A 45 años de la muerte de Franco, España desentierra sus huesos
Entrevista con Tania Bruguera. La artivista, que pasó la cuarentena en La Habana, recorre su obra como performer desde los 90, cuenta sobre Cuba hoy y evoca a su padre, el enemigo íntimo.
Se cumplen 45 años de la muerte de Francisco Franco. ¿Quién homenajeará al generalísimo en este aniversario de su muerte? ¿A dónde le llevarán flores? La ausenciapresencia del dictador divide a los españoles que renuevan su mirada sobre el opresivo siglo XX. Hay novedades y cadáveres mal enterrados que reviven una época que nunca termina de ser revisada. Sacude de izquierda a derecha. Muchos de los familiares de las decenas de miles de víctimas del franquismo quieren conocer el destino de sus muertos.
Hace un año, los restos de Franco y los de su esposa, Carmen Polo, fueron exhumados y trasladados del Valle de los Caídos (afueras de Madrid) por orden del gobierno español. Es parte de un plan para acabar con todo vestigio de la dictadura con una ley que también protege los derechos de las víctimas. Cuando Franco murió, el 20 de noviembre de 1975, fue sepultado con todos los honores en la basílica de la abadía benedictina de ese monumento estatal, donde también se encuentran restos de miles de víctimas de ambos bandos de la histórica grieta española.
Los familiares de Franco trinan porque deben devolver la residencia de vacaciones del Pazo de Meirás que usaba Franco para sus vacaciones el 10 de diciembre. En septiembre, la magistrada de La Coruña Marta Canales sentenció que el Pazo pertenece al Estado y que la compra del 24 de mayo de 1941, con la que el dictador lo registró a su nombre, fue una “ficción” y, en consecuencia, sus herederos deben devolverla sin recibir ninguna compensación.
Corre la misma sangre en las venas de los nietos de Franco que quieren llevarse dos estatuas religiosas que representan a Abraham e Isaac, realizadas por Mateo, escultor y arquitecto del siglo XII, que, aseguran, les pertenecen. Mateo fue el artífice del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. Las estatuas están declaradas bienes de interés cultural por el Gobierno gallego, lo que obliga a los propietarios a comunicar a las autoridades cualquier traslado: “En tanto este inventario no se finalice y el juzgado no lo autorice expresamente, los propietarios no pueden retirar o trasladar ningún tipo de bien de la finca”.
La memoria no termina de despertarse. Los desaparecidos del franquismo, según la Plataforma de Víctimas de Desapariciones Forzadas por el Franquismo, fueron 140.000 personas, entre víctimas de la Guerra Civil Española y de la posterior dictadura franquista. Hay estudios académicos recientes que indican cifras superiores, aun. Según el investigador de Derecho Penal de la Universidad de Castilla-La Mancha Miguel Ángel Rodríguez Arias, España es la única democracia que no ha realizado “ninguna investigación sobre el terrorismo de Estado una vez acabada la dictadura”. La ONU ha reclamado a España que investigue tanto los crímenes del franquismo como los desaparecidos de ese periodo.
Del mismo modo que se quiere enterrar el franquismo y sus símbolos, se planea la empresa gigantesca de darles nombres a los desaparecidos y a los muertos en la larga dictadura. El secretario de Estado de Memoria Democrática, Fernando Martínez López confirmó que la intención del Gobierno es exhumar del Valle de los Caídos los cuerpos que sean reclamados por sus familiares, siempre que sea “técnicamente posible”.
Con Pedro Sánchez al frente, el gobierno impulsa una nueva norma para la “eliminación de los rastros del franquismo”. El primer paso se dio el pasado 15 de septiembre con la aprobación en el Consejo de Ministros del anteproyecto de la que será Ley de Memoria Democrática. Se encuentra pendiente de ciertos tramiteríos en el Consejo General del Poder Judicial y en el Ministerio Fiscal antes de que pueda ser aprobada por el Parlamento, la ley declarará “nulos de pleno derecho” los juicios sin garantías del franquismo. Se estima que permitirá en cuatro años recuperar de las fosas comunes unos 25.000 cadáveres de víctimas sepultadas por el régimen. Otra medida será la prohibición de las asociaciones que reciban fondos públicos “que promocionen el totalitarismo o enaltezcan figuras dictatoriales”. Esto va a afectar directamente a la Fundación Francisco Franco, por ejemplo.
