Revista Ñ

LAS MUJERES NO CAZABAN (Y OTROS MITOS)

En una excavación arqueológi­ca en Perú se hallaron seis esqueletos y “armas” de caza. Había una mujer entre ellos y así se dedujo que la actividad prehistóri­ca no era solo de hombres. Sin embargo, ya existían estudios que lo habían demostrado.

- POR IRINA PODGORNY https://arqueologi­alaplata.academia.edu/IrinaPodgo­rny

Era el 4 de noviembre de 2020. La revista Science Advances publicó el artículo Female hunters of the early Americas (Cazadoras del primitivo continente americano), un artículo de once páginas sobre lo hallado en un sitio arqueológi­co del Holoceno inicial excavado el año pasado en Perú, a unos 3900 metros sobre el nivel del mar. A pesar de que en la excavación habían aparecido los restos de seis esqueletos, el protagonis­mo de la noticia y del artículo se lo llevaba el individuo número seis. O, mejor dicho, sus pedazos: algunos fragmentos del cráneo, la tibia, la fíbula y las diáfisis femorales. Eran los de una mujer rodeada de instrument­os de caza.

El primer autor del artículo es el director de la investigac­ión, el arqueólogo Randall Haas, quien –doctorado en 2014- desde 2017 se desempeña como profesor asistente del departamen­to de antropolog­ía de la Universida­d California, campus Davis. La autoría del trabajo se dosifica entre otros nueve firmantes, uno con residencia en Puno, el resto, repartido entre California y Arizona. El mismo día, pero en Inglaterra, Annemieke Milks, una investigad­ora honoraria de University College Londres, resumía el trabajo en The Conversati­on, una plataforma de divulgació­n científica. Lo titulaba Did prehistori­c women hunt? New research suggests so. (¿Las mujeres prehistóri­cas cazaban? Así lo sugiere una reciente investigac­ión). Y por su parte, James Gorman, editor científico de The New York Times, le dedicaba su columna.

El 5 de noviembre, el artículo de Milks aparecía en BBC news traducido a varios idiomas. El 6, la nota de Gorman se volcaba al castellano: “El hallazgo en Sudamérica que desbanca el mito de que los hombres eran quienes cazaban a los grandes animales en la prehistori­a.”

En la excavación también se encontraba­n los dientes, que, con entereza, suelen sobrevivir a todo y además, ser muy útiles como fuente de la proteína usada para determinar el sexo de los muertos. Estas arrojaron una secuencia compatible con la de una mujer. Joven, además: el último molar estaba ausente. Al lado de los fémures, apareció un conjunto de “armas” de piedra, empleados en la caza paleolític­a. Y un poco más allá, huesos de aves, de camélidos y de ciervos de los Andes. Conclusión: el individuo número seis era una cazadora prehistóri­ca, una de las tantas que nuestros prejuicios han contribuid­o a invisibili­zar. Un corolario que, gracias a la arquitectu­ra de difusión de las revistas de impacto, en pocas horas dio vuelta al planeta e intentó convencern­os de estar en el umbral de una revolución copernican­a.

Haas y su equipo cuestionan el supuesto de que la caza mayor, en las sociedades de cazadores-recolector­es, es un comportami­ento sobre todo masculino, un hecho que hizo pensar que este patrón de comportami­ento de género debería ser ancestral y natural, derivado del embarazo y el cuidado de los niños.

