Qué hacer con el imán de un poeta
No pocos libros ocultan un nombre, y cuantos más nombres vagan en un libro más evidente se vuelve que merodea uno escondido. Siempre hay un confidente detrás de una obra, sobre todo cuando el que narra se ubica tan en primer plano. Estas cláusulas contractuales se dan en los perfiles a mano alzada de Ilya Ehrenburg, y quien se fuga en una alada nota al pie es Pushkin, embrión y mito de la poesía rusa.
La zozobra geográfica de Pushkin –tez morena, ojos claros, patillas de simio, mano de mago– marcó a fuego a sus fervorosos continuadores: Anna Akhmátova, Marina Tsvietáieva, Victor Shklovski, Vladimir Nabokov, Joseph Brodsky, Sergéi Dovlátov. El desasosiego no era sólo ambulatorio: Serena Vitale supo recalcar que Pushkin no podía estarse quieto, que temblaba si un objeto caía cerca suyo y abría agitado su correspondencia. Tsvietáieva rehuía de las camas, prefería sofás. Ehrenburg copió: “Mandelstam es intranquilo, se sienta sobre el borde de la silla, listo para escaparse a algún lado”. La imposibilidad de permanecer en un solo estado o sitio, o en una sola lengua, fue guionando esos destinos cruzados y, en ciertos casos, crucificados.
Pushkin fue el espejo de bolsillo de todos ellos: en el estilo de otro, un escritor a veces busca acelerar la llegada del mejor momento de un estilo propio. Tsvietáieva nunca es tan ella misma como en ese milagro de texto, “Mi Pushkin”, ejemplo supremo de cómo adviene la fuerza –la luz– de una escritura incontenible y cómo ponderar a un espíritu adorado.
Hacia Pushkin no sintieron celos, como sí los tuvo este infiel jugador y deudor compulsivo hacia su mujer, en quien olfateaba una traición (y esa sospecha derivó en un duelo que a él le cobró la vida). La impronta pendenciera que fundó uno de los apellidos más eufónicos de la historia hizo escuela en la literatura rusa. Como legado accesorio, este plantel de desterrados sigue advirtiendo que una alarma debería activarse cuando uno empieza a desconfiar de lo sublime.