Otras medidas son la supresión de todos los títulos nobiliarios relacionados con la dictadura, se van a retirar condecoraciones vinculadas al régimen, se va fundar un banco de ADN para la identificación de restos humanos todavía sin recuperar de las fosas, y se va a crear una fiscalía para proteger los derechos de las víctimas. Todo para intentar borrar las huellas del franquismo.
Por otro lado, el cine y las series también vuelven este año –una vez más– a esos años de intolerancia y violencia. La trinchera infinita es el nombre de la película sobre un hombre que pasó décadas escondido después de la Guerra Civil Española y que representará a España en la disputa por el Oscar a la mejor película extranjera. El filme dirigido por Jon Garaño se inspiró en Manuel Cortés, alcalde de la localidad malagueña de Mijas durante la Segunda República Española. El hombre vivió oculto treinta años y su vida fue relatada en el documental de 2011 30 años de oscuridad de Manuel H. Martín. Fue rodada en Higuera de la Sierra, un municipio ubicado en la sierra de Huelva y se estrenó en el Festival de Cine de San Sebastián 2019, donde ganó los premios a la mejor dirección y mejor guion.
Aquí se ha visto la miniserie Alguien tiene que morir. Aunque pobre en su realización, la ficción pone de relieve la violencia y represión que sufrían los homosexuales en esas décadas en una trama donde se destaca la dureza del personaje de Carmen Maura, una franquista pistola en mano.
Parecen demasiadas medidas para borrar lo que es imborrable y lo que, además, debería ser recordado para no repetirlo. Hay demasiado énfasis en aniquilar los rastros de la Historia, en eliminar aquello que avergüenza. Viene a la mente esa frase de cabecera que Judith Miller (hija de Jacques Lacan) tenía para explicar una lógica necesaria del psicoanálisis: “cuando se echa el síntoma por la puerta, vuelve por la ventana”.
Hay una historia en común de tragedias familiares y duelos inconclusos en la pandemia que tendrá, sin duda, sus capítulos más dramáticos en las sociedades que llevan tiempo fracturadas, como la cubana. La diáspora de artistas que comenzó en 1991, conocida por el eufemismo período especial, de crisis energética y desabastecimiento, dejó un tendal de familias apartadas; el Covid extremó esa separación. Tania Bruguera (1968) lleva años repartiéndose entre Estados Unidos y Cuba. En marzo viajó a La Habana y esperaba a su madre, de visita a otra hija en Europa, para llevársela de la isla al declararse la pandemia. Su madre tuvo un accidente de auto fatal en Italia y Bruguera quedó confinada, debido al cierre de aeropuertos.
La ciudadana Bruguera no es una disidente con megáfono privilegiado sino una artista política de gran alcance en Latinoamérica. El Malba online exhibe desde este lunes su performance Destierro (1998), junto a un programa de lecturas de la pieza y testimonios (del que tuvimos la suerte de participar, con una crónica periodística sobre esos años de torbellino en Cuba). La obra de Bruguera evolucionó desde las performances de los 90 hasta lo que ella llama “arte de conducta”, complejas piezas de acción colectiva transformadora. La curadora mexicana Lucía Sanromán, que compiló sobre Bruguera el estudio Hablándole al poder, lo define como “formas de ciudadanía insurreccional”. Bajo esa circunstancia de duelo y estupor, hablamos con Bruguera y recorrimos su obra. Ella desmiente que Cuba siga con su régimen inmutable, fuera del tiempo. –Te iniciaste en la performance con Tributo a
Ana Mendieta, de 1985.
