Burroughs en el infierno semiótico
Narrativa. Con la publicación de “Las tierras occidentales” se cierra la “Trilogía de la noche roja”, que el autor beatnik escribió en los años ochenta.
La “Trilogía de la Noche Roja” se publica entre 1981 y 1987, aunque su materia prima caliente e invasiva venía tomando forma desde mediados de la década inmediatamente anterior. William S. Burroughs había salido de su proyecto previo –el que concluye en Expreso Nova (1964)– con las técnicas de cut-up y fold-in agotadas y el ánimo agrietado por su condición nunca asumida de ser el faro de la “Beat Generation”. Vegeta en Londres mientras su fama de escritor crece gracias al romanticismo torcido de El almuerzo desnudo (1959) y las truculencias ventiladas en los “procesos por obscenidad” que siguieron a su publicación. Respeta y admira a Allen Ginsberg y Jack Kerouac, pero como escritor se siente más cerca de Norman Mailer, que había declarado a su favor durante la caza de brujas desatada en Los Angeles y Boston contra su obra maestra. Será precisamente el Ancient Evenings de Mailer (sus más de mil páginas ambientadas en el antiguo Egipto) las que sugieran el tema para la conclusión de esa catarata de lenguaje que va desbordando su mente mientras regresa a Estados Unidos, pero que todavía no tiene forma de novela, y mucho menos de trilogía.
En 1974, Burroughs se instala en New York. Trae consigo un baúl cargado de papeles, borradores y notas sueltas, incluyendo material que había quedado afuera de Los chicos salvajes (1971), esa mezcla de efectos de lectura apocalípticos que había sido mal recibida por la crítica pero que, en retrospectiva, funciona como perfecto adelanto de lo que estaba por venir. En mayo de ese año, Burroughs alquila un loft en el número 77 de Franklin Street y, mientras gira por el país dando conferencias y lecturas de poesía y narrativa, destraba el bloqueo de escritor que lo había acompañado desde Inglaterra y se entrega a una pesadilla pegajosa e inhaprensible de recomposición del lenguaje. Sus próximