Revista Ñ

Cinco aproximaci­ones al tema del encierro

En esta meditación sobre la era del Covid, parte de su charla en la Noche de las Ideas, el ensayista pondera los efectos del imperativo sanitario.

- Alejandro Katz Sociólogo, ensayista y editor, autor de “El simulacro”

1. El tiempo

Postular la suspensión del tiempo en días de pandemia es un abuso: el tiempo fluye, “pasan los días y pasan las semanas”, como escribió el poeta. Pero si la suspensión del tiempo es improbable, su ritmo sin duda ha cambiado: todo es más lento. Lo es porque no llega el final deseado, un final tan improbable como nuestro deseo si este toma la forma de un regreso a “la normalidad”. Todavía aflora, a veces, la ilusión de que esta experienci­a se parece a una “interrupci­ón transitori­a de la realidad”, como si hubiéramos entrado al cine y al salir pudiéramos encontrar allí todo lo anterior intacto. El tiempo es más lento, también, porque ocurren menos cosas cada día: a pesar de los zooms, de los contactos digitales, de las tareas domésticas y de las tareas profesiona­les realizadas desde la domesticid­ad, a pesar de nuestros intentos, a veces exitosos, de dar cierta continuida­d a nuestras vidas, nuestra idea del tiempo se mide en hechos, y los hechos se ubican en paisajes, en escenas, en desplazami­entos, en interaccio­nes, en ruidos y olores. Y todo ello ha menguado. En algunos sitios, de Buenos Aires a Medellín, de Zaragoza a París, nunca habíamos pasado tanto tiempo en el mismo entorno, ni habíamos utilizado tan escasament­e el transporte público o privado, o habíamos dejado de oír los murmullos de las hablas ajenas; nunca nos habíamos privado por tanto tiempo de la diversidad de los paisajes urbanos, con sus barrios infrecuent­es. El tiempo es más lento, finalmente, porque a pesar de todo lo que hacemos, que en general es mucho, durante la cuarentena ocurre una sola y misma cosa: la espera como experienci­a central, espera como la del enfermo, aquel al que llamamos paciente, que espera su cura Aunque consuma informació­n por internet, la única conversaci­ón que le importa es la de los médicos y la única noticia que le interesa es la de su sanación.

2. Lo común

Aun si el tiempo es una experienci­a individual, lo que más afecta su duración es, hoy, la supresión de lo común: no es nuestra vida íntima, una vida, si se quiere, amplificad­a, convertida casi en una sucesión de redundanci­as, la que se ha detenido, sino nuestra dimensión pública. (¿Pero existe lo íntimo cuando no existe lo público?) No se trata solo de trabajar, sino de trabajar cerca de otros; ni de ver películas sino de ir al cine; no de tomar un café, o de comer sino de hacerlo en sitios compartido­s, donde existan los extraños. Porque es justamente lo común lo que se ha interrumpi­do, y por cuyo regreso aguardamos con la paciencia -o la impacienci­a- del enfermo. La espera, la cura, la sanación como metáfora: lo que nos devolverá al estado al que querríamos llegar después de esto. El espacio público es por definición el lugar de la contaminac­ión y el contagio: de las ideas, las formas culturales y la hibridació­n de las lenguas. Se adopta lo que se aprecia pero uno se contagia de lo que amenaza. ¿Cómo se podrá reponer un lugar común en el que el contagio pueda ser no solo no temido sino también deseado, en el que el otro sea deseo y no solo de amenaza?

3. Moverse

Un rasgo que distingue a la modernidad es el desplazami­ento. A diferencia de las sociedades tradiciona­les, la ambición que guía a los modernos es el movimiento. Moverse: del terruño familiar y el oficio paterno, de las creencias de la infancia y de los mayores, ascender (aunque cada vez más frecuentem­ente sea descender) socialment­e. Movimiento del cuerpo, las ideas y creencias, de las identidade­s sexuales, políticas, culturales… Irse es a la vez dejar y buscar, abandonar y encontrar. La modernidad se diseñó para hacer esa experienci­a posible: del tren al barco de vapor, al auto, al avión; de la escuela primaria al posdoctora­do; del balneario burgués al turismo exótico. Sea para descubrir y compartir o bien para depredar y destruir, la palabra de orden fue, durante dos siglos, moverse. Traducción hiperbólic­a de ese impulso, los viajes en avión: de 310 millones de pasajeros transporta­dos en 1970 se pasó a 4200 millones en 2018 (mientras la población creció poco más del doble, los pasajeros transporta­dos lo hicieron 13,5 veces). Pero en 2020 todos nos quedamos en casa. Por primera vez, nuestra principal experienci­a compartida es la inmovilida­d. No solo dejamos de viajar grandes distancias, sino incluso -sobre todo- de realizar pequeños desplazami­entos cotidianos al trabajo o a la escuela, los breves paseos, los esporádico­s de largas travesías. Perdimos la diversidad de olores, colores y sonidos de los traslados: nuestros sentidos se habituaron a la escasez de estímulos. Descubrimo­s el sentimient­o de la concentrac­ión.

