La memoria como ficción y montaje
Como parte de la Competencia Internacional, Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera, es el único estreno mundial que ofrece el festival en esta ocasión. Es una apuesta justa y de riesgo, ya que el filme de Prividera es prodigioso al transmitir cómo toda memoria, personal e histórica, nace de una operación de montaje. La elección de episodios, su concatenación y los énfasis pertenecen al deseo y quizás a la conveniencia, pero toda memoria tiene agujeros y fallas. La máxima constatación de la contingencia y la precariedad de la memoria pueden revelarse al observar el deterioro cognitivo de un ser querido.
Esto es lo que le sucede al propio Prividera, cuyo padre Héctor padece de Alzheimer, situación que radicaliza visceralmente el interés por el cineasta en pensar (y filmar) la relación entre el presente y el pasado, que en su caso no está disociado de las tramas históricas y políticas de la Argentina, como ya se advertía en M y en Tierra de los padres. Es que para un hijo cuya madre fue desaparecida, la historia es siempre Historia, y el Alzheimer, una metáfora de una tentación colectiva: una caída en el olvido, una sigilosa expresión de la indiferencia.
–En M, su madre era la obligada protagonista ausente, y todo el filme trabajaba sobre su desaparición. Su hermano estaba presente, no así su padre. Adiós a la memoria tiene a su padre como protagonista y su hermano apenas es un fantasma de la infancia. ¿Ve usted Adiós a la memoria como un contracampo de aquel filme inicial? –Sí, era claro que iba que ser una suerte de “lado B” de esa película inicial, pero no en cuanto a ser dependiente de ella o de menor valor, sino literalmente como una contracara. En M, mi madre era una ausencia que obligaba a bucear en todo lo que la rodeaba, y aquí esa ausencia se replica en la pérdida de memoria de mi padre, que la película también toma como punto de partida para hablar de otras memorias y olvidos. Ambas películas (y también la intermedia, Tierra de los padres) son variaciones sobre el mismo tema: la relación entre pasado y presente. El modo en que a veces habitamos el presente como espectros del pasado.
–En esta ocasión, usted aparece asumiendo una operación de enunciación extraña en la que se refiere a sí mismo en tercera persona. ¿Por qué eligió esa modalidad?
–Por un lado, hubo decisiones formales que tuvieron que ver naturalmente con esa asumida contracara que mencionaba antes: si en M estaba mi presencia corporal pero no había uso de voz en off, aquí debía suceder lo contrario. La voz está en primer plano y el cuerpo fuera de campo, en esa tierra de nadie entre pasado y presente. Pero esto no era suficiente para desprenderme del típico “documental en primera persona”, en el cual el mundo solo parece existir para que un yo lo nombre, y del que ya había buscado escapar en M. Aquí ese desvío era más difícil, porque todo en el material conducía al prototípico uso que se suele hacer de las películas familiares, incluido el cine de ficción: la reconstrucción nostálgica del pasado. Por eso elegí la tercera persona, que no solo es más pudorosa sino que busca ese efecto de extrañamiento. Porque es obvio que es “el hijo” quien habla del padre, quien construye su propia película a partir de esas viejas imágenes.
–La memoria es siempre una operación de montaje. ¿Cuál fue aquí la relación de todos los fragmentos dispersos que adquieren una tenue unidad?
–Digamos que fue una “falsa” asociación libre, a partir de las libretas de mi padre que se ven en la película, donde él anotaba compulsivamente los nombres y cosas que iba olvidando. Ahí había una suerte de guión en bruto, frente al que tenía dos opciones: reproducir la forma en que esa conciencia se iba perdiendo (y hacer una película que de algún modo se fuera deshaciendo en el proceso), o bien darle una forma propia asociando los elementos que me permitieran darles algún sentido, aunque sin dejar de asumir que toda trama es hipotética. En esto también se asemeja a M, aunque en este caso se trata de una forma más ensayística, en una tradición markeriana que espero no deshonrar. –Al igual que en Tierra de los padres, la cita es aquí un legítimo recurso. Tres figuras sobresalen: Borges, Gramsci y Dumas, y en un segundo plano otros autores, la mayoría de ellos franceses. ¿A qué se debe esta predilección por una tradición?
–Más que en citas, ya que me sueña irremediablemente posmoderno, prefiero pensar en términos de “fragmentos”, como hablábamos antes. Porque no se trata de meras citas estéticas o de autoridad, sino de incrustaciones que al ser puestas en relación mediante el montaje (se trate de textos, películas, objetos, etc) producen, espero, sentidos nuevos e inesperados. Sería una tradición benjaminiana, en todo caso. En cuanto a los nombres franceses, espero que no se entienda como una rendición a esa vieja debilidad argentina por París, sino al lugar simbólico que va tomando ese imaginario a lo largo de la película (de los Lumière a Casablanca). Porque esas figuras mencionadas llegan hasta Blanqui, el gran preso político del siglo XIX, del que el conde de Montecristo de Dumas podría ser su contracara (en tanto no logra escapar mentalmente de su prisión). Muchos de esos nombres están en las libretas de mi padre (y antes en su biblioteca), y permiten pensar distintas formas del “encierro”, que es otro de los temas de la película.