Mal trago existencial
Donald Antrim. La turbia condición urbana y los trastornos de pareja cunden en los relatos de Otro Manhattan.
Cómico de fisuras, equilibrista de la desolación, Donald Antrim (Florida, EE.UU., 1958) continúa en Otro Manhattan el sendero abierto por las novelas Elect Mr. Robinson for a better world (1993), Los cien hermanos (1998) y El verificador (2000). Aquella trilogía oficia de punto de partida de estos relatos, publicados originalmente en la revista New Yorker entre 1999 y 2014 y acaso exponentes de una obra que asiste a su repliegue, al rechinar de sus bisagras.
Las mencionadas nouvelles conforman un sistema completo, una mano de naipes interdependientes: un narrador alienado asoma en rituales sociales de apariencia afable en los que se desliza una violencia subliminal. El verosímil se desgaja vecindades surcadas por zanjas de belicismo ambivalente, una librería antigua donde se apretuja una familia hostilmente excesiva o una celebración laboral de bar que desafía la ley de gravedad. Parado entre el surrealismo de Donald Barthelme y la deformidad de George Saunders, Antrim provoca inquietud con giros irracionales, vértigo físico, perversiones patéticas y pulsiones ancestrales.
“Un actor se prepara”, relato que da inicio a Otro Manhattan, es una coda a ese trazado que situó a Antrim entre los mejores de su generación: el docente universitario de teatro William T. Barry prepara con sus imperfectos alumnos una distorsiva representación de Sueño de una noche de verano que degenera pronto en persecuciones en el barro, escarceos sexuales y patos que chapotean. La dionisíaca puesta, gestada alrededor de un hoyo de suciedad entrópica y ante un público enlutado, profana el clásico de Shakespeare con mueca satírica. Nuevamente lo normal arroja su sombra sobre la escenificación de un acontecimiento abyecto, un Ángel Exterminador que se infiltra en la superficialidad del sueño americano.
Lo que predomina en Otro Manhattan es sin embargo un cantar desviado, una nueva variación ensayada en torno a relaciones de pareja. Lo que retorna es el protagonista masculino bohemio-intelectual (actor, abogado, psiquiatra, profesor de arte), sofisticado en sus observaciones pero demasiado desesperado como para adaptarse o comprometerse. Los festejos de Halloween, una cena de restaurante o la presentación de un libro son los entornos civilizados de personajes quemados por pastillas e internaciones, mortificados por la duda y sumidos en deambulares absurdos. Aquí Nueva York luce anímicamente siniestra, más cercana a la urbe de Noah Baumbach que a la de Woody Allen. Del otro lado se levantan por contraste mujeres concretas, maduras en su interlocución, así alerten sobre similares trastornos.
Lejos del regodeo p sicológico, Antrim se concentra en el tono, l a tintura de cada combinación. Lo morboso yace en el gesto, que asimismo puede ser bello. Es el caso de “Conen suelo”, elegía preciosista no exenta de vacío de dos amantes que se reúnen en casas prestadas; lo que los mantiene vivos es su inconsistencia, el vagar por livings ajenos y la contemplación de ventanas cambiantes.
Los mejores cuentos, maniáticos en su estiramiento de sketch compulsivo, son el que le da título al volumen y “Desde entonces”: si en el primero un deshojado ramo de flores acusa la agitación explícita de la pareja que lo intercambia, en el segundo el desencuentro en una fiesta entre un hombre separado y su flamante cita desencadena un rumbear insoportable.
“Muchos escritores suelen ser por turno tristes, divertidos o ridículos. Antrim es todo a la vez. Esparce múltiples capas de significado en una sola escena, incluso una misma oración”, señaló Jeffrey Eugenides. Otro Manhattan es un catálogo pormenorizado de esa virtud, que en el cierre de la excursión rural accidentada de “La luz esmeralda en el aire” desnuda su trasfondo seco: la muerte, que despabila al urbanita sedado en su angustia.