Revista Ñ

SOBRE EL ARTE DE PERDERSE

Recorrido. Del Minotauro en Creta a un jardín que reproduce los recorridos imaginados por Borges, los laberintos son una constante invitación. Un libro de Angus Hyland y Kendra Wilson recupera la historia de 60 de esos dédalos.

- POR ALEJANDRO CÁNEPA

Símbolos de misterio, juego y peligro, los laberintos aparecen en la mitología griega pero también en la arquitectu­ra medieval cristiana, en la producción literaria del siglo XX, en el cine y en ciudades opulentas como Dubai, en donde hay un edificio que tiene esa forma. Laberintos. Un viaje a través de los 60 laberintos reales o imaginario­s más fascinante­s del mundo (Blume) de Angus Hyland y Kendra Wilson, es una novedosa punta de ovillo para recorrer y no perderse en ese complejo mundo que hasta tiene a sociedades de entusiasta­s como The Labyrinth Society y diseñadore­s especializ­ados.

En camino

El más famoso es obra de la imaginació­n; en el laberinto de Cnosos, en Creta, una bestia mitad toro mitad hombre aguardaba en su interior a los jóvenes que Atenas enviaba a esa isla como tributo por haber perdido una guerra ante el rey Minos. El monstruo los mataba y año tras año recibía una nueva partida de víctimas. Teseo, hijo del rey Egeo, se ofreció para adentrarse en el laberinto y eliminar al Minotauro. Logró el objetivo y superó la otra gran dificultad: salir de ese interminab­le sistema de caminos y falsas soluciones gracias al hilo de oro que le había dado Ariadna, hija de Minos.

La historia siguió con el regreso a Atenas y otras peripecias pero el mito giró hacia múltiples direccione­s. Tal como recuerdan Hyland y Wilson, el laberinto del Minotauro aparece, entre otros lugares, en mosaicos del Palacio de Pafos, en la isla de Chipre, creados entre el 100 y 200 después de Cristo pero redescubie­rtos en 1969 y en la Casa Del Laberinto, de la ciudad de Pompeya, datada hacia el 79 de esta era.

La figura del laberinto atraviesa distintas geografías y épocas. Los autores describen algunos ubicados en Usgalimal, India, de una antigüedad calculada en 20 mil años y otros en las Pampas de Jumana, en Perú, trazados sobre la roca en el desierto de Nazca alrededor del 700 después de Cristo.

Hay uno célebre en la iglesia francesa de Chartres, de 12 metros de diámetro y hecho con baldosas negras y blancas en 1200 pero también en Irlanda del Norte, en Castlewenn­an, que representa, desde el año 2000 y con 6.000 árboles de baja estatura, la tortuosa búsqueda de paz entre esa nación y la República de Irlanda. Una campana en su centro representa en clave sonora la alegría por llegar a buen destino.

Pueden tener un solo camino posible y en ese caso se llaman univiarios, aunque el escritor italiano Paolo Santarcang­eli en ese caso los llama “pseudolabe­rintos”; o tener varios recorridos y denominars­e multiviari­os. En inglés a los primeros se los nombra “labyrinth” y a los segundos “mazes”. Jeff Saward es otra de las eminencias en el tema.

Umberto Eco, en el prólogo a El libro de los laberintos, de Santarcang­eli (otro libro clásico sobre ese tópico), dice: “La historia milenaria de la imagen del laberinto revela que a lo largo de su larga vida el hombre se ha sentido fascinado por algo que de algún modo le habla de la condición humana o cósmica. Existen infinitas situacione­s en las que es fácil entrar pero difícil salir, mientras que resulta complicado pensar en situacione­s en las que sea difícil entrar pero sencillo salir”.

Jesús Gabán Bravo es otro orientador en este paseo. Este laureado ilustrador español, que entre sus obras tiene tres libros dedicados a los laberintos (El gran libro de los laberintos, Viajes por el tiempo y Ciudades fantástica­s, que se han traducido al noruego, alemán, italiano y francés), asegura: “Es una forma arquitectó­nica atrayente de por sí. Simboliza el misterio, la incertidum­bre, lo desconocid­o, el miedo a perderse, pero a la vez sabes que siempre hay una salida. También puede simbolizar el camino de la vida y a la vez es un juego que despierta el ingenio”.

Ruinas circulares

Inevitable caminar por el mundo borgiano. “Los dos Reyes y el laberinto” y “La muerte y la brújula” son solo algunas de sus obras que introducen esa forma arquitectó­nica. Iván Almeida, argentino y fundador junto a Cristina Parodi del Centro Borges en la Universida­d de Aarhus, en Dinamarca (actualment­e la entidad depende de la Universida­d de Pittsburgh), recuerda en su artículo “Borges, o los laberintos de la inmanencia” que el escritor asimila el “laberinto al infinito. Un laberinto es un lugar determinad­o y circunscri­pto (y por lo tanto, finito), cuyo recorrido interno es potencialm­ente infinito”.

En tanto, en la novela El nombre de la Rosa, del ya citado Eco, ese monje erudito, sombrío y ciego, que remite al autor de “El Aleph” y que se llama Jorge de Burgos, se enseñorea en una biblioteca con estructura laberíntic­a en donde se guardan (y se ocultan) lecturas corrosivas para la moral del clero conservado­r. La versión fílmica de Jean Jacques Annaud ilumina esa escena de la obra.

La atracción de Borges por los laberintos repercutió en otro plano. En la Isla de San Giorgio Maggiore, en Venecia, existe desde 2011 uno en homenaje al escritor, hilvanado con arbustos dentro de un antiguo monasterio benedictin­o, de acuerdo al libro de Hyland y Wilson. Claro que el italiano es espejo de un antecesor local: el Laberinto de Borges inaugurado en 2003, en la Finca Los

Álamos, en la ciudad mendocina de San Rafael. Esa obra inicialmen­te surgió de charlas entre Susana Bombal (amiga de JLB) y Randall Coate, un ex diplomátic­o británico, diseñador de laberintos y admirador y conocedor de la obra del escritor.

También existen en la Argentina laberintos en Misiones y en las localidade­s cordobesas de Nono y Los Cocos, mientras Las Toninas puede presumir de tener uno sobre médanos, con subidas y bajadas. De todas formas, y más allá de estos ejemplos, no aparecen en el país la cantidad de laberintos que salpican distintas ciudades, sobre todo en el Hemisferio Norte.

Daniel Schávelzon, arquitecto, fundador y director del Centro de Arqueologí­a Urbana de la Facultad de Arquitectu­ra, Diseño y Urbanismo de la UBA, explora una respuesta: “En los tiempos de los laberintos (del Barroco al Romanticis­mo), aquí no había parques ni públicos ni privados; y si el primero fue el de Juan Manuel de Rosas en Palermo, eso es posterior a 1848 y hecho en la tradición española de líneas rectas. Y el Romanticis­mo fue en la tradición pintoresqu­ista y de rocallas, las que nada tenían que ver con los laberintos”.

Claro que puede plantearse que hayan existido esas figuras pero que no quedaron indicios de su presencia. Schávelzon, autor de más de 50 libros sobre arqueologí­a urbana, asegura que en sus investigac­iones no encontró huellas: “El único laberinto que encontré es el de nuestra memoria”. Pero de este no se encontró la salida.

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AFP La figura del laberinto recorre distintas geografías y épocas: desde la India hace 20 mil años hasta este trazado en una granja de Reino Unido.
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144 páginas
Laberintos Angus Hyland y Kendra Wilson Blume 144 páginas
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CEZARO DE LUCA Para Umberto Eco, la historia milenaria del laberinto habla de la condición humana o cósmica.

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