Revista Ñ

COLÁNGELO: “EL PIANO CADA VEZ ME GUSTA MÁS”

Entrevista. El compositor y pianista que nació al tango de la mano de Troilo lanza, contra viento y pandemia, el disco Tango improvisad­o, una decena de versiones de clásicos populares.

- POR IRENE AMUCHÁSTEG­UI

En la frondosa mitología que rodea la figura de Aníbal Troilo, entre sus frases antológica­s, se inscribe el consejo que le dio a José Colángelo, entonces joven pianista de su orquesta típica: “Pibe, usted toca con alegría; no deje que le roben el moño de comunión”. Desde hace más de medio siglo, Colángelo no solo cuenta la anécdota. Evidente que, a lo largo de un extraordin­ario recorrido como intérprete y compositor y hasta hoy, ha seguido el consejo de Pichuco.

Ni el confinamie­nto en su departamen­to frente a Plaza Flores, desde el comienzo de la pandemia, aplaca su entusiasmo: reparte sus horas entre el repertorio clásico y el tango. “Cada vez me gusta más el piano. Cumplí ochenta años y no lo voy a abandonar nunca, de ninguna manera. Todavía me enloquece. A lo mejor ya no tengo la digitación de otras épocas, pero no la necesito tampoco, porque ahora tengo otro sabor, otra manera de frasear y decir las cosas, con la misma profundida­d, y al género lo quiero y lo respeto cada día más. Varios de los que vienen detrás, todos muchachos jóvenes, tocan fenómeno: ¡son peligrosís­imos! Pero no creas que me van a hacer tambalear tan fácil”.

Un disco lanzado en diciembre lo reúne por primera vez en estudio con Franco Luciani –el notable intérprete de tango y folclore en armónica– en una decena de versiones de clásicos populares, Tango improvisad­o. El encuentro evoca otro, histórico: en los años 60, Colángelo fue el pianista de la célebre serie de elepés de tango que grabó el legendario armonicist­a Hugo Díaz, con el guitarrist­a Roberto Grela y el contrabaji­sta Omar Murtagh. “Con Franco homenajeam­os un poco aquello que yo hice en su momento con Hugo. Me trajo recuerdos muy lindos porque yo con ‘el Oreja’ (así le decíamos a Hugo) pasé momentos maravillos­os. Era tan fresco y creativo que se prendía la luz de la grabación y uno no sabía nunca qué iba a hacer él. A pedido del productor empezamos a pasar la milonga “La puñalada”, que tiene cuatro partes, y Hugo en un momento interrumpi­ó: ‘Es muy larga… Vamos a hacer una cosa: si bemol mayor’, y arrancamos. Él empezó, siguió Grela, seguí yo… y no terminaba nunca. Hasta que alguien dice: ‘Che, ¡pero esto no es “La puñalada”!’. Terminó siendo “Milonga para una armónica” de Hugo Díaz y José Colángelo. La tuve que escribir yo porque Hugo no escribía música. Cuando alguien decía: ‘Hugo Díaz y Grela no saben música’, yo contestaba: ‘Tenés razón que no saben música. ¿Sabés por qué? Porque ellos son la música. No necesitan más. ¡Cómo fraseaba Hugo! Aquella fue la época en la que comencé a grabar, en ese mismo sello, con mi Cuarteto Colángelo”.

–¿Fue difícil conciliar un proyecto paralelo con la orquesta de Troilo?

–Cuando hice mi primer tema con el cuarteto, que fue “Gran noche”, le llevé el longplay al Gordo y me dijo: “Pibe, usted me va a abandonar”. Le respondí: “No, por ahí hago alguna cosa con el cuarteto, pero yo a usted no lo voy a dejar nunca”. No conocí un director que se pusiera más contento cuando le aplaudían a los músicos o a los cantantes. Es más, cuando aplaudían demasiado a uno, le decía: “Bueno, pibe, y ahora tiene que irse. ¿Qué va a hacer acá?”. Era tan generoso... Hay una anécdota muy linda de cuando Floreal Ruiz estaba cantando con Pichuco y le dice: “Maestro, tengo que hablar con usted. Mire, desgraciad­amente, hay un director que me va a pagar cuatro sueldos de los que usted me paga”. Y el Gordo le contesta: “¿Ah, sí? No me diga… Pregúntele si hay lugar para un bandoneón”. Son personajes únicos, no se van a repetir. Como no se va a repetir la noche que yo viví. Por eso. no quiero trabajar más de noche, porque ya no será nunca la que conocí, cuando terminábam­os a la madrugada de tocar en el cabaret y nos íbamos a comer todos juntos. O esperábamo­s que se hicieran las cinco de la mañana para ir a buscar, por el cos

tado de la panadería, medialunas calientes. –También aquella orquesta es irrepetibl­e.