–Sí, fue una reconstrucción de su obra, una apropiación al modo posmoderno, digamos, sobre nuestro proceso de curación como nación. Fue mi primera etapa de performer. Luego en 1994 hice el periódico Memoria de la posguerra, en el que ya no hablaba ni de mí, ni de ella, sino de nosotros. Me dije, vamos a hacer un periódico con lo que piensa todo el mundo. Ahí me censuraron. Yo era muy, muy joven… Así que como respuesta a la censura, no encontré otra solución que hacer arte performático a la manera tradicional, usando mi cuerpo. Al principio no quería trabajar con el cuerpo de otros, sobre todo por la responsabilidad de que censuren a quienes trabajan contigo. Estuve mucho tiempo sin hacer obra, hasta que pensé, “Voy a hacerme responsable en mi propio cuerpo para no implicar a los demás”. Pero ahí me di cuenta de que eso tampoco era suficiente, buscaba hablar colectivamente. Así paso de mis primeras obras, que son una especie de coreografía social, a involucrar cada vez más a los demás.
–Memoria de la posguerra trata sobre la libertad de expresión. Una de sus referencias directas era Tucumán arde, la pieza colectiva de 1968. –Bueno, hay tanto en común. Ningún gobierno se parece a otro; cada uno tiene sus particularidades y estilos, hay incluso idiosincrasias. Argentina vivió también la censura hacia el arte en la dictadura y ellos sufrieron graves consecuencias; fueron presos, asesinados, exiliados. Tucumán arde es una de las obras que viene representando más internacionalmente a Argentina en la performance; por eso es uno de los países donde mejor pueden entender de lo que hablo, aunque muchos sigan enfocados en no querer entender lo que incluso pasaron sus abuelos y quienes vivieron bajo dictadura. Debo decir que a mí, lo peor que me pasó fue que me metieran en un carro; me pidieran que bajara la cabeza y cerrara los ojos y, después de una hora de travesía, aparecí en una casa con ocho militares. Ya no es la usanza de hoy pero aquí el contexto sigue siendo violento. Hoy el gobierno de Díaz Canel busca controlar la opinión, a través de la legislación. Primero lo intentan con los cineastas, luego con los periodistas independientes y las redes sociales. Sin embargo, hay formas de matar que no son físicas; matan tus ganas de trabajar y salir adelante.
–Qué gran contraste en la recepción, entre quien mira una performance política en un contexto democrático y el hacerlo en un régimen represivo. Algunos de quienes participaban en tus obras terminaron presos o interrogados, como en el caso de #Yotambiénexijo, de 2014. En un sentido, la represalia implica el éxito de la obra: el arte como fuerza de choque.
–Mira, he tenido siempre mucho cuidado de que el éxito no sea la censura… Hay que deslindar qué es una obra política. Están las obras que hablan de lo político; ponen una foto del presidente tal y listo, pero no se internan realmente. Otro tipo de arte consiste en mostrar lo dado, sin problematizar; eso tampoco es arte político. Para mí arte es el que crea consecuencias y una de ellas, desde luego, pueden ser las represalias. Pero a mí me interesa que el valor de mis obras no sean las sanciones. Durante años he seguido con este dilema en mi cabeza: querer que la obra funcione. Por eso me mato pensando la forma de la obra, cómo va a reaccionar la gente. El arte en Cuba es un arma. Hay un lema oficial cubano, el arte es un arma de la revolución. Aquí no queda otra que ser artista político, porque aunque quieras pintar abstracción, ya eso te posiciona políticamente. En Cuba el artista no tiene la libertad de decidir porque siempre vas a tener al Gran Hermano del gobierno mirándote y te va instrumentar. Usará todo lo que hagas como un instrumento. Y la forma de condenarte, como la difamación, es incluso más burda que en cualquier otro sitio. Y hay aún otra manera de instrumentalizar, limpiando el mensaje a la obra, a fin de poder convivir con esa mirada crítica. Es una operación muy perversa, porque el artista tiene que ponerse a atender al mensaje, lo cual no es lo que busca, porque él preferirá que la obra hable por él. Es un juego constante, bien psicológico.
–En Destierro encarnaste al Nkisi Nkondi, un fetiche de la religión congolesa de los bantúes. Cada clavo es un pedido con una promesa, pero si el devoto incumple su parte, lo activa en modo vengador. Se presentó en 1998 en la Bienal del Barro, en Caracas, y pocos meses después en La Habana, antes de ir a Los Ángeles. Saliste en el traje de clavos desde el Centro de Arte Wifredo Lam, en La Habana Vieja, en el cumpleaños de Fidel Castro. Fue el año de la visita de Juan Pablo II.
