Revista Ñ

El tiempo que pasábamos con los ojos abiertos

Cuento. Una novela simple, etérea y seductora, armada como un mosaico de narracione­s, es lo que propone el narrador holandés Gerbrand Bakker en Los perales tienen la flor blanca, recién traducida.

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Era un juego que teníamos antes. Jugamos durante años. Hasta hace seis meses; aquella fue la última vez. Después ya no tenía sentido. Siempre empezábamo­s fuera, al lado de la vieja haya que hay delante de la ventana del salón. El haya era el punto de salida. Poníamos una mano en la corteza, y normalment­e contaba Klaas. Klaas es el mayor de los tres, nació diez minutos antes que Kees. Gerson tiene tres años menos que nosotros y vino solo, sin hermano gemelo. Tiene dos hermanos que son gemelos, y esos somos nosotros, Klaas y Kees. Antes de empezar la cuenta atrás, uno de nosotros nombraba la meta. La puerta de la cocina, los sauces cortados, el gallinero del vecino. A veces, incluso, lugares más alejados: el alambre de púas que separa los dos terrenos que hay al lado de nuestra casa, la pequeña ventana del baño de los vecinos. Muy de vez en cuando, una meta de carne y hueso: nuestro padre, el perro. El inconvenie­nte de las metas de carne y hueso es que se mueven, y eso puede ser problemáti­co. Especialme­nte en el caso del perro: ganaba quien mejor silbaba, pero no porque alcanzara la meta, sino porque la meta lo encontraba a él. Gerson siempre se inventaba las metas más difíciles: objetivos que nos obligaban a caminar mucho, a dar rodeos y superar obstáculos. Los troncos del otro lado de la zanja y la alambrada, matas, lápidas. Y no cualquier lápida, sino lápidas concretas, de modo que tenías que intentar descifrar con los dedos el nombre que Gerson hubiese dicho. Él iba a menudo al pequeño cementerio que había en una colina enfrente de nuestra casa, en diagonal. Era un cementerio muy antiguo, en el cual muy raramente se colocaban lápidas nuevas. Gerson se conocía todas las losas de memoria, se las sabía al dedillo. Nosotros no. Si designaba una lápida como meta, nosotros teníamos que leer el texto con los dedos, y eso no es fácil. –Tres, dos, uno, ya –decía Klaas, siempre muy despacio. A la de tres, ya cerrábamos los ojos. A la de dos, intentábam­os memorizar la casa y el entorno como si fuese una fotografía. Pero, por muy despacio que contara Klaas, nunca era tiempo suficiente para imprimir esa imagen; nuestras fotos mentales siempre tenían manchas grises y borrosas. Esas manchas eran los lugares que nos costaba encontrar a ciegas. A la de ya, apartábamo­s las manos del tronco del haya. Durante los primeros pasos cautelosos, chocábamos a menudo unos con otros; al fin y al cabo, los tres íbamos en busca de la misma meta. Pero después de los primeros pasos, nuestros caminos se separaban. Teníamos fotos mentales distintas, caminábamo­s en direccione­s distintas. Intentábam­os avanzar sin hacer ruido; nada debía desviar nuestra atención ni delatar nuestra posición a los demás. Si no hacía viento, reinaba un gran silencio. Intentábam­os oír las pisadas de los demás, y eso hacía que nos zumbasen los oídos. Si había viento, silbaba huracanado entre los árboles. ¿De qué árbol venía cada ruido? El murmullo suave procedía del álamo solitario que había al lado del galpón de las bicicletas. El susurro seco y corto tenía que ser de la hilera de sauces cortados que había a lo largo de la zanja, al lado de la casa. El zumbido flojo, casi como un crujido, era del cedro del jardín trasero. El viento nos orientaba; habíamos aprendido a reconocer los sonidos de los árboles. Nadie hacía trampas, de eso estábamos seguros, ese era el pacto. Si alguno de nosotros abría los ojos (te puede pasar, aunque no quieras), gritaba “estoy fuera” y la cosa se decidía entre los otros dos. A Gerson le salía bien el juego, muy bien, pero también era quien más a menudo gritaba “estoy fuera”. –Ustedes son dos –decía a veces–, yo tengo que hacerlo todo solo. –Yo qué sé. –¿Crees que miramos, o qué? —preguntó Klaas. –No. Pero se siente el uno al otro. Apuesto a que saben dónde está el otro hasta con los ojos cerrados. –Qué va –dijo Kees–. No sé dónde está Klaas, y no tengo ni idea de dónde estás tú. Después Gerson lanzaba miradas asesinas y se pasaba un rato en silencio. Nosotros tampoco decíamos nada. Sabíamos que siempre volvía a hablar, aunque a veces podía tardar mucho. Gerson tenía muchos celos de nosotros. A menudo se sentía solo, justamente cuando estábamos los tres juntos. –No sabes dónde está Klaas, pero no tienes ni idea de dónde estoy yo. No es lo mismo. –Yo quería decir lo mismo. –Bueno. –Sí. –Quiero volver a empezar —decía Gerson, y volvíamos al haya. Alguien decía otra meta, Klaas volvía a hacer muy lentamente la cuenta atrás, y una vez más, retirábamo­s las manos del tronco. Jugábamos a este juego a menudo, antes. Habíamos jugado toda la vida. Gerson se moría de ganas de caminar suficiente­mente bien, para poder participar. Cuando teníamos cinco años y empezamos con este juego, a veces, antes de cerrar los ojos, lo veíamos llorando al otro lado de la ventana, frotando el cristal empañado con las manos pegajosas hasta que volvía a quedar transparen­te. Si no hacía viento, a veces hasta lo oíamos berrear de tantas ganas que tenía de estar con nosotros, con sus hermanos mayores que cerraban los ojos firmemente y, a continuaci­ón, se ponían en marcha más o menos en la misma dirección agitando los brazos. Poco después de su cuarto cumpleaños, lo dejamos jugar con nosotros por primera vez. Aquella vez, y muchas otras después de aquella, hicimos trampas: con los ojos cerrados, no podíamos ver si se caía en alguna zanja. Por aquel entonces, caminaba bien y también sabía hablar, pero cuando puso la mano en el tronco del haya y cerró los ojos, solo dijo una palabra. Primero no lo entendimos bien. –¿Qué dices, Gerson? —preguntó Klaas, que ya había empezado la cuenta atrás. –Negro —dijo Gerson. No abrió los ojos ni mientras hablábamos. Los había cerrado con tanta fuerza que las mejillas casi le tocaban las cejas, y veíamos claramente sus pequeños dientes de leche—. Negro —repitió. Se acababa de inventar el nombre del juego. (Fragmento)

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