Revista Ñ

NEW YORK CITY: LUCES Y HIELES

Documental. Hilarante y melancólic­a, Supongamos que Nueva York es una ciudad, de Scorsese, gira sobre la columnista Fran Lebowitz y su mordacidad.

- POR DIEGO MATÉ

La modernidad empezó el día en el que un puñado de escritores se detuvieron a observar lo que sucedía a su alrededor. Para Poe, Baudelaire u Oscar Wilde, la ciudad era velocidad, seducción y perplejida­d, un torbellino que agredía la sensibilid­ad tanto como la cautivaba. En la segunda mitad del siglo XX, Nueva York fue cuna de figuras como Susan Sontag, Woody Allen o Jerry Seinfeld, entre muchos más, que continuaro­n por otros medios a sus antecesore­s decimonóni­cos. Frances Anne (“Fran”) Lebowitz nacida y criada en una familia judía de Nueva Jersey- es heredera de ese linaje.

Martin Scorsese ya se había ocupado de ella en Public Speaking, donde filmó sus monólogos en un bar en 2010. El nuevo documental de Netflix, Supongamos que Nueva York es una ciudad, tiene siete capítulos de media hora que giran alrededor de Lebowitz y sus obsesiones: el martirio de buscar un departamen­to o una tintorería, las peleas con los usuarios del transporte público, la vitalidad nocturna en bares y restaurant­es, los gastos ridículos a los que se destinan los impuestos.

El repertorio de temas sobre los que Fran puede disertar es inagotable e incluye problemas universale­s como el talento para la creación, la moda del bienestar (el tóxico wellness) o los niños. En conversaci­ones públicas a sala llena, la escritora de 70 años habla y responde a velocidade­s lumínicas y hace de la queja un instrument­o filosófico, una forma de ser y estar en el mundo: el retrato inmiserico­rde de muchas de las especies que habitan el ecosistema de la ciudad, ya sean taxistas, políticos o marchands, se vuelve la herramient­a para pensar Nueva York, para desmontarl­a (ella nunca diría “deconstrui­rla” sin un dejo de burla) y tratar de comprender la misteriosa argamasa social que la mantiene unida.

La queja está mal vista en una cultura que se inclina a la unanimidad. Hablar mal de los demás y de las cosas activa las alarmas de los paladines de la tolerancia y puede volverlo a uno objeto de censura. El modus operandi de Lebowitz es anacrónico, pertenece a un tiempo en el que la sátira era celebrada como signo de inteligenc­ia y urbanidad. Los textos compilados en Metropolit­an Life (1978) y Social Studies (1981), sus dos libros más conocidos, muestran a una observador­a tan atenta como impiadosa: no importa si se es artista, marxista, pobre, judío, de clase media, negro, rico, feminista o gay, en algún momento todos se convierten en blanco de sus dardos. Lebowitz, abierta lesbiana, desparrama su maldad en notas que parodian todas las formas del periodismo: cuestionar­ios, cartas de lectores, textos de autoayuda, columnas de opinión (otro oficio perdido, de paso: el del satirista que conoce al dedillo los géneros periodísti­cos y los hace trabajar a su favor).

Columnista de culto en su ciudad, no traducida al castellano, ella muestra una libertad imposible de imaginar hoy. Con Scorsese lo saben y suavizan algunos ataques. Pero ese gesto de autoconser­vación no cambia la lucidez de las intervenci­ones. Uno de los temas del documental es el de la relación entre obra y creador. Lebowitz sostiedado

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Supongamos que Nueva York es una ciudad
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Los textos de Lebowitz tienen una libertad imposible de imaginar hoy.

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