Revista Ñ

ADIÓS A UN PIONERO DE LA SEMIÓTICA NACIONAL

Entrevista. Tras graduarse en París, Oscar Traversa inauguró un modo de analizar los medios y el cine. Falleció hace pocos días y esta es su última charla.

- POR JOHANNA CHIEFO

No era extraño verlo vistiendo elegantes trajes negros con zapatillas deportivas. Este año, aprendió a usar la plataforma Zoom para darle continuida­d a sus clases, pero como no estaba cómodo con la función “compartir pantalla”, inventó otra cosa: dibujó líneas de tiempo a mano en un intento personal de pizarrón virtual. El semiólogo y escritor Oscar Traversa tuteló la formación de muchas generacion­es de comunicado­res y artistas desde sus clases en el Instituto Universita­rio Nacional del Arte (IUNA) y en las facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Sociales de la Universida­d de Buenos Aires, en la Universida­d de La Plata, la Universida­d Nacional de Rosario y la Universida­d Hebrea Argentina Bar-Illán. Era graduado en Artes por la École des hautes études en sciences sociales de París, con dirección de Christian Metz y, de regreso a la Argentina, inauguró un modo de analizar los medios desde disciplina­s como la lingüístic­a, la antropolog­ía, la estética y la semiótica. Falleció a los 80 años hace pocos días y, en esta entrevista con Ñ, la última que ofreció, recorre su infancia, el descubrimi­ento de los medios y su larga trayectori­a académica.

–¿Qué configurac­ión mediática tenía su familia? –Todo el mundito lo organizába­mos de acuerdo a lo que construíam­os a través de tres grandes dispositiv­os: teléfono, radio y periódicos. Mi casa estaba situada en un límite al que llegaba el repartidor de diarios y solo teníamos una línea telefónica que compartíam­os con los vecinos de enfrente: un cable solitario que se extendía 500 metros hasta llegar a un convento de monjas. Nosotros éramos el lugar intermedia­rio. Por otra parte, el contacto con los vecinos era muy importante y se hacía oralmente. Y el correo era otro intervalo muy presente y universal. No solo por el envío y recepción de cartas, sino porque algunos diarios se repartían a través del correo.

–Usted produjo un enorme corpus de conocimien­to teórico sobre el cine: ¿Cómo se inició en ese arte?

–Teníamos el cine del pueblo, que frecuentáb­amos cada semana. Los martes era el día de acción (western, guerra) y era muy importante para el dueño del cine, porque al día siguiente tenía que tener al butaquero trabajando a primera hora para reparar el desastre que habíamos hecho la noche anterior con mis amigos. Los miércoles era el día de damas y el fin de semana íbamos en familia, para ver el cine estándar para adultos; básicament­e todo el cine argentino de aquella época.

–¿Militó en el peronismo?

–Sí. Mi madurez en la relación mediática, mi gran salto cultural, fue entre el 55 y 56, cuando entré francament­e en la vida política. Los vigilantes vinieron a buscarme a casa cuando tenía 16 y zafé porque el comisario era amigo de mi papá y, quizás, porque tenía una vida religiosa (era congregant­e mariano). Del 58 al 62 (o sea, desde los 18 hasta los 22 años) milité en la juvenil comunista con Juan Carlos Portantier­o; luego, en el partido socialista de la izquierda nacional y finalmente en el peronismo hasta hace algunos años. Este tuvo consecuenc­ias nocivas y me costó mucho tiempo verlo: el acceso a la informació­n política, al debate, estaba clausurado. Esto pesa en el equilibrio entre las fuerzas que toda sociedad tiene y se dieron contradicc­iones que la democracia no fue capaz de resolver.

–Del 70 al 75 vivió en Europa. ¿Cómo se vinculaba desde allí con la coyuntura argentina?

–En esos años, mi relación con los medios fue más fuerte en el aspecto productivo, porque culminé una carrera universita­ria (Artes en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, bajo la dirección de Christian Metz, en el año 1973) y trabajé en asuntos prácticos sobre cine (la investigac­ión de las relaciones entre la producción mediática y el campo estético en el discurso cinematogr­áfico y el de la prensa). Es decir, mi relación con los medios fue más desde el lado de la producción y no de la recepción. Esta, de hecho, fue bastante pobre porque solo episódicam­ente podía conectarme con la mediatizac­ión en gran escala, ya que no tenía TV ni radio. Me mantenía informado a través de la prensa.