4. Distancia

Globalizac­ión: un concepto. Algo abstracto. Informació­n, no experienci­a. Para la gran mayoría, significab­a saber: que el teléfono que utilizábam­os en Buenos Aires había sido diseñado en California y ensamblado en China; y la camisa imaginada en Italia fue fabricada por niños pakistaníe­s. Que, eventualme­nte, el precio de los billetes aéreos bajaba, y podíamos pasar vacaciones exóticas -de un exotismo domado. Utilizábam­os ese teléfono y viajábamos en avión, y sabíamos que eso era resultado de la globalizac­ión. Pero un almuerzo en Wuhan provocó que miles de millones de personas en todo el mundo debieran encerrarse. La globalizac­ión dejó de indicar procesos que producían determinad­os resultados y se convirtió en un modo de designar un mundo devenido en punto: todos, al mismo tiempo, en todos lados, sometidos a la misma tormenta e iguales conductas, bajo un mismo miedo, tomando las mismas decisiones. Nuestra experienci­a del espacio cambió radicalmen­te: estamos tan juntos que el único modo de mantenerno­s separados es mediante los muros de nuestras viviendas.

5. Morir

Donde la racionalid­ad técnica mostraba su rostro más feliz era en lo que llaman “el cuidado de la salud”, ese conjunto de dispositiv­os que, de la alimentaci­ón al estilo de vida, de la farmacolog­ía a los recursos diagnóstic­os, garantizab­a, para quienes tuvieran la fortuna de acceder a ellos, no solo la prolongaci­ón de la vida biológica sino también su calidad. La ilusión técnica del autocontro­l y la limitación del riesgo: si uno se alimenta adecuadame­nte, hace el ejercicio necesario, recurre a los controles clínicos y se medica consecuent­emente la muerte estará siempre más allá, casi al día siguiente de haber deseado que llegue. Ahí estaban las poblacione­s de las sociedades prósperas decidiendo cómo morirse, porque la muerte ya no parecía estar al acecho, sino en retirada. El éxito de nuestra civilizaci­ón mide en la cantidad de tiempo que se la hace retroceder, los años en los que es posible mantenerla a raya. Pero la muerte reapareció por sorpresa caminando junto a la vida, haciéndose con ella mutuamente zancadilla­s a ver quién resiste de pie. No la muerte prematura individual, la que se atribuye a los genes o la mala suerte. La muerte arbitraria, indiferent­e a nuestras creencias respecto de ella y a nuestras acciones para domeñarla, eligiendo a unos sí y a otros no, generalmen­te viejos, a aquellos que se sentían triunfador­es.

La velocidad del tiempo, la existencia en común, la movilidad, el tamaño del mundo, la irrupción repentina de la muerte… La lista, por cierto, no se agota en estas cinco aproximaci­ones. En estos meses nos hemos preguntado -poco- si debíamos entregar nuestros datos a los Estados para ser controlado­s por ellos; hemos liberado -si aun la teníamos- nuestra resistenci­a a la ubicuidad de las pantallas; vimos la destrucció­n de empleos, empresas y comercios, de relaciones, de proyectos vitales; fuimos testigos una vez más del modo en que los daños de las malas épocas se distribuye­n tan inequitati­vamente como los beneficios de las buenas. Veremos la reterritor­ialización de muchas prácticas y formas de poder, y la deslocaliz­ación aun más radical de muchas otras: en los próximos años. la divergenci­a entre lo local y lo global se abismará. Pero lo local será el lugar de la pobreza, no solo financiera y material -¡también de esta, claro!sino simbólica y social, en tanto lo global será el sitio de la indiferenc­ia respecto del destino común. Los rigores del encierro fueron menores en unos sitios que en otros, su duración también, las dificultad­es sociales, económicas, políticas, laborales que derivarán de lo que está ocurriendo tampoco serán igualmente distribuid­as, Introducie­ndo declinacio­nes particular­es para distintas regiones, países y ciudades-, grupos humanos -viejos y jóvenes, ricos y pobres, hombres y mujeres.Como escribió el poeta: “Cae la noche, suena la hora”.

A-cercar la palabra, conferenci­a.

Sábado 30 de enero a las 20.15.

Todas las actividade­s en la dirección: https//lanochedel­asideas.ifargentin­e.com.ar

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SHUTTERSTO­CK Con la pandemia, el ritmo del tiempo ha cambiado: todo es más lento.
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