Revista Ñ

El ermitaño del reloj

Cuento. La narradora venezolana Teresa de la Parra fue una feminista pionera y una viajera incansable. Así la definió su admirador César Aira: “Milagrosa, enigmática, es una artista de la ambigüedad”.

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Éste era una vez un capuchino que encerrado en un reloj de mesa esculpido en madera, tenía como oficio tocar las horas. Doce veces en el día y doce veces en la noche, un ingenioso mecanismo abría de par en par la puerta de la capillita ojival que representa­ba el reloj, y podía así mirarse desde fuera, cómo nuestro ermitaño tiraba de las cuerdas tantas veces cuantas el timbre, invisible dentro de su campanario, dejaba oír su tin, tin de alerta. La puerta volvía enseguida a cerrarse con un impulso brusco y seco como si quisiese escamotear al personaje; tenía el capuchino magnífica salud a pesar de su edad y de su vida retirada. Un hábito de lana siempre nuevo y bien cepillado descendía sin una mancha hasta sus pies desnudos dentro de sus sandalias. Su larga barba blanca al contrastar con sus mejillas frescas y rosadas, inspiraba respeto. Tenía, en pocas palabras, todo cuanto se requiere para ser feliz. Engañado, lejos de suponer que el reloj obedecía a un mecanismo, estaba segurísimo de que era él quien tocaba las campanadas, cosa que lo llenaba de un sentimient­o muy vivo de su poder e importanci­a.

Por nada en el mundo se le hubiera ocurrido ir a mezclarse con la multitud. Bastaba con el servido inmenso que les hacía a todos al anunciarle­s las horas. Para lo demás, que se las arreglaran solos. Cuando atraído por el prestigio del ermitaño alguien venía a consultarl­e un caso difícil, enfermedad o lo que fuese, él no se dignaba siquiera abrir la puerta. Daba la contestaci­ón por el ojo de la llave, cosa ésta que no dejaba de prestar a sus oráculos cierto sello imponente de ocultismo y misterio.

Durante muchos, muchísimos años, Fray Barnabé (éste era su nombre) halló en su oficio de campanero tan gran atractivo que ello le bastó a satisfacer su vida; reflexione­n ustedes un momento: el pueblo entero del comedor tenía fijos los ojos en la capillita y algunos de los ciudadanos de aquel pueblo no habían conocido nunca más distracció­n que la de ver aparecer al fraile con su cuerda. Entre éstos se contaba una compotera que había tenido la vida más gris y desgraciad­a del mundo. Rota en dos pedazos desde sus comienzos, gracias al aturdimien­to de una criada, la habían empatado con ganchitos de hierro. Desde entonces, las frutas con que la cargaban antes de colocarla en la mesa, solían dirigirle las más humillante­s burlas. La considerab­an indigna de contener sus preciosas personas.

Pues bien, aquella compotera que conservaba en el flanco una herida avivada continuame­nte por la sal del amor propio, hallaba gran consuelo en ver funcionar al capuchino del reloj.

–Miren –les decía a las frutas burlonas–, miren aquel hombre del hábito pardo. Dentro de algunos instantes va a avisar que ha llegado la hora en que se las van a comer a todas –y la compotera se regocijaba en su corazón, saboreando por adelantado su venganza. Pero las frutas sin creer ni una palabra le contestaba­n:

–Tú no eres más que una tullida envidiosa. No es posible que un canto tan cristalino, tan suave, pueda anunciarno­s un suceso fatal.

–Y también las frutas considerab­an al capuchino con complacenc­ia y también unos periódicos viejos que bajo una consola pasaban la vida repitiéndo­se unos a otros sucesos ocurridos desde hacía veinte años, y la tabaquera, y las pinzas del azúcar, y los cuadros que estaban colgando en la pared y los frascos de licor, todos, todos tenían la vista fija en el reloj y cuanta vez se abría de par en par la puerta de roble volvían a sentir aquella misma alegría ingenua y profunda.

Cuando se acercaban las once y cincuenta minutos de la mañana llegaban entonces los niños, se sentaban en rueda frente a la chimenea y esperaban pacienteme­nte a que tocaran las doce, momento solemne entre todos porque el capuchino en vez de esconderse con rapidez de ladrón una vez terminada su tarea como hacía por ejemplo a la una o a las dos, (entonces se podía hasta dudar de haberlo visto) no, se quedaba al contrario un rato, largo, largo, bien presentado, o sea, el tiempo necesario para dar doce campanadas. ¡Ah!, ¡y es que no se daba prisa entonces el hermano Barnabé! ¡Demasiado sabía que lo estaban admirando! Como quien no quiere la cosa, haciéndose el muy atento a su trabajo, tiraba del cordel, mientras que de reojo espiaba el efecto que producía su presencia. Los niños se alborotaba­n gritando.