–El Gordo era muy sabio. Tenía un misterio especial, yo no sé por qué sonaba tan bien. Porque si vos estabas dentro de la orquesta, veías que había tipos que no tocaban tan bien, a veces ni siquiera tocaban. Pero la orquesta era como ese equipo que tiene el arquero, el 2, el 5 y el 9, que son los claves. Bueno, él con el bandoneón, tenía un buen contrabaji­sta y un pianista, digamos, respetable… A mí me dejó cosas tan grabadas que no me las voy a olvidar en la vida. Un día le pregunté: “Dígame, maestro, ¿cómo hago este solo?”. Me miró y me dijo: “Pibe, usted tiene: ponga”. Por eso, escuchás la orquesta de Troilo y cada pianista tiene lo suyo: Goñi es Goñi, Basso es Basso, y lo mismo pasa con todos. Yo empecé en el 68 con Pichuco, tenía que diferencia­rme del “Tano” Berlingier­i. que había estado antes y era un pianista bárbaro. Era todo un compromiso. Imaginate que el primer día llegué al camarín, saludé y pregunté: “Muchachos, ¿dónde están las partituras?”. Y me contestaro­n: “No hay carpeta de piano”. Rafaelito del Bagno, que era el contrabaji­sta, un gran contrabaji­sta, me dijo: “Pibe, mirá, yo tengo este (cuaderno) Istonio. Acá por lo menos, tenés los bajos, con la derecha hacé lo que puedas…”. Me fui afirmando, de a poco se fue haciendo, pero había que inventar mucho. –Entre el legado del 40 y la búsqueda de un sonido propio, ustedes vivieron los desafíos de una generación bisagra.

–Por suerte, los próceres que hemos tenido nos han dejado muy fácil el camino a los de nuestra generación. A mis quince o dieciséis, en la confitería Richmond –había dos, una en la calle Suipacha y otra en Esmeralda–, yo por un peso me podía tomar un café y me veía cuatro orquestas. Le robabas un poco a cada uno, ni hablar de Horacio Salgán, nuestro predilecto, el que llevaba la bandera… De todos sacabas algo, pero terminabas siendo vos mismo. Nadie es igual a otro.

En estos días Colángelo se dedica a componer la música para un corto de cine dedicado a Don Luis, un recordado calesitero de Villa Luro. Pero también pasa horas revolviend­o y recreando la colección de partituras centenaria­s que es su legado de tercera generación. “Me había agarrado unos días por tocar todo clásico, un poco para sacarme la saturación del tango, pero ahora volví a la popular. Busco esos temas que no hace nadie y que ni yo me acordaba de que existían. Cada día estoy valorando más a los pioneros”.

La colección incluye algunas primeras ediciones, que comienzan a deshacerse entre los dedos, y es la cuidada herencia de su tío abuelo Salvador, bandoneoni­sta igual que Leonardo, su padre. Esas partituras están conectadas con la memoria de la casa familiar de la calle Donizzetti, en Floresta, y con la alegría de los primeros tangos.

“Mi viejo trabajaba en la compañía de los neumáticos Dunlop. Tuvo que dejar el fueye, porque mi mamá le había prohibido que siguiera con la milonga, pero cuando yo empecé con el piano, lo volvió a desempolva­r. Se abría la ventana del comedor y los vecinos ya sabían: ahí está Nardo con el nene, tocando tangos”.

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José Colángelo
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Un disco lanzado en diciembre lo reúne por primera vez en estudio con Franco Luciani.
 ?? GUILLERMO RODRIGUEZ ADAMI ?? Colángelo conserva en papel este retrato junto a Anibal Troilo.
GUILLERMO RODRIGUEZ ADAMI Colángelo conserva en papel este retrato junto a Anibal Troilo.
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Tango improvisad­o Colángelo Luciani

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