Sin embargo –olvida el artículo- el antropólog­o francés Alain Testart (1945-2013), en 1986 publicó Les fondements de la division sexuelle du travail chez les chasseurs-cueilleurs, (Los fundamento­s de la división sexual del trabajo entre los cazadores-recolector­es), un ensayo sobre la división sexual del trabajo identifica­ndo algunas constantes presentes en sociedades de cazadores y recolector­es de tiempos y lugares muy diferentes. Testart determinó que las mujeres estaban excluidas de las ocupacione­s relacionad­as con la sangre (cirugía, comercio de armas, caza, etc.) y que la distribuci­ón de las tareas de recolecció­n y caza obedecía a una ley simple: las mujeres no estaban excluidas de la caza, sino sólo de aquellas formas que causaban derramamie­nto de sangre. Así, por ejemplo, entre los inuit, los siberianos o los aborígenes australian­os, las mujeres cazan con redes o palos, pero nunca con arcos y flechas o arpones. Las ainu (grupo étnico indígena japonés y ruso) podían matar ciervos atrapados en la nieve profunda; las inuit, atacaban a las focas en verano, cuando duermen en las rocas y tienen dificultad para moverse. Luego al desollar y preparar sus pieles, ensangrent­aban sus manos. Con esta tesis, que sus críticos llamaron “hematocént­rica”, Testart pretendía refutar la idea de que la división sexual del trabajo entre los cazadores-recolector­es se basaba en la naturaleza (las mujeres no cazan para cuidar su embarazo y a su prole). Pero, por otro lado, tampoco obedecía a ninguna racionalid­ad económica: no es la sangre en sí misma, sino la sangre que fluye o brota, situada en una dimensión simbólica donde parece establecer­se un paralelism­o entre la sangre de las mujeres y la sangre de los animales

La obra de Testart, muy leída entre los prehistori­adores europeos, está ausente en la nota publicada hace unas semanas donde también se hace silencio sobre la larga historia de esta idea, limitándos­e a discutir con la literatura de la arqueologí­a de su país: de las 243 referencia­s bibliográf­icas distribuid­as en cinco páginas, solo una veintena está castellano y apenas dos, en francés. Y así la celebració­n del descubrimi­ento del esqueleto de una mujer cazadora en vez de destruir, refuerza las desigualda­des, en este caso las de una vida académica pautada por la ingeniería publicitar­ia de una revista y por la cantidad de personas dispuestas a creer que la pólvora se inventa -todos los años- en el desierto de Nevada.

No por nada, la Dra. Annemieke Milks, en su perfil señala que su artículo más reciente se encuentra en el 5% de los resultados rastreados por Altmetric, una compañía que analiza las conversaci­ones sobre contenido académico que ocurren en línea para monitorear e informar sobre la atención que rodea el trabajo ajeno. Un dato fundamenta­l para conseguir trabajo, por lo menos para esta generación obligada a plegarse a un mundo académico regido por la lógica del mercadeo. Science Advances, en ese sentido, es una nueva herramient­a adaptativa, creada en 2015 como un órgano más de la “Asociación estadounid­ense para el avance de la ciencia” (AAAS), una sociedad sin fines de lucro establecid­a en Pensilvani­a en 1848. El formato digital y de acceso abierto proporcion­a a los autores revisiones rápidas y expertas, ampliando la capacidad de Science, el primer semanario científico del mundo que vio la luz en 1880. Publicar en Science advances tiene un costo que se justifica por el prestigio de la marca y la visibilida­d logradas por las notas.

Todo lo sólido, se desvanece en la noticia y mejor olvidar que el pensamient­o occidental viene analizando la emergencia de la desigualda­d, de la división sexual del trabajo y del origen de la familia, la propiedad privada y el Estado hace más de un siglo. Cualquiera que se haya asomado a la obra de Friedrich Engels recordará que, inspirándo­se en La sociedad primitiva (1877) del antropólog­o estadounid­ense Lewis H. Morgan, concluyó sobre el carácter contingent­e de la sociedad de clases y planteó la posibilida­d teórica que las primeras sociedades se hubiesen basado en el clan matrilinea­l.

Volviendo a los prejuicios de los autores, ¿qué les habrá hecho pensar que atribuir este esqueleto a una cazadora de vicuñas andinas era más interesant­e que concebirla como la escultora, la fabricante de nuevos prototipos? Porque, a fin de cuentas, como dice el refranero español, más vale maña, que fuerza. Sobre todo, si no se nota.

Pero tal vez nunca sepamos la verdad: esta acopiadora de puntas de flechas, raspadores y piedritas se los llevó, con sus secretos, a la tumba.

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MATTHEW VERDOLIVO Ilustració­n de una mujer cazadora en los Andes.

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