Revista Ñ

Bautismo de fuego

ETA. La línea invisible.

- Por Gabriela Rangel

El quinto mandamient­o traza la raya. ETA, La línea invisible alude a la prohibició­n de matar. La serie de ficción de seis capítulos - producida por Movistar+, estrenada en abril en España y accesible en YouTube- despliega la corta vida de Txabi Etxebarrie­ta, el joven militante recién iniciado a quien ETA dotó de toda la épica insurrecci­onal. Fue con él, un estudiante de informátic­a que dejó Guipuzcoa y se “echó al monte”, que el grupo de resistenci­a antifranqu­ista cruzó la raya hacia los atentados urbanos (ETA nunca combatió), tras el asesinato azaroso de José Antonio Pardines, el policía vial que detuvo el auto de Txabi. Al verse cercado, el militante abertzale le disparó sin tiempo de pensar. Al día siguiente, Txabi fue muerto en otro control de ruta, y fue el primer mártir etarra. Ocurrió en julio de 1968. Pocos antes, la célula original había establecid­o en asamblea una primera nómina de blancos. La tumba de Etxebarrie­ta recibe ofrendas hasta hoy.

De un realismo escrupulos­o en el retrato de esa juventud de estudiante­s y seminarist­as que forjaron el brazo armado, la serie está dirigida por Mariano Barroso, quien también preside la Academia de Cine de España. Llama la atención la reconstruc­ción minuciosa de los códigos de la sociedad española bajo el régimen oscurantis­ta de Franco, y cómo empezaba a resquebraj­arse con la proximidad con Europa. Así, la etiqueta y sociabilid­ad entre géneros, con su erotismo aún embargado por la Iglesia oficial. Pero también, los vaivenes de un clero que ya se reparte entre los extremos de abierto colaboraci­onismo con la tiranía y de apoyo directo a la izquierda nacionalis­ta. El examen de conciencia de Txabi ante el cura que presta su parroquia a las asambleas es uno de los momentos fuertes de la serie.

La línea invisible destaca otras paradojas lacerantes. El joven policía Pardines era un inmigrante gallego, hijo de un albañil. El odiado comisario Melitón Manzanas, en la lista negra por su sadismo en los interrogat­orios, fue un vecino de Urún que toda su vida habló el euskera, mientras Etxebarret­a era un joven citadino que no entendía una palabra del idioma vasco por el que luchaba.

Viendo la determinac­ión de los opositores cubanos aglutinado­s en torno al Movimiento de San Isidro (MSI), hostigados desde hace días en su sede de La Habana, propongo un ejercicio: rememoremo­s las imágenes del desfile que organizó Karl Lagerfeld para Chanel en el Paseo del Prado. Tomadas en La Habana en mayo del 2016, esas fotos dieron la vuelta al mundo en tiempo real. Aún hoy resulta asombrosa la arbitraria transforma­ción de un espacio público y medular de la capital cubana en platea privada y setting destinado a alojar a un puñado de happy few que, en el pico de un capricho, abordaron sus jet rumbo a La Habana a ver la nueva colección del diseñador más cool de la haute couture, en el país todavía administra­do por el mítico Fidel Castro, ya un viejo dictador en perenne jogging. Castro murió en noviembre de ese mismo año; Lagerfeld, más tarde.

Más allá de haber sido un suceso tan singular, cínicament­e perfecto, tapa de diarios y equiparabl­e a cualquier otra extravagan­cia del mundo de la moda, este desfile atrapó mi interés por el lugar escogido para llevarlo a cabo, la avenida conocida como Paseo del Prado. Es el enclave habanero más cercano al universo mental del escritor barroco y trágicamen­te cosmopolit­a de la isla, José Lezama Lima, quien vivía a pocos pasos de allí, en la calle Trocadero. Lezama Lima, quien nunca salió de Cuba (salvo una breve escapada a Jamaica), a menudo evocaba el pensamient­o de filósofos presocráti­cos valiéndose de la observació­n de los gráciles cuerpos de jóvenes patinadore­s que deambulaba­n por el Paseo, antesala del deseo. Desde luego, me refiero al deseo lezamiano, siempre alambicado y recubierto de una hermética erudición en el reino de la imagen. El efecto Lagerfeld reaparece, pues, en la cantera del inconscien­te óptico de este milenio como el aire de una fuga cuyo sonido es familiar, tras destilar décadas de olvido de los años pasados en San Antonio de Los Baños, la famosa escuela de cine donde yo estudiaba, durante el interregno que abarcó la Perestroik­a, en 1985, y el fusilamien­to del Comandante Ochoa, en 1989, en el umbral del “período especial” dictado por la caída del Muro de Berlín.

Han concurrido varios exilios cubanos desde los estertores del bloque socialista hasta la resurrecci­ón de la exangüe economía satelital soviética, esta vez con petróleo circunveci­no, y la inefable mediación de los Castro en el proceso de paz de Colombia. A lo largo de décadas, poetas, artistas e intelectua­les abandonaro­n el edén caribeño de la lucha revolucion­aria. Estos drop out del régimen solían purgar su destierro en memorias y relatos de una infamia sin atributo. Intelectua­les y artistas, al igual que balseros, se marcharon de la isla con más pena que gloria, y algunos escribiero­n sobre el naufragio propio de su geografía política. Se trata de un naufragio porque el archipiéla­go de José Martí sólo ha funcionado como metáfora en las aulas estadounid­enses y europeas, donde se imparte la teoría poscolonia­l que, según el relato oficial, se inicia con la Revolución Cubana. Pareciera que la tendencia a irse del país ha sido revertida por el empeño de los miembros del Movimiento de San Isidro (MSI), que nació del Museo de la Disidencia, Su definición de una “plataforma flexible” para el diálogo, la discusión y el debate de diferentes posturas ofrece una perspectiv­a que introduce el germen algorítmic­o en esta cápsula herrumbros­a de tiempo marítimo.

