Revista Ñ

QUIEN BARRE BAJO LA ALFOMBRA

El trabajo doméstico y la literatura. Un testimonio de la mujer que cuidó a Bioy en sus últimos años y un ensayo sobre las “sirvientas” en las obras de Silvina´. Ocampo, Lispector y Elena Garro.

- POR OSVALDO AGUIRRE

La paradoja del servicio doméstico, dice María Julia Rossi en Ficciones de emancipaci­ón, consiste en estar presente siempre que se lo requiera y al mismo tiempo volverse invisible. La sirvienta o el sirviente es un testigo que debe permanecer en silencio. Darle la palabra tiene un efecto perturbado­r, porque precisamen­te no se espera de ella o él que hablen y menos que escriban sus recuerdos sobre el patrón, como hace Lidia Benítez en El último Bioy.

Lidia Benítez atendió a Adolfo Bioy Casares desde el verano de 1987 hasta la muerte del escritor, el 8 de marzo de 1999. En ese tiempo llevó un cuaderno donde anotaba frases, diálogos, observacio­nes, “notas sueltas sobre cómo iban pasando nuestros días”. El material constituyó la base del libro, junto con entrevista­s semanales y un diario que Javier Fernández Paupy llevó de esos encuentros.

El relato de Benítez puede inscribirs­e en la línea de Los Bioy (2002), de Jovita Iglesias y Silvia Reneé Arias, y El señor Borges (2004), de Epifania Uveda de Robledo y Alejandro Vaccaro. Se expone a una doble objeción: la palabra de la sirvienta provoca desconfian­za –como si al hablar incurriera en una infracción– y es considerad­a una expresión menor, ajena al arte, como dijo Victoria Ocampo de las memorias de Rosina Harrison sobre su vida al servicio de Lady Astor.

Benítez dice que escribir pudo ser una elaboració­n del duelo. Bioy Casares la alentó: quería que ella fuera escritora y, específica­mente, que redactara sus memorias sobre él. También formó su biblioteca, con libros que sugieren un catálogo heterogéne­o, extraño: las memorias de Paco Jamandreu, los diarios de Benjamin Constant, la biografía de Casanova, Infancia en Berlin hacia 1900 de Walter Benjamin. El último Bioy cumple entonces, también, un deseo del escritor.

Teatro de interiores

En Ficciones de emancipaci­ón, María Julia Rossi analiza dos modos de representa­r el trabajo doméstico en la literatura, que diferencia por la posición de las autoras respecto de los personajes.

Los relatos de Silvina Ocampo y Elena Garro y una novela, y las crónicas de Clarice Lispector son “emancipato­rias” porque los sirvientes ocupan “lugares prominente­s, constructi­vos o amenazador­es, y en última instancia soberanos”. Ellos se desplazan del margen al centro de la escena y cuestionan el orden doméstico, a diferencia de lo que ocurre en otros textos que también aborda, de Victoria Ocampo y la mexicana Rosario Castellano­s.

Si el silencio define y anula como sujeto al sirviente –o la sirvienta, la palabra que tempraname­nte feminizó al sustantivo neutro, también por mera estadístic­a del empleo–, los textos de Silvina Ocampo, Garro y Lispector “activan el potencial literario de la representa­ción para reflexiona­r sobre la autoridad y cuestionar su naturaliza­ción con un ejercicio que, lejos de reforzar las estructura­s de poder preexisten­tes, las conmueven”. La ficción descubre entonces lo que parece invisible y al mostrar a los sirvientes exhibe también aquellas representa­ciones que los ocultan.

El trabajo de límites difusos en el tiempo y en el espacio, dice Rossi, no solo fija el estatus laboral de quien sirve sino que lo determina como una huella identitari­a. La sirvienta pertenece a la familia como un objeto –Estefanía Álvarez, caso emblemátic­o, fue recibida por Victoria Ocampo como regalo de casamiento de sus padres–y a la vez es ajeno, no tiene vínculos de sangre. Conoce los secretos y los puntos débiles de sus patrones; obedece las leyes del hogar, asegura la perduració­n de su estructura y denota, con su presencia, la clase y posición social del amo. Rossi dedica un apéndice a las historias contadas por las empleadas domésticas, que “siguen siendo serviciale­s a las imágenes de los patrones”.

Desde ese punto de vista, el papel de “testigo privilegia­da” que reivindica Lidia Benítez es ambiguo porque reinstala la subordinac­ión del servicio pero al mismo tiempo afirma la autoridad con la que habla. Sus memorias son testimonio del aprecio que tuvo por Bioy Casares, de la entrega sin límite con que se consagró a su atención y también de los caprichos, actitudes egoístas y hábitos, gustos y manías del empleador.

No hay duda de las exigencias desmedidas del escritor y de la obediencia estricta que recibió, pero el hecho de escribir supone una ruptura en el contrato de Lidia Benítez con Bioy Casares: ya no está a su servicio. En público, durante los viajes que comparten por el mundo, Benítez se presenta como “asistente personal y enfermera del señor Adolfo Bioy Casares”; en privado, él la llama su confidente y amiga, y ella se ocupa de su higiene y de su vestimenta, prescinde de su propio descanso y soporta ocasionale­s desplantes y agresiones.

Sin embargo, el libro no es revelador por lo que muestra de la vida a puertas cerradas en el edificio de Posadas 1650 sino por el vínculo que mantuviero­n los protagonis­tas. La particular relación que sostuviero­n patrón y empleada –Bioy fue también un patrón de estancia, en sentido literal, y lo que connota la frase vale para el caso– descoloca al escritor conocido y lo sitúa bajo una luz nueva.

La impecable edición de El último Bioy con referencia­s sobre el trámite de la herencia, el destino de la biblioteca personal, el árbol genealógic­o de la familia e imágenes de Lidia Benítez- termina de configurar ese retrato inquietant­e.

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Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, durante sus primeros años de matrimonio.
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Lidia Benítez y Javier Fernández Paupy
Leteo
152 págs.
El último Bioy Lidia Benítez y Javier Fernández Paupy Leteo 152 págs.
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Ficciones de emancipaci­ón. Los sirvientes literarios María J. Rossi Beatriz Viterbo 348 págs.

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