Viaje a las cloacas del espionaje
Narrativa. Impiadosa y truculenta radiografía de los servicios de inteligencia y las bambalinas del poder.
Los servicios de inteligencia no sólo son un tema que invade muchas veces la agenda política, sino también se tornan carne de ficción. De Los pichiciegos (1983) de Rodolfo Fogwill a Partes de inteligencia (1987) de Jorge Asís, husmear en las cloacas del poder ha sido más que una tentación para todo escritor beligerante que se precie. Y en esa tradición se monta Catón, el alias de Diego Sigalevich (La Pampa, 1970), a la hora de facturar una trepidante El estado del Estado, principio las últimas horas del fiscal Resnik, casi como un alter ego ficcional de Alberto Nisman, y las operaciones llevadas a cabo por el jefe de los jefes, el ingeniero Maidana (sombra terrible del espía Jaime Stiuso).
La particularidad de este rogel truculento es que Catón no pretende bucear en los vericuetos de la verdad del caso Nisman, sino que se zambulle en el fangal de esa muerte. Estamos frente a una ficción paranoica de las bambalinas del poder. Esto implica, más que desclasificar documentos, indagar en los intersticios de un trabajo imperecedero, donde se escribe y reescribe una historia siniestra y eterna. Intrigas palaciegas, carpetazos, conjuras, persecuciones, el control de la caja, coartadas, barridas de micrófonos, aprietes, alteración de cámaras de seguridad, reclutamiento de inorgánicos, agentes incrustados, carne podrida, contrainteligencia: al lodazal de El estado del Estado nadie entra vestido de blanco.
En todo caso, si la verdad es una forma de ficción, lo que hace Catón es ir ventilando con sigilo pero no menos espectacularidad las distintas capas que hacen a esa torta. Como si entendiese que la política es una farsa a lo Copi y habría que llevar todo al extremo del absurdo. Así surgen personajes tan fabulosos como patéticos: El Emir, la Húngara, el mago Kalif, la diputada Miguens, los poetas Alejandro Rubio, Daniel Durand y Martín Gambarotta transmutados en operadores del Cabildo Negro, una cueva de contrainteligencia.
“Catón no precipita las acciones, las deja perdurar hasta que se resignen o redunden sin reposo. Las fantasías plenas de la inestabilidad del Estado las asienta sobre la narración de un conocimiento muy íntimo de las Őbras políticas, de los entreveros, de los entresijos del poder, de las luces y sombras que permiten seguirles los pasos a los personajes de esta novela y perder, en palabras que parecen signos impostergables, las señas de identidad del estado de ánimo en el estado de cosas”, subraya Luis Chitarroni en la contratapa.
Entonces, asistimos a una maquinaria puesta en funcionamiento para que las picardías del espionaje funcionen sin amedrentarse. “Maidana se pregunta por qué nunca los historiadores ni todos esos otros arrogantes de las ciencias sociales se habían dedicado a estudiar por qué las fuerzas que movían al mundo estaban regidas por las bajas pasiones: el renen cor, el egoísmo, la lujuria, la soberbia, la envidia y la venganza”, leemos. Pero todo puede fallar. El intocable Maidana percibe que va a ser traicionado. Su máxima es: “Si pensás que te quieren cagar es porque te quieren cagar”. La premonición de que se acabe lo bueno está en la punta de la lengua: “¿Y si alguna vez dejaba de ser el jefe?”.
¿De qué forma franquear la traición sin una moraleja? Ese es el riesgo al que se lanza El estado del Estado. Además, Catón narra con pericia de bisturí pero sin sacar el pie del acelerador los entramados en los que los aparatos de inteligencia sacaron chapa literaria: momentos culminantes de la historia política reciente (el ataque a la Tablada, el levantamiento carapintada) como bizarros (la operación de las naves extraterrestres).
Discernir el valor de los elementos que caen fuera de lo comprensible sería la gran maniobra de Catón, en la que a lo Roberto Arlt desentraña cuánto hay de conspiración en el aire que respiramos.