Memoria, en un vívido contrapunto
Dos documentales. Con imágenes inéditas de archivo y más de 80 testimonios, El desafío: ETA narra el triunfo militar del estado. En El final del silencio, perpetradores y familiares de las víctimas procuran quebrar el tabú.
El dron planea sobre los bosques del País Vasco, en los valles donde se ciernen las nubes, buscando en el verdor la vibración espiritual que motivó la lucha separatista. Esa visión romántica del terruño, que siempre ha matizado a los nacionalismos europeos y que pauta los ocho capítulos de El desafío: ETA, aquí proclama la victoria militar del estado español. ¿Cómo narrar la lucha de un Estado contra un grupo que le disputa el territorio? ¿Un película de guerra, un thriller político? Esta serie tiene de ambos y no evita la gramática de la cronología de cada golpe, con los puntos ciegos y las omisiones de su declarado punto de vista.
Es llamativo, tal vez singularidad de una España que no se distingue por sus políticas de memoria, que las plataformas audiovisuales hayan declarado 2020 el año del deshielo vasco. No fue hasta 2018 que la banda separatista pronunció, con dos audios, las palabras que le exigía Madrid, ausentes en su rendición de 2011. Quizá fue ese hecho lo que desencadenó las producciones, estrenadas al unísono. A fines de octubre el documental El Desafío: ETA, una producción de Amazon Prime Video accesible en Argentina, se convirtió en el quinto programa sobre el grupo vasco estrenado en España. Cada uno narra ángulos desatendidos en la famosa sentencia a “4800 años de cárcel” que cayó sobre un etarra. , y en las lápidas.
Con dirección de Hugo Stuven, la primera es adaptación de Historia de un desafío, memorias del coronel de la Guardia Civil Manuel Sánchez Corbí. La serie reconstruye la contraépica del Estado y el arco que va desde la original célula vasca de resistencia al franquismo, con la primera víctima azarosa, el vigilante Pardines, en 1968, hasta el devenir demencial de ETA en los 90, cuando el País Vasco ya tenía su nombre propio y pacto autonómico, y la democracia española se había consolidado.
La derrota de ETA no podía contarse sin esa profusión de uniformados, dado que la Guardia Civil tuvo el doble protagonismo como las principales víctimas, antes de que ETA pasara a blancos políticos y civiles, y como brazo del Ejecutivo, que también afronta la cámara. En El Desafío constan los testimonios de los ex presidentes de Gobierno que tuvieron con ETA sus horas trágicas. Felipe González (al frente de España cuando se conoció el escándalo del grupo de tareas paraestatal GAL), José María Aznar (que se aprovechó de la demonización de ETA con fines electorales y fue castigado por el voto), José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, que condujeron los acuerdos de San Sebastián. También desfilan ex Lehendakaris vascos y ex militantes y convictos de ETA, algunos arrepentidos y otros que han shockeado a la audiencia. Así, lo que componen no es un coro afinado sino el cuadro de vencedores, vencidos, víctimas y deudos.
El segundo documental se pregunta, por el contrario, qué forma tuvo el mundo para el tendal de huérfanos. Pero también se esfuerza por extraer alguna esperanza partir del trauma. ETA, el final del silencio, una producción de Movistar+ accesible en plataformas gratuitas y que se estrenará aquí en el próximo semestre, pone en escena al individuo más allá de esa entidad problemática llamada pueblo. Ofrece el lado biográfico de la cosa pública y, sin apelar nunca a la voz en off, alcanza una desarmante dimensión intimista en sus conversaciones no guionadas, de una autenticidad tan sorprendente que hace desaparecer la cámara.
Dirigida por Jon Sistiaga y Alfonso Cortés-Cavanilla, El final del silencio aproxima la Historia a través de la primera persona, casi trabajando para futuros historiadores, en el afán de que sus perspectivas no se pierdan ni queden aplanadas por estereotipos. No pretende zanjar lo irreconciliable; asume, como en el final de Romeo y Julieta, que “Todos hemos sido castigados”. Pero busca en puntas de pie la zona que permita avanzar hacia una convivencia que no se base en el olvido ni en la guerra informativa.
En su tercer capítulo, que narra el secuestro y asesinato del joven concejal Miguel Ángel Blanco, probablemente la acción que dio el vuelco unánime de toda España y el País Vasco contra ETA, uno de los protagonistas subraya que que el 67 % de los estudiantes vascos desconocen ese episodio dramático de la vida democrática española. El mismo contará, ante una clase de alumnos, cómo ha sido el proceso de Justicia restaurativa, emprendido a partir de 2012 en la prisión de Nanclares, donde muchos etarras cumplen condena, con salidas pedagógicas.
En el horizonte de El final del silencio están esas iniciativas, y también las experiencias de reconciliación social de Sudáfrica y Ruanda, en los extremos del apartheid y el genocidio, donde la Justicia confío en el valor sanador de la autocrítica explícita y el pedido de perdón a las víctimas (ETA nunca pronunció orgánicamente esa palabra).
Pasarán años antes de que la razón separatista pueda reformularse en términos republicanos, haciendo olvidar que sus militantes se convirtieron en guerreros anónimos que solo emplearon la pena de muerte como lenguaje político. Quedan doscientos presos, condenados a cientos de años de prisión, y el pedido de que sean devueltos a cárceles de cercanías, lo que desafia al estado a acordarles a ellos también los derechos humanos.
De ETA quedan los dos audios de 2018, en los que sus responsables comunicaron “el desmantelamiento total del conjunto de sus estructuras” y “el final de su trayectoria y su actividad política”, sin olvidar la alusión romántica al terruño: “ETA surgió de este pueblo y hoy se disuelve en él”.