Revista Ñ

El peor y mejor de los años

- POR MAURO LIBERTELLA Escritor. Mi libro enterrado

fue un año de fases, como una novela en capítulos, un folletín de final incierto. ¿Se acuerdan de la remota fase uno, en los gloriosos días del otoño? Recuerdo que cuando empecé a salir a caminar, todos los días, ida y vuelta por unas pocas cuadras cerca de mi casa, me dolía especialme­nte la idea de haber “perdido” el otoño, que toda persona de bien sabe que es la mejor estación para caminar por Buenos Aires; la estación de la melancolía y del alivio.

El encierro era, todavía, una experienci­a reciente y la vivíamos con una mezcla irrepetibl­e de euforia y desesperac­ión. El Covid era, en ese abril cruel, un tema omniscient­e, una especie de Dios: había conquistad­o todas las conversaci­ones, pero también los silencios e incluso los sueños. Sentíamos que en cualquier momento los Aliens iban a bajar a la tierra y nos iban a devorar el cerebro.

En esos días hermosos y pensamient­os atormentad­os nació mi hijo Pedro. El día del parto, un 30 de abril, cruzamos la ciudad desierta en un estado rayano en la alucinació­n. El hospital fue nuestra primera postal de un Mundo de Protocolos, del que aún no sabíamos nada y al que lentamente nos iríamos habituando: barbijos, alcoholes, temperatur­a, marcas en el piso para separar a la gente sana de la gente enferma. Nos ubicaron en una habitación en el cuarto piso y la primera enfermera que entró al cuarto nos anotició: “En el tercer piso están los enfermos de Covid; en el segundo, los de dengüe”. Por supuesto, empecé a sentir que el temido virus atravesaba el pesado hormigón y llegaba, limpio, a mis pulmones. No le recomiendo a nadie ser hipocondrí­aco en una pandemia.

El parto quedará, acaso, para otros relatos, pero quisiera consignar que el barbijo no pudo ocultar el llanto de emoción y que Pedro nació sano, sin saber que llegaba a un mundo enfermo. Pasamos dos días en la clínica, solos (no se permiten visitas) y volvimos a casa como Walter Benjamin decía que volvían los soldados de la Gran Guerra: mudos.

Un niño que llega a una casa se incorpora a un repertorio de manías, taras y rutinas. Quizás la construcci­ón de una personalid­ad, en aquellos años fundaciona­les, sea eso: la observació­n intramuros de una forma de vida. Cuando mi primera hija tenía tres meses y ya escrutaba el mundo con un mínimo grado de concentrac­ión, me divertía la idea de que, para ella, cualquier cosa que yo hiciera iba a ser verosímil. Podía aparecerme un día con el pelo fucsia, sin un brazo, disfrazado de golondrina, y ella no vería nada raro. Los padres disponen del monopolio de la certidumbr­e, y ella aún no estaba dotada con el sentido de la ficción.

Así, Pedro, un auténtico pandemial, despertó lentamente a un mundo de caras tapadas y padres presentes. Nos tiene todo el día para él y nosotros lo consentimo­s. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Nadie lo alzó, todavía nadie lo tocó, pero él les sonríe a todos y - oh, cursilería­esa sonrisa nos hace olvidar que lo trajimos a un mundo roto. Si el año pasado me hubieran dicho que iba a pasar todos los días de todos los meses con un recién nacido, hubiera sentido que me estaban condenando a una temporada en el infierno; hoy, con ese camino recorrido, puedo decir, a riesgo de exagerar, que fue uno de los mejores años de mi vida.

Digámoslo con Dickens, porque este es un tiempo encapsulad­o en una paradoja: el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos.

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