EL RELATO VISUAL DE UNA IDENTIDAD
Con medios tecnológicos y artesanales, Carola Beltrame evoca en el Hotel de Inmigrantes fragmentos de una historia íntima y a la vez colectiva.
La memoria se ha convertido ya en un género en sí mismo. Es un tipo de lenguaje que enmarca un conjunto de manifestaciones escritas, orales o visuales que cumple una expresa función social y que favorece la construcción de un imaginario reconocible. Desde hace décadas, esta gramática de la memoria se ha convertido en la Argentina en un dialecto particular, que reconoce una tradición y una continuidad.
La obra de Carlota Beltrame, artista tucumana de trayectoria en su región pero que muestra por primera vez sus obras en Buenos Aires, se reconoce en esa tradición, incorporando algunos elementos poéticos que, en algunos casos, le permite superar la literalidad del mensaje político y ganar en fuerza expresiva.
Las obras que se puede ver estos días en el Centro de Arte Contemporáneo Muntref , sede Hotel de Inmigrantes, con curaduría de Julio Sánchez Baroni y reunidas bajo el título Memoria Colectiva, no pueden haber encontrado un espacio más apropiado de exposición. Los amplísimos espacios, el gran tamaño de las salas, la historia del edificio y el desgaste de sus escaleras de mármol conjugan muy precisamente con el espíritu de la muestra de Beltrame, actuando casi como un subrayado al guión diseñado por el curador.
Apenas traspasa la puerta de la sala, el espectador se encuentra frente a una obra de gran dimensión que pende del alto techo de la sala. Se trata de un textil, bautizado como “El calor de la barbarie”, que tiene treinta metros cuadrados de superficie y que, dispuesto como está, toma la forma de una enorme escultura. Es, en realidad, un baetón, un tejido característico de la provincia de Santiago del Estero, muy colorido y de gran textura y fortaleza que, en este caso, une el trabajo artesanal de cuatro tejedoras, lo que le da a la pieza una superposición de tramas y colores, de brillos y de opacidades, que se acentúan con las luces dispuestas sobre ella, dejando pasar haces de luz de diferentes colores que llegan hasta el piso. La decisión de colgar el tejido es decididamente un acierto visual. La pieza gana en volumen, puede verse en toda su complejidad y abre la imaginación del visitante.
Debajo del baetón, y a un costado, hay una pequeña pieza que llama la atención. En la lógica evocativa que Beltrame plantea en general en su cuerpo de obra y en esta exposición, la idea del tiempo es central. El transcurrir del tiempo, lo que se evoca, lo que se pierde y lo que se recuerda están entrelazados en sus trabajos y se expresan de diferentes formas y mediante distintos soportes y materiales. En la obra “Los tiempos idos”, de 2019, la artista retoma un material que ya había trabajado, pero lo hace resignificando su componente emocional. En sus trabajos en piedra anteriores, Beltrame se centró en la representación de elementos ligados a la violencia policial, cachiporras y pistolas. En “Los tiempos idos” usa el mismo material, pero en una búsqueda más intimista o más doméstica. Un pequeño muñeco de Astroboy tiene sus réplicas en rodocrosita, granito de Brasil y crisocola peruana. Dispuestos sobre una base de acrílico transparente y cruzados por hilos de luces LED, los cuatro superhéroes, con sus brazos abiertos, apelan la curiosidad del visitante y a su biografía.
Tal vez el elemento más constante en la obra de Beltrame sea la luz. Ha explorado este recurso de diferentes maneras, iluminando pequeñas piezas representando mapas de su provincia, disponiéndolas sobre una pared, o jugando con fragmentos textuales de obras clásicas.
Dada la naturaleza de Memoria Colectiva, dentro de las obras lumínicas de la artista, la que más se ajusta al diseño curatorial es sin dudas “Tránsito pesado”, un trabajo de una gran impresión visual y tamaño. Se trata de una serie de baldosas de vidrio, reversionando las clásicas “vainillas” de las veredas, montadas sobre una estructura de madera e iluminadas desde abajo. Con una longitud de ocho metros y dispuesta en diagonal en la sala, la obra domina el espacio y se impone como el trabajo principal de la muestra. En una sala con luces atenuadas, el resplandor que sale del piso marca una línea recta que se proyecta y guía al visitante en el recorrido. Este trayecto es claramente evocativo: las veredas representan muchas cosas: la exterioridad, los primeros pasos dubitativos, los juegos infantiles, la reunión y la manifestación política.
La condición urbana, que también habla de las modificaciones del tiempo y de las biografías, es traída por Beltrame al centro de la escena y complementada por otra obra, una instalación sonora, que en conjunto representan la apuesta más interesante de la exposición. Mientras recorre la línea lumínica de baldosas –y también en otros puntos de la muestra– el espectador va activando unos sensores que disparan un haz de luz directo, enfocado, exacto, que lo hace detener. Inmediatamente surge un sonido ambiente. Al principio cuesta distinguir, pero con un poco de atención todo se aclara. Son sonidos de la cotidianeidad histórica argentina. Cantos de pájaros, voces de niños jugando, la marcha peronista sonando en loop, elementos que sorprenden al visitante llevándolo a otro tiempo y reuniéndolo con otros en la memoria.
Los materiales son también parte del interés evocativo y de recreación de la memoria y de la identidad. La utilización de la randa, una forma ancestral de tejido que proviene de tradición española y que se mantiene en Tucumán, es una manera de reafirmación tanto del trabajo artesanal como de la construcción identitaria.
La exposición de Carlota Beltrame juega permanentemente con dos vectores: el tiempo y el encuentro con otros, como queriendo indicar que es en ese entrecruzamiento donde surge la memoria colectiva que quiere mostrar. La muestra transita dos andariveles muy claros y en tensión, el de la intimidad y el del mundo público. Las obras acompañan este temperamento dual con presencias a veces obvias y directas y otras, más simbólicas, íntimas y alegóricas.