Todos los duelos, el duelo
Poesía. El nuevo libro de Liliana Lukin, Como se lleva a un niño, ahonda en la despedida de la persona amada.
A veces las palabras son capaces de abrigar la presencia de lo que ya no está, al tiempo que revelan algo de lo imposible. Nunca más se podrá restituir lo que se invoca, lo que la letra trae como una conmoción, una sangre de tinta donde resuena el peso, la voz, el cuerpo de lo ausente. Es ese filo, es esa paradoja, la que transitan los versos de este libro: restituirnos algo desaparecido a partir de la inscripción de su ausencia, y hacer de esa inscripción otra forma de presencia. Ese espejeo es como un brillo que revela dónde está lo que no está. Y no es porque la voz de estos poemas se aferre a las palabras como sustitución de lo perdido o redención alguna, por el contrario: “Nada carnal vuelve ya en el aire que respiro (…)/ Esta escritura ha elegido protegerme:/ escribo estos poemas para no olvidar, pero pongo/ mis manos en su nombre, en lugar de ponerlo entero/ -entre mis manos, frente a mí-”.
De eso se trata, de ir tramando una forma de sobrellevar, mejor dicho, de alojar una ausencia definitiva, la muerte del amado, del mejor modo posible, el que se va ensayando, inventando cada día, o como dice la cita de Jaques Derrida que da título al libro: “hay que llevar el duelo como se lleva a un niño”.
Liliana Lukin viene construyendo –a través de libros como Descomposición, Cortar por lo sano, Carne de tesoro, Retórica erótica, Construcción comparativa y El Libro Del Buen Amor, entre otros– una poética donde el cuerpo, el erotismo y el juego de los simulacros, la dinámica del deseo, se formulan de forma calibrada, precisa, límpida, con una intensidad que no teme exhibir sus turbulencias, sus contradicciones. En un libro anterior, Ensayo sobre la piel, el desmoronamiento que trae la decadencia física era narrado en tiempo presente, a través de la crónica de los días del acompañamiento de la enfermedad irreversible de un hermano. Como se lleva a un niño, en cambio, comienza cuando el final –del compañero de vida en este caso– ya ha sucedido. Podría pensarse que ambos libros habitan la continuidad de los finales; el oxímoron –uno de los recursos que la autora suele utilizar en su poesía– es uno de los modos de decir la “presencia de lo ausente”, el duelo que habilita despedirse de la persona amada.
Es en este sentido que la muerte de este libro precipita de un golpe algo que estaba inscripto en el proceso de la enfermedad del anterior: la imposibilidad creciente de reconocer al ser que conocimos, que se va convirtiendo en otro y en otra cosa. La que ha quedado huérfana, intenta retener de alguna forma esa antigua presencia: “Él es más fragmentos de reflexión sobre el vacío, / escenas de su tránsito, actos que lo describen, / que una boca, una piel, un modo de aparición / -de la ternura de los cuerpos”. En ambos casos, hay un desgarramiento que instala la pregunta entre la identidad y lo ajeno, en el hilo capaz de resistir a la disolución, de volver a encarnar aquello que sentimos, y que supimos cierto como cuerpo, como un tono de voz.
Volver a ver dibujos, a recordar escenas, “el archivo del amor que se volvió visual”, ponerse su camisa o su bata, “como si lo llevara puesto,/ mi doble, superpuesta piel” o volver a escuchar un mensaje guardado en el teléfono, son formas de “acercarte tanto a una idea como a mí”. Modos de conjugar la muerte, la muerte como verbo, porque esta sigue actuando en lo que queda de lo que se fue. Y dejar que la muerte trabaje, eludiendo la manipulación tranquilizante, no es un regodeo en el sufrimiento, sino la condición primera de regeneramiento, una apuesta a la continuidad de la vida, como apunta otra de las citas del libro, en este caso de Heiner Müller: “Para que algo ocurra, algo debe partir. / La primera figura de la esperanza es el miedo, / la primera aparición de lo nuevo es el espanto”.