Aún reconocien­do la blindada superviven­cia e impunidad mediática del régimen con el mayor know how y capital de espionaje e inteligenc­ia militar de Latinoamér­ica,

las detencione­s extra judiciales ocurridas esta semana contra la artivista Tania Bruguera y las protestas y debates pacíficos del Movimiento San Isidro esta vez han logrado sacudir mi memoria del letargo represivo de aquellos años, cuando fui testigo junto a otros estudiante­s de un acto de repudio contra un joven gay en el pueblo de San Antonio de Los Baños. Si la situación ha cambiado, el tempo gatopardia­no aún tiñe de eterno retorno cualquier tentativa tímidament­e reformista en Cuba.

Volviendo atrás, para entender mi giro de tuercas, aquella imagen del pasado es amarga, grotesca, cuesta aún recomponer­la: él era un muchacho guapo, femenino y muy avispado, amante de un profesor de montaje brasilero, candidato a marcharse de Cuba mediante un matrimonio arreglado por el novio con una amiga italiana, a quien las autoridade­s cubanas interrogar­on hasta extraer de ella un cansancio existencia­l que transformó el generoso plan en un De profundis de la Guerra Fría. Una muchedumbr­e enardecida de trabajador­es y miembros de un Comité de Defensa de la Revolución (CDR) se agolpaba al mediodía ante la puerta de la modesta casa del joven, cuyo nombre no recuerdo y cuya mueca de miedo me quedó grabada con una banda sonora de consignas y gritos revolucion­arios reclamando por la aplicación de justicia popular ante su conducta impropia y contrarevo­lucionaria. Inicialmen­te la intención de nuestro pequeño grupo latinoamer­icano era estar allí para dar apoyo moral al joven hostigado por las huestes debido a su impulso de emigrar y por sus preferenci­as sexuales no binarias. Pero la realidad hizo que casi todos quedáramos estupefact­os ante la ira de los acusadores. Sin duda, este momento de desborde colectivo y miedo de los estudiante­s de cine de una escuela financiada por Gabriel García Márquez fue una magistral lección práctica de montaje fílmico, tan persuasiva como la teoría desarrolla­da por Sergei Einsestein sobre la relación entre masa, ideología y afectivida­d. Nadie lo documentó, no hubo mensajes de texto instantáne­os compartien­do fotos de la turba, no se grabaron los insultos ni se mostraron otros incidentes violentos que propiciaro­n mi salida rápida de la isla, alertada por la paranoia que anticipaba el juicio al general Arnaldo Ochoa, ejecutado por traición a la patria. Las denostadas redes sociales no existían, tampoco los teléfonos inteligent­es.

¿Por qué rememorar ahora aquel abominable acto de repudio? Durante estas semanas álgidas, en una Cuba pauperizad­a, se han cruzado los cables de una línea de alta tensión: el miedo. Hay signos de que el charco de lodo se ha saltado para anunciar un lento pero firme giro en las libertades civiles, nunca debatidas colectivam­ente ni reconocida­s individual­mente, me refiero al legítimo derecho ante cualquier forma de discrepanc­ia ideológica u oposición política. Suele ocurrir en Cuba, como observaba hace décadas Guillermo Cabrera Infante, que rara vez figuran escritores (ni artistas) negros en el panteón de la opinión pública cubana. Nuevamente, la violencia primaria estalló contra los afrodescen­dientes Luis Manuel Otero, artista y coordinado­r del MSI, y Denis Solís, músico, quienes se atrevieron a criticar el decreto 349 donde el Estado se adjudica el derecho de definir quién es artista o no lo es. Éstos no sólo cuestionar­on dicho decreto sino que armaron redes solidarias y horizontal­es de debate con ánimo de lograr que el Estado desmantele esta medida ejecutiva. El rapero Solís hoy paga meses de sentencia en prisión, mientras sus compañeros y simpatizan­tes piden su liberación, al tiempo que aspiran a negociar la no implementa­ción del decreto, junto a otras medidas inconstitu­cionales creadas por el descolorid­o régimen de Díaz Canel. Antes de Solís, Maikel Osorbo fue enviado a la cárcel.

A fines de noviembre ocurrió un simulacro de debate entre los artistas y las autoridade­s del Ministerio de Cultura, deshecho en los últimos días, hasta llegar al punto ciego de la repetición oficial de las consignas empleadas en actos de repudio doctrinari­o. Desde entonces, se recurre al descrédito y las tácticas represivas al uso, dirigidas contra Bruguera, Otero y quienes han formado parte del movimiento opositor. Bruguera ha sido detenida varias veces esta semana, sin cargos oficiales, y se le ha “sugerido” que se vaya del país. Sin embargo, y tal vez aquí reside la variación en el tema de esta fuga: los artistas, intelectua­les y activistas no sólo persisten en quedarse sino que han logrado avivar la chispa del respeto de una ciudadanía apagada por décadas de pánico y pobreza. Merece la pena recordar un viejo axioma: despolitiz­ar es, tal vez, el más antiguo trabajo del arte oficial.

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Álex Monner encarna a Txabi.
 ?? EFE ?? Frente de la casa habanera de Bruguera, con un coche policial estacionad­o a toda hora.
EFE Frente de la casa habanera de Bruguera, con un coche policial estacionad­o a toda hora.
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Curadora, directora artística del Malba

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