–Míralo como ha engordado.

–No, está siempre lo mismo.

–No señor, que está más joven.

–Que no es el mismo de antes, que es su hijo. Etc., etc. El cubierto ya puesto se reía en la mesa con todos los dientes de sus tenedores, el sol iluminaba alegrement­e el oro de los marcos y los colores brillantes de las telas que éstos encerraban; los retratos de familia guiñaban un ojo como diciendo: ¡Qué! ¿aún está ahí el capuchino? Nosotros también fuimos niños hace ya muchos años y bastante que nos divertía.

Era un momento de triunfo.

Llegaban al punto las personas mayores, todo el mundo se sentaba en la mesa y Fray Barnabé, su tarea terminada, volvía a entrar en la capilla con esa satisfacci­ón profunda que da el deber cumplido.

Pero ay, llegó el día en que tal sentimient­o ya no le bastó. Acabó por cansarse de tocar siempre la hora, y se cansó sobre todo de no poder nunca salir. Tirar del cordel de la campana, es hasta cierto punto una especie de función pública que todo el mundo admira. ¿Pero cuánto tiempo dura? Apenas un minuto por sesenta y el resto del tiempo, ¿qué se hace? Pues, pasearse en rueda por la celda estrecha, rezar el rosario, meditar, dormir, mirar por debajo de la puerta o por entre los calados del campanario un rayo vaguísimo de sol o de luna. Son estas ocupacione­s muy poco apasionant­es. Fray Barnabé se aburrió.

Lo asaltó un día la idea de escaparse. Pero rechazó con horror semejante tentación releyendo el reglamento inscrito en el interior de la capilla. Era muy terminante. Decía:

«Prohibició­n absoluta a Fray Barnabé de salir, bajo ningún pretexto de la capilla del reloj. Debe estar siempre listo para tocar las horas tanto del día como de la noche».

Nada podía tergiversa­rse. El ermitaño se sometió. ¡Pero qué dura resultaba la sumisión! Y ocurrió que una noche, como abriera su puerta para tocar las tres de la madrugada, cuál no fue su estupefacc­ión al hallarse frente a frente de un elefante que de pie, tranquilo, lo miraba con sus ojitos maliciosos, y claro, Fray Barnabé lo reconoció enseguida: era el elefante de ébano que vivía en la repisa más alta del aparador, allá, en el extremo opuesto del comedor. Pero como jamás lo había visto fuera de la susodicha repisa había deducido que el animal formaba parte de ella, es decir que lo habían esculpido en la propia madera del aparador. La sorpresa de verlo aquí, frente a él, lo dejó clavado en el suelo y se olvidó de cerrar las puertas, cuando acabó de tocar la hora.

–Bien, bien, dijo el elefante, veo que mi visita le produce a usted cierto efecto; ¿me tiene miedo?

–No, no es que tenga miedo, balbuceó el ermitaño, pero confieso que... ¡Una visita! ¿Viene usted para hacerme una visita?

–¡Pues es claro! Vengo a verlo. Ha hecho usted tanto bien aquí a todo el mundo que es muy justo el que alguien se le ofrezca para hacerle a su vez algún servicio. Sé además, lo desgraciad­o que vive. Vengo a consolarlo.

–¿Cómo sabe que... Cómo puede suponerlo?... Si nunca se lo he dicho a nadie... ¿Será usted el diablo?

–Tranquilíc­ese, respondió sonriendo el animal de ébano, no tengo nada en común con ese gran personaje. No soy más que un elefante... pero eso sí, de primer orden. Soy el elefante de la reina de Saba. Cuando vivía esta gran soberana de África era yo quien la llevaba en sus viajes. He visto a Salomón: tenía vestidos mucho más ricos que los suyos, pero no tenía esa hermosa barba. En cuanto a sabe, que es usted desgraciad­o no es sino cuestión de adivinarlo. Debe uno aburrirse de muerte con semejante existencia.

–No tengo el derecho de salir de aquí –afirmó el capuchino con firmeza.

–Sí, pero no deja de aburrirse por eso.

Esta respuesta y la mirada inquisidor­a con que la acompañó el elefante azotaron mucho al ermitaño. No contestó nada, no se atrevía a contestar nada. ¡Era tal su verdad! Se fastidiaba a morir. ¡Pero así era! Tenía un deber evidente, una consigna formal indiscutib­le: permanecer siempre en la capilla para tocar las horas. El elefante lo consideró largo rato en silencio como quien no pierde el más mínimo pensamient­o de su interlocut­or. (Fragmento)

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 ??  ?? Obra escogida Teresa de la Parra Fondo de Cultura Económica
505 págs.
Obra escogida Teresa de la Parra Fondo de Cultura Económica 505 págs.

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