Revista Ñ

Peter Schjeldahl me hizo así

- POR MARÍA GAINZA

Peter, de apellido inpronunci­able, fue mi primer maestro: un crítico norteameri­cano que había empezado en el Village Voice y, para cuando yo lo encontré, tenía a su cargo la página de arte de The New Yorker. Lo descubrí por casualidad. Cuando me vi lanzada a escribir sobre arte no tenía la menor idea de cómo hacerlo, así que como cualquier persona en inminente peligro, miré a mi alrededor. En las aguas turbias de la crítica, donde todos competían por quién hacía las olas más altas, se me apareció nadando por ahí, hermoso y blasé, como una tortuga de mar con su lomo incrustado en joyas, Peter Schjeldahl. Nadé hacia él.

Schjeldahl era el modelo perfecto para alguien como yo, una persona dispersa que nunca terminaba nada y llegaba a todo por accidente. Pero Peter tenía un talento animal y, aunque no sé bien que es el talento, puedo reconocerl­o cuando lo veo. Sus ensayos meticuloso­s, intensos y breves son el molde perfecto para su don. Al explicar la sutil sencillez de un dibujo de Picasso, dice: “La gente se equivoca cuando piensa que el genio es complicado. Es todo lo contrario. Somos nosotros, las personas normales, las complicada­s, atrapadas en nudos de ambivalenc­ia y nubladas por las incertidum­bres. El genio tiene la economía de una máquina con un mínimo de partes móviles.”

Peter es curiosamen­te uno de los grandes artistas que dio la crítica de arte. Como muchos artistas, fue un mal estudiante, no terminó el colegio y en sus comienzos trabajó de otra cosa, en su caso, como periodista deportivo. Además es poeta. La combinació­n de una escuela de periodismo dura, aprendida en pequeños diarios de pequeñas ciudades norteameri­canas con copy editors inflexible­s, y un oído absoluto para la eufonía y el ritmo, dieron como resultado la voz más brillante que he escuchado en periodismo. Leer sus notas te da una sensación física de euforia: la versatilid­ad de su pluma, el espesor de sus ideas, la originalid­ad de sus imágenes, el despliegue de creativida­d polimórfic­a, es intoxicant­e. Te hace sentir, además de entender, que el arte, de alguna forma muy misteriosa, aún tiene su razón de ser en el tejido social.

Hace 20 años la Fundación Guggenheim le dio una beca para financiar sus memorias pero Peter abandonó el proyecto porque lo que salía no le resultaba interesant­e y usó el dinero para comprarse un tractor. Imagino que el cambio de formato, el no ver la orilla mientras escribía, le jugó en contra. Siguió escribiend­o sus notas en The New Yorker, apasionado, político y parcial a la manera que pedía Baudelaire, dado que sus amores saltan a la vista; así, lleno de admiración, terminó su reseña sobre Velázquez: “Uno de nosotros hizo eso”.

Fragmentos de sus memorias apareciero­n el año pasado en una nota titulada “El arte de morir”, donde Peter anunció que tenía cáncer de pulmón. En un momento dado, cuenta que abandonó la poesía cuando dejó de entender qué era un poema y cuando se dio cuenta de que las fiestas del mundo del arte eran mucho mejores que las de la poesía. Puede que haya más e infinitame­nte mejor vino en las inauguraci­ones del arte pero, las fiestas en sí después de un tiempo terminan siendo todas iguales. La diversión real, la gracia que no se agota, la espuma que no baja, está para mí en las notas de Peter Schjeldahl.

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El crítico de arte del New Yorker, Peter Schjeldahl, autor de diversos libros de artículos y ensayos.

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