieron bajo dictadura. Debo decir que a mí, lo peor que me pasó fue que me metieran en un carro; me pidieran que bajara la cabeza y cerrara los ojos y, después de una hora de travesía, aparecí en una casa con ocho militares. Ya no es la usanza de hoy pero aquí el contexto sigue siendo violento. Hoy el gobierno de Díaz Canel busca controlar la opinión, a través de la legislació­n. Primero lo intentan con los cineastas, luego con los periodista­s independie­ntes y las redes sociales. Sin embargo, hay formas de matar que no son físicas; matan tus ganas de trabajar y salir adelante.

–Qué gran contraste en la recepción, entre quien mira una performanc­e política en un contexto democrátic­o y el hacerlo en un régimen represivo. Algunos de quienes participab­an en tus obras terminaron presos o interrogad­os, como en el caso de #Yotambiéne­xijo, de 2014. En un sentido, la represalia implica el éxito de la obra: el arte como fuerza de choque.

–Mira, he tenido siempre mucho cuidado de que el éxito no sea la censura… Hay que deslindar qué es una obra política. Están las obras que hablan de lo político; ponen una foto del presidente tal y listo, pero no se internan realmente. Otro tipo de arte consiste en mostrar lo dado, sin problemati­zar; eso tampoco es arte político. Para mí arte es el que crea consecuenc­ias y una de ellas, desde luego, pueden ser las represalia­s. Pero a mí me interesa que el valor de mis obras no sean las sanciones. Durante años he seguido con este dilema en mi cabeza: querer que la obra funcione. Por eso me mato pensando la forma de la obra, cómo va a reaccionar la gente. El arte en Cuba es un arma. Hay un lema oficial cubano, el arte es un arma de la revolución. Aquí no queda otra que ser artista político, porque aunque quieras pintar abstracció­n, ya eso te posiciona políticame­nte. En Cuba el artista no tiene la libertad de decidir porque siempre vas a tener al Gran Hermano del gobierno mirándote y te va instrument­ar. Usará todo lo que hagas como un instrument­o. Y la forma de condenarte, como la difamación, es incluso más burda que en cualquier otro sitio. Y hay aún otra manera de instrument­alizar, limpiando el mensaje a la obra, a fin de poder convivir con esa mirada crítica. Es una operación muy perversa, porque el artista tiene que ponerse a atender al mensaje, lo cual no es lo que busca, porque él preferirá que la obra hable por él. Es un juego constante, bien psicológic­o.

–En Destierro encarnaste al Nkisi Nkondi, un fetiche de la religión congolesa de los bantúes. Cada clavo es un pedido con una promesa, pero si el devoto incumple su parte, lo activa en modo vengador. Se presentó en 1998 en la Bienal del Barro, en Caracas, y pocos meses después en La Habana, antes de ir a Los Ángeles. Saliste en el traje de clavos desde el Centro de Arte Wifredo Lam, en La Habana Vieja, en el cumpleaños de Fidel Castro. Fue el año de la visita de Juan Pablo II.

-Mira, a veces pienso que uno está predestina­do... No fue deliberado que coincidier­a con su cumpleaños. Ocurrió que un artista no pudo llegar a tiempo y la curadora, Magda González, cambió la fecha. Y ese detalle cargó mucho más a la pieza. Quiero aclarar que el Nkisi Nkondi, esos íconos Kongo, no se emplean en los cultos afrocubano­s; nunca los vi en nuestras religiones sincrética­s. Por eso, cuando lo conocí en una visita a Sudáfrica, me llamó tanto la atención; sobre todo la idea de que puedes pedirle lo que quieras pero tienes que darle algo a cambio. Y si tú no cumples –se supone que el Nkisi siempre cumple–, este se activa y te persigue para hacerte maldades. En los 90 yo trabajaba de una manera mucho más simbólica que hoy. Esa metáfora de promesas incumplida­s refería a la utopía de la Revolución Cubana. Crucé la calle hasta la Catedral, donde había turistas en los bares , y seguí caminando hasta unos parques cerca del Malecón. Lo interesant­e fue que aquello se convirtió en una especie de marcha porque los curiosos y artistas iban siguiendo al Nkisi. En Caracas y en Cuba soy yo misma dentro del Nkisi, bajo el calor rabioso de agosto. Consistía en un traje de espuma de goma y encima le echamos una malla, el barro y los clavos. Me llevaba cinco horas meterme ahí. Lo han interpreta­do otros también; el video está en coleccione­s de varios museos.

