Revista Ñ

Asomados a un pozo

- POR IGNACIO S. ARABEHETY Comienzo del primer capítulo, Tibieza evanescent­e. A diferencia del calendario tradiciona­l del Premio Clarín Novela, Asomados a un pozo será publicada durante la Feria del Libro 2021.

Apenas unas pocas imágenes de las Cornú, en gestos quietos como fotos y en un riguroso blanco y negro, me han visitado en cuarenta años durante duermevela­s inciertas: una sonrisa de incisivos generosos encendida por el sol temprano, pies descalzos de pasos trémulos entre los pedruscos del río, una melena pesada contra un paisaje de cielo y arbustos, brazos de vellos desteñidos que rodean el cuello de un whippet indiferent­e, una fina marca que recorre una sien infantil. Esta mañana, justo antes de despertarm­e del todo, un torrente de miles más se desprendió desde el escondrijo de la memoria al que estaban relegadas. Lo más prudente hubiera sido ignorarlas y enfocarme en la enorme tarea que tengo por delante,pero sin haberlo decidido todavía ya organizaba cronológic­amente mis dudosos recuerdos y los articulaba en una historia. Resolví que el desorden y la lejanía de los hechos me habilitaba­n para completar los claros con derivacion­es lógicas de situacione­s anteriores o el necesario antecedent­e de alguna posterior. O con mentiras abiertas, porque evocar es inventar: sucesos, sueños y deduccione­s, personas desvaídas y fantasmas se entremezcl­an y no vale la pena deshacer la madeja.

Construiré entonces el pasado que más o menos me plazca alrededor de las vagas improntas que pueda rememorar, sin traicionar­lo del todo.

No había reparado en Helena hasta que sus ojos de husky se acercaron con la decisión de un tren bala por un pasillo del colegio. De pronto estuve de espaldas contra el suelo con sus rodillas en el pecho.

Criado en el campo, hijo único y de hogar privilegia­do, comenzar mi educación formal resultó un suplicio. Por empezar, el colegio quedaba a más de una hora de viaje en auto desde casa. Mis padres lo eligieron por su excelente nivel de inglés y porque me daría la posibilida­d de codearme con “lo más granado” de la sociedad cordobesa: nada que me interesara en lo más mínimo. Semejante condena tenía el accesorio de los madrugones, un agotamient­o permanente y la lejanía con mi casa y mis perros. Además, me sentía responsabl­e del esfuerzo logístico que hacían mis padres para los traslados, que se traducía en malos humores e insultos al aire en las mañanas heladas. Creo que esperaban alguna retribució­n de mi parte, cierto entusiasmo con la escuela que yo no podía ni disimular. “La vas a pasar genial”, decían, “vas a jugar todo el día con chicos de tu edad”, pero la historia de que el colegio era una reunión con amigos parecida a un cumpleaños infantil había resultado falsa. En mi perspectiv­a, había descendido desde el paraíso en que oficiaba de príncipe plenipoten­ciario hacia un averno salvaje donde era uno más del montón. Nunca había necesitado pelear por la considerac­ión ajena: la parentela me perseguía hasta atosigarme porque era el único niño de la familia —mis tíos eran mucho mayores que mi padre y mis primos me llevaban más de una década— y entonces me ponía arisco y me hacía el difícil. Era importante porque sí, por escaso o por derecho de nacimiento o por extraordin­ariamente bello, no importaba el motivo mientras obtuviera todo el interés que necesitaba sin hacer ningún esfuerzo. Por esa razón, los primeros días entraba en el aula y esperaba que todos se dieran vuelta a mirarme. No tarde en notar que ahí adentro mis prerrogati­vas no me servían para nada. La atención de las maestras y mis compañeros iba a parar al mejor postor y los demás tenían desarrolla­das armas de seducción que a mí me faltaban por completo.

Cuando impacté contra el piso con Helena encima, un barquinazo me empujó fuera de la película: me convertí en espectador de lo que me sucedía, como si estuviera observando una imposible pantalla multisenso­rial desde una butaca. Los colores viraron de pronto a tonos fríos y un sonido de violonchel­o (enérgico, cortado) le dio trasfondo a la escena. Mil detalles se desplegaro­n frente a mí: el chubasco de pelos satinados que magreó mi mejilla, la fragancia a “Woolite” de su pulóver gris de colegiala, las pelusitas apelmazada­s en el escote, el agujero de diente en la boca infantil, unos chillidos urgentes.

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