-Mira, a veces pienso que uno está predestinado... No fue deliberado que coincidiera con su cumpleaños. Ocurrió que un artista no pudo llegar a tiempo y la curadora, Magda González, cambió la fecha. Y ese detalle cargó mucho más a la pieza. Quiero aclarar que el Nkisi Nkondi, esos íconos Kongo, no se emplean en los cultos afrocubanos; nunca los vi en nuestras religiones sincréticas. Por eso, cuando lo conocí en una visita a Sudáfrica, me llamó tanto la atención; sobre todo la idea de que puedes pedirle lo que quieras pero tienes que darle algo a cambio. Y si tú no cumples –se supone que el Nkisi siempre cumple–, este se activa y te persigue para hacerte maldades. En los 90 yo trabajaba de una manera mucho más simbólica que hoy. Esa metáfora de promesas incumplidas refería a la utopía de la Revolución Cubana. Crucé la calle hasta la Catedral, donde había turistas en los bares , y seguí caminando hasta unos parques cerca del Malecón. Lo interesante fue que aquello se convirtió en una especie de marcha porque los curiosos y artistas iban siguiendo al Nkisi. En Caracas y en Cuba soy yo misma dentro del Nkisi, bajo el calor rabioso de agosto. Consistía en un traje de espuma de goma y encima le echamos una malla, el barro y los clavos. Me llevaba cinco horas meterme ahí. Lo han interpretado otros también; el video está en colecciones de varios museos.
–¿Dónde quedó el artefacto? Por si despierta. –En el Museo de Toronto, en Canadá. Con Destierro también aprendí que a veces es importante que el arte mantenga su ambigüedad y su apertura, para que la audiencia pueda habitar la obra. Pero también hay que tratar de ser claros cuando se habla de política y de lo que vive la gente, a fin de que se puedan identificar mejor y el arte refleje lo que piensan otros. No solamente cómo se siente el artista, ¿no?
–¿Cuál fue la reacción de las autoridades?
–Se nos acercó un policía y preguntó qué hacíamos. Y un niño le contesta, “Es arte”. Y él, “Ah, bien, continúen”. Y yo ahí me dije, “Algo estás haciendo mal, Tania, porque no quiero que mi obra sea solo un exorcismo personal”. A partir de ahí, he querido que mi obra le hable al poder y también a quienes están abajo. Me interesa un lenguaje en el cual ellos se sientan aludidos. El poder no hace caso a algo que no molesta. –Exigente para el artista, pues queda sobredeterminado por la tolerancia del poder. –Mira, lo tengo identificado. El poder reaccio
na al arte de dos maneras. Les encantan generalmente obras que responden a formas del siglo XIX y que no les crean problema, cosas bellas que no hablan de nada. O bien, frente a obra política, tienden a rechazarla antes de entenderla, y entonces la censuran. Quería ver si era capaz de crear un lenguaje artístico que le hablara a la persona sobre quien yo estaba tocando temas vinculados; un lenguaje que también creara una reacción en aquellos a cargo de los cambios sociales. Y no quería motivar solo rechazo, sino entablar algún tipo de diálogo. –Avancemos a obras posteriores, a El Surruro de Tatlin, que nombra al genial constructivista de la revolución bolchevique. En la Sala de Turbinas de la Tate Modern, de Londres, pusiste a dos agentes antidisturbios de la policía montada a digirir al público.
–Primero, hay que recordar que 2008 no era como ahora, cuando vemos un verdadero despertar de toda una generación por sus derechos, el Black Lives Matter, los movimientos indigenistas y ecologistas. Entonces la cosa estaba tranquila; en Inglaterra solo había disturbios por los barrabravas. De hecho, en la entrevista previa con los agentes, me contaron que solo actuaban en disturbios por los partidos de fútbol… De Tatlin, el arquitecto de la famosa torre para la Tercera Internacional, solo quedaba un susurro. Ahí yo quería que pensáramos en el devenir de la izquierda y en nuestro papel de ciudadanos activos. Me interesaba este tipo de coreografías sociales que luego llamé “arte de conducta”. Busco ver cómo reacciona el público. No trabajo esperando tal o cual reacción. Lanzo ciertos componentes que juegan con la memoria política y social del público de ese sitio. La reacción es lo que da contenido a la obra. –Pero tenías una hipótesis sobre su recepción. –Tenía un deseo, más que una hipótesis; que el público se sublevara. Pues no, muy pasivamente hicieron lo que les mandaba la policía. Un detalle crucial es que no se anunciaba; nadie sabía que ésa era la obra. Había que esperar tantas horas para que el público se renovara por completo. Por esos años ya había ocurrido el 9/11; la gente tenía idea del terrorismo y siguió perfectamente las indicaciones. La gente está más dormida de lo que imaginaba, pensé. Y también es revelador de cómo uno se quita sus propios derechos en ciertos espacios. En el museo asumimos que hay bondad y un cuidado del visitante. Algunos pensaron que habían puesto una bomba, otros estaban expectantes. Pero la mayoría pensó que debía de haber una razón que ellos ignoraban. Se repitió seis veces.
–¿La performance buscaba demostrar nuestro consentimiento ante la vigilancia?
–Les demostró cuán sumisos eran y cuánto de su libertad habían entregado.
–La Tate compró la obra luego. Consiste en las instrucciones para reponerla en coyunturas de represión o inestabilidad social. Un modo de empleo para el artivismo.
–Debe darse en un “tiempo político específico”. A mí me interesa que el artista político no solamente reaccione a lo que sucede en su país, sino que se adelante al acontecimiento. No se trata de leerte el periódico y ya… Hay momentos en que el artista puede resignificar. Por ejemplo, ahora mismo Cuba vive un momento así. Pero no necesariamente se aplica solo a gobiernos. Piensa en instituciones bajo cuestionamientos éticos. Me ha pasado llegar a un museo al que me invitaron un año antes, y para cuando me toca ir, hay una crisis ética. De pronto, debo reaccionar porque no me siento cómoda exponiendo. Ese timing ocurre cuando las estructuras de poder se han quedado sin opción y cambia el significado de todo. Debe de haber pasado muchas veces antes, imagino; por ejemplo, con la caída de Salvador Allende. Y ahí los artistas podemos hacer un ejercicio de significados, en el transfondo de resquebrajamiento emocional. Con eso trabajamos, a fin de cuentas; con las emociones.
–Cuando en 2014 llevaste El susurro de Tatlin a La Habana, lo combinaste con la performance #Yo tambiénexijo. Pusiste una tribuna y un micrófono en la Plaza de la Revolución y dabas un minuto a quien quisiera hablar. No llegó a realizarse, fue censurada y hubo detenciones. –Ahí ves lo difícil que es hacer arte político donde no hay tolerancia. Yo usaba el espacio de opinión. En Cuba todo se lleva al plano social o personal. En La Habana lo hicimos en un tiempo político específico. Raúl Castro acababa de asumir la presidencia y había dicho “Quiero escuchar a todo el mundo’”. Por entonces se hacían unas falsas asambleas de crítica abierta. Pero yo sabía bien que no podía decir lo que pensaba porque hubo gente que lo hizo y fue botada del trabajo. Todo era un teatro destinado a los norteamericanos, para decirles “Ya ven que estamo escuchando al pueblo”. A fines de 2014 se produce ese momento político excepcional, donde todo pierde sentido. Cuba se había definido durante 60 años en oposición a los EE.UU. y su ideología. Y de pronto, llega Raúl a decir que estábamos en nuevas negociaciones y, como con una varita mágica, de un día para otro aquí no pasó nada, cuando fue él quien mandó a los homosexuales a prisión. Ahí la gente se vio muy perdida.
-¿Cuál es la peculiaridad de este momento en Cuba con el Covid? Quedaste varada.
-Hay una situación desconcertante. Aunque no hemos llegado a ese punto de pérdida de sentido, la gente se lo cuestiona todo. La vida se reduce a hacer entre 6 y 8 horas de cola para comprar por 10 dólares un pedacito de pollo de un kilo. Entonces también ha sucedido algo interesante: el Gobierno mismo es el que lo pone todo en crisis porque, por ejemplo, de pronto ahora todo lo que tú necesitas –un desodorante, jabón– es de primera necesidad. ¿Dónde los encuentras? En tiendas en dólares. Pero aquí a la gente no le pagan en dólares. Te siguen mandando dinero de EE.UU. pero te lo entregan al cambio oficial, que es de mentira. Es decir, hay una crisis tan grande que la gente se está empezando a preguntar: “¿Qué tan capacitados están en el gobierno? Está empezando a haber un movimiento popular, en el que la única opción que tienen es burlarse de sus dirigentes, como sucedió antes de la Revolución Francesa, cuando se burlaban del rey. La única opción es burlarse. Todos tenían esperanzas de que, al cabo de tantos años, el presidente Díaz Canel, un ingeniero, iba a ser más pragmático. Pero a la vez, ignoramos las fricciones que enfrenta adentro. Por primera vez se ve que hay clases sociales. Siempre se supo, pero ahora es irrefutable quién tiene dinero para mandar a otro a hacer la cola, quién compra en internet. Y es muy, muy brutal. Hoy hay barrios de pobres, cuando antes todos estábamos mezclados. –Tu obra tiende cada vez más a la crítica y reforma de las instituciones, casi una pedagogía para crear ciudadanía. ¿Podrías decir que hay sociedad civil en Cuba?
–La gente está aprendiendo a ser sociedad civil. Por ejemplo, ahora mismo veo que por primera vez las personas están apostando por la verdad; se están preguntando en qué se ha invertido el dinero del trabajo de todos en la economía estatal; hay pedidos de rendición de cuentas. Son lecciones de democracia que se están dando desde abajo, ¿no?
–Quisiera que comentaras Untitled . Hiciste esa instalación en el MoMA, en 2018, que luego la compró. Estuvo en la Bienal de La Habana en 2000 por pocos días, en la fortaleza de La Cabaña, un sitio de memoria en la historia revolucionaria. Fue la comandancia del Che Guevara, prisión y lugar de fusilamientos. Era una performance casi a oscuras; llenaste la nave central de caña de azúcar y, al fondo, un televisor con fotogramas de Fidel en blanco y negro, con toda su aura juvenil, abriéndose la chaqueta para mostrar el pecho desnudo. El súperhombre se jactaba de no usar chaleco antibalas…
–Es el pecho del líder heroico y nada más… Si la obra lleva entre paréntesis La Habana, 2000 es porque a nuestra generación nos criaron con el lema de que ese año íbamos a alcanzar el pináculo de logros revolucionarios. En eso estaba yo misma; esa niña y la promesa… Obviamente hago obras para el público del lugar. Sin embargo, ésta estaba destinada a los extranjeros que vienen a Cuba para la Bienal. Caminabas sobre la caña y veías esa luz al final de un túnel. Te encontrabas con el video de Fidel y no habías reparado en esos cuatro hombres desnudos en la penumbra, como esclavos defendiendo el televisor. La metáfora les hablaba a quienes vienen y no ven lo real, ven lo que quieren.
–En el libro de diálogos con la crítica Claire Bishop, que viene de publicar la Fundación Cisneros, me impresionó el relato de tu padre, Brugueras con ese, muy alto en la jerarquía del jefe plenipotenciario de la seguridad. Manuel Piñeiro, alias Barbarroja. Más que un padre, un enemigo íntimo. ¿Por qué te llamaron Tania? –Mi padre fue embajador en Argentina también. Y me entregó a la seguridad del Estado, cuando fui inerrogada. Me llamo así por la guerrillera argentina Tania Bunker, compañera del Che en Bolivia y muerta en Vallegrande. De joven yo no quería ese nombre. Y después entendí que podía tener sentido. Empecé a pensar que un artista también tiene que ser un guerrillero. Cuando eres artista tienes que estar siempre luchando contra lo que haces mal. ¿Y entonces? Pues ahora me gusta. Ya ves, tengo una cercanía biográfica con Argentina.