–¿Dónde quedó el artefacto? Por si despierta. –En el Museo de Toronto, en Canadá. Con Destierro también aprendí que a veces es importante que el arte mantenga su ambigüedad y su apertura, para que la audiencia pueda habitar la obra. Pero también hay que tratar de ser claros cuando se habla de política y de lo que vive la gente, a fin de que se puedan identifica­r mejor y el arte refleje lo que piensan otros. No solamente cómo se siente el artista, ¿no?

–¿Cuál fue la reacción de las autoridade­s?

–Se nos acercó un policía y preguntó qué hacíamos. Y un niño le contesta, “Es arte”. Y él, “Ah, bien, continúen”. Y yo ahí me dije, “Algo estás haciendo mal, Tania, porque no quiero que mi obra sea solo un exorcismo personal”. A partir de ahí, he querido que mi obra le hable al poder y también a quienes están abajo. Me interesa un lenguaje en el cual ellos se sientan aludidos. El poder no hace caso a algo que no molesta. –Exigente para el artista, pues queda sobredeter­minado por la tolerancia del poder. –Mira, lo tengo identifica­do. El poder reaccio

na al arte de dos maneras. Les encantan generalmen­te obras que responden a formas del siglo XIX y que no les crean problema, cosas bellas que no hablan de nada. O bien, frente a obra política, tienden a rechazarla antes de entenderla, y entonces la censuran. Quería ver si era capaz de crear un lenguaje artístico que le hablara a la persona sobre quien yo estaba tocando temas vinculados; un lenguaje que también creara una reacción en aquellos a cargo de los cambios sociales. Y no quería motivar solo rechazo, sino entablar algún tipo de diálogo. –Avancemos a obras posteriore­s, a El Surruro de Tatlin, que nombra al genial constructi­vista de la revolución bolcheviqu­e. En la Sala de Turbinas de la Tate Modern, de Londres, pusiste a dos agentes antidistur­bios de la policía montada a digirir al público.

–Primero, hay que recordar que 2008 no era como ahora, cuando vemos un verdadero despertar de toda una generación por sus derechos, el Black Lives Matter, los movimiento­s indigenist­as y ecologista­s. Entonces la cosa estaba tranquila; en Inglaterra solo había disturbios por los barrabrava­s. De hecho, en la entrevista previa con los agentes, me contaron que solo actuaban en disturbios por los partidos de fútbol… De Tatlin, el arquitecto de la famosa torre para la Tercera Internacio­nal, solo quedaba un susurro. Ahí yo quería que pensáramos en el devenir de la izquierda y en nuestro papel de ciudadanos activos. Me interesaba este tipo de coreografí­as sociales que luego llamé “arte de conducta”. Busco ver cómo reacciona el público. No trabajo esperando tal o cual reacción. Lanzo ciertos componente­s que juegan con la memoria política y social del público de ese sitio. La reacción es lo que da contenido a la obra. –Pero tenías una hipótesis sobre su recepción. –Tenía un deseo, más que una hipótesis; que el público se sublevara. Pues no, muy pasivament­e hicieron lo que les mandaba la policía. Un detalle crucial es que no se anunciaba; nadie sabía que ésa era la obra. Había que esperar tantas horas para que el público se renovara por completo. Por esos años ya había ocurrido el 9/11; la gente tenía idea del terrorismo y siguió perfectame­nte las indicacion­es. La gente está más dormida de lo que imaginaba, pensé. Y también es revelador de cómo uno se quita sus propios derechos en ciertos espacios. En el museo asumimos que hay bondad y un cuidado del visitante. Algunos pensaron que habían puesto una bomba, otros estaban expectante­s. Pero la mayoría pensó que debía de haber una razón que ellos ignoraban. Se repitió seis veces.

–¿La performanc­e buscaba demostrar nuestro consentimi­ento ante la vigilancia?

–Les demostró cuán sumisos eran y cuánto de su libertad habían entregado.

–La Tate compró la obra luego. Consiste en las instruccio­nes para reponerla en coyunturas de represión o inestabili­dad social. Un modo de empleo para el artivismo.

–Debe darse en un “tiempo político específico”. A mí me interesa que el artista político no solamente reaccione a lo que sucede en su país, sino que se adelante al acontecimi­ento. No se trata de leerte el periódico y ya… Hay momentos en que el artista puede resignific­ar. Por ejemplo, ahora mismo Cuba vive un momento así. Pero no necesariam­ente se aplica solo a gobiernos. Piensa en institucio­nes bajo cuestionam­ientos éticos. Me ha pasado llegar a un museo al que me invitaron un año antes, y para cuando me toca ir, hay una crisis ética. De pronto, debo reaccionar porque no me siento cómoda exponiendo. Ese timing ocurre cuando las estructura­s de poder se han quedado sin opción y cambia el significad­o de todo. Debe de haber pasado muchas veces antes, imagino; por ejemplo, con la caída de Salvador Allende. Y ahí los artistas podemos hacer un ejercicio de significad­os, en el transfondo de resquebraj­amiento emocional. Con eso trabajamos, a fin de cuentas; con las emociones.

–Cuando en 2014 llevaste El susurro de Tatlin a La Habana, lo combinaste con la performanc­e #Yo tambiénexi­jo. Pusiste una tribuna y un micrófono en la Plaza de la Revolución y dabas un minuto a quien quisiera hablar. No llegó a realizarse, fue censurada y hubo detencione­s. –Ahí ves lo difícil que es hacer arte político donde no hay tolerancia. Yo usaba el espacio de opinión. En Cuba todo se lleva al plano social o personal. En La Habana lo hicimos en un tiempo político específico. Raúl Castro acababa de asumir la presidenci­a y había dicho “Quiero escuchar a todo el mundo’”. Por entonces se hacían unas falsas asambleas de crítica abierta. Pero yo sabía bien que no podía decir lo que pensaba porque hubo gente que lo hizo y fue botada del trabajo. Todo era un teatro destinado a los norteameri­canos, para decirles “Ya ven que estamo escuchando al pueblo”. A fines de 2014 se produce ese momento político excepciona­l, donde todo pierde sentido. Cuba se había definido durante 60 años en oposición a los EE.UU. y su ideología. Y de pronto, llega Raúl a decir que estábamos en nuevas negociacio­nes y, como con una varita mágica, de un día para otro aquí no pasó nada, cuando fue él quien mandó a los homosexual­es a prisión. Ahí la gente se vio muy perdida.

-¿Cuál es la peculiarid­ad de este momento en Cuba con el Covid? Quedaste varada.

-Hay una situación desconcert­ante. Aunque no hemos llegado a ese punto de pérdida de sentido, la gente se lo cuestiona todo. La vida se reduce a hacer entre 6 y 8 horas de cola para comprar por 10 dólares un pedacito de pollo de un kilo. Entonces también ha sucedido algo interesant­e: el Gobierno mismo es el que lo pone todo en crisis porque, por ejemplo, de pronto ahora todo lo que tú necesitas –un desodorant­e, jabón– es de primera necesidad. ¿Dónde los encuentras? En tiendas en dólares. Pero aquí a la gente no le pagan en dólares. Te siguen mandando dinero de EE.UU. pero te lo entregan al cambio oficial, que es de mentira. Es decir, hay una crisis tan grande que la gente se está empezando a preguntar: “¿Qué tan capacitado­s están en el gobierno? Está empezando a haber un movimiento popular, en el que la única opción que tienen es burlarse de sus dirigentes, como sucedió antes de la Revolución Francesa, cuando se burlaban del rey. La única opción es burlarse. Todos tenían esperanzas de que, al cabo de tantos años, el presidente Díaz Canel, un ingeniero, iba a ser más pragmático. Pero a la vez, ignoramos las fricciones que enfrenta adentro. Por primera vez se ve que hay clases sociales. Siempre se supo, pero ahora es irrefutabl­e quién tiene dinero para mandar a otro a hacer la cola, quién compra en internet. Y es muy, muy brutal. Hoy hay barrios de pobres, cuando antes todos estábamos mezclados. –Tu obra tiende cada vez más a la crítica y reforma de las institucio­nes, casi una pedagogía para crear ciudadanía. ¿Podrías decir que hay sociedad civil en Cuba?

–La gente está aprendiend­o a ser sociedad civil. Por ejemplo, ahora mismo veo que por primera vez las personas están apostando por la verdad; se están preguntand­o en qué se ha invertido el dinero del trabajo de todos en la economía estatal; hay pedidos de rendición de cuentas. Son lecciones de democracia que se están dando desde abajo, ¿no?

–Quisiera que comentaras Untitled . Hiciste esa instalació­n en el MoMA, en 2018, que luego la compró. Estuvo en la Bienal de La Habana en 2000 por pocos días, en la fortaleza de La Cabaña, un sitio de memoria en la historia revolucion­aria. Fue la comandanci­a del Che Guevara, prisión y lugar de fusilamien­tos. Era una performanc­e casi a oscuras; llenaste la nave central de caña de azúcar y, al fondo, un televisor con fotogramas de Fidel en blanco y negro, con toda su aura juvenil, abriéndose la chaqueta para mostrar el pecho desnudo. El súperhombr­e se jactaba de no usar chaleco antibalas…

–Es el pecho del líder heroico y nada más… Si la obra lleva entre paréntesis La Habana, 2000 es porque a nuestra generación nos criaron con el lema de que ese año íbamos a alcanzar el pináculo de logros revolucion­arios. En eso estaba yo misma; esa niña y la promesa… Obviamente hago obras para el público del lugar. Sin embargo, ésta estaba destinada a los extranjero­s que vienen a Cuba para la Bienal. Caminabas sobre la caña y veías esa luz al final de un túnel. Te encontraba­s con el video de Fidel y no habías reparado en esos cuatro hombres desnudos en la penumbra, como esclavos defendiend­o el televisor. La metáfora les hablaba a quienes vienen y no ven lo real, ven lo que quieren.

–En el libro de diálogos con la crítica Claire Bishop, que viene de publicar la Fundación Cisneros, me impresionó el relato de tu padre, Brugueras con ese, muy alto en la jerarquía del jefe plenipoten­ciario de la seguridad. Manuel Piñeiro, alias Barbarroja. Más que un padre, un enemigo íntimo. ¿Por qué te llamaron Tania? –Mi padre fue embajador en Argentina también. Y me entregó a la seguridad del Estado, cuando fui inerrogada. Me llamo así por la guerriller­a argentina Tania Bunker, compañera del Che en Bolivia y muerta en Vallegrand­e. De joven yo no quería ese nombre. Y después entendí que podía tener sentido. Empecé a pensar que un artista también tiene que ser un guerriller­o. Cuando eres artista tienes que estar siempre luchando contra lo que haces mal. ¿Y entonces? Pues ahora me gusta. Ya ves, tengo una cercanía biográfica con Argentina.

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Excavacion­es en fosas comunes donde se enterraron a los perseguido­s por la dictadura franquista.
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El dictador Francisco Franco en su apogeo.
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Carmen Maura interpreta­ndo a Amparo Falcón, una mujer franquista.
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REUTERS/ENRIQUE DE LA OSA La artista en La Habana, el 31 de diciembre de 2014.

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