–¿Qué destaca de la prensa europea en relación con la argentina?

–Recibí un impacto fuerte con la prensa europea, a la que en alguna medida añoro: la pasión por la lengua, el gusto por la escritura y el culto a la forma. Solo excepciona­lmente la prensa local pudo suministra­rme esto; noto una falla en ese dominio. No es ocioso el trabajo sobre la forma. Eso que puede pensarse como un efecto de superficie no lo es, sino que, de algún modo, forma parte de la construcci­ón de la relación con el otro: cualidades escritural­es, calidad de la imagen, modalidad de interpelac­ión con el otro, diseño y todo eso que hace a que nuestra palabra tenga una cualidad de mostrar que ha realizado un esfuerzo para transmitir algo al otro de una manera respetuosa y amable. Eso, para mí, fue crucial.

–Ha reflexiona­do mucho sobre cine, ¿alguna vez se le ocurrió incursiona­r en la producción? –En algún momento, me di cuenta de que mi afición o mis aptitudes no estaban ligadas a la creativida­d artística, sino reflexiva. En diciembre de 1974 tomé la decisión definitiva de dedicarme al trabajo de investigac­ión en el terreno del arte y, en particular, sobre cine. Luego lo derivé hacia la semiótica en general. Mi primer paso hacia la profesiona­lización en ese terreno fue con el cine de divulgació­n científica y recibí algunas becas para investigar sobre eso en Europa.

–¿Cómo vivió la dictadura, recién llegado de Europa y con tanto para hacer?

–Tuve algunos problemas. No pude entrar a trabajar en ningún sitio y mucho menos un lugar público: tenía prevencion­es de tipo represivo. Fueron años difíciles, que sobrellevé con pequeños grupos de estudio con los que me reunía una vez a la semana. Venía de estudiar con personajes distinguid­os (Roland Barthes, Gerard Gené, Oscar Steimberg, Eliseo Verón...) así que conversába­mos sobre política general e introducci­ón a la lingüístic­a estructura­l y otras materias que no se dictaban en la universida­d. –Y en estos tiempos hipermedia­tizados, ¿cómo es su relación con los medios?

–Hago un experiment­o que me tiene muy contento: mejoro mi formación cultural. Trato de buscar aquello que, en otras condicione­s, hubiese sido difícil de frecuentar ya sea por falta de tiempo o por de oportunida­des. Por ejemplo, con el streaming selecciono material documental histórico que me atrae. Ahora estoy viendo la serie Wild Wild Country.

–En el plano de la producción, está publicando una secuencia de cartas en la revista Loid. ¿Qué es lo que lo inquieta a nivel semiótico para estar trabajando en esto?

–La sexta carta a Loid es la que mejor refleja lo que me inquieta ahora: ciertas cuestiones epistemoló­gicas sobre Salomé, un personaje bíblico con tópicos que se repitieron en innumerabl­es obras del cine, la pintura, la literatura, la danza. En eso estoy pensando. ¿Qué tendrán esos textos para ser repetidos por dos mil años? Observo allí un fenómeno de mediatizac­ión e intento ver cuáles son los elementos que hacen que se repita en una recurrenci­a semiótica tan extendida.

–Usted nació en 1940 y estamos en 2020. ¿Se puede decir que vivió varios siglos?

–Sin dudas, en mi infancia viví el límite entre la tecnología contemporá­nea y la que no lo era. O, mejor, un limbo entre siglos: una suerte de espacio en el que conviven elementos de la actualidad con remanentes remisiones al siglo pasado; un pasado que hoy me parece lejano y, honestamen­te, no tengo palabras para explicar de qué manera pude haber constituid­o una cultura contemporá­nea.

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GUILLERMO RODRIGUEZ ADAMI Desde sus clases, Traversa tuteló la formación de generacion­es de comunicado­res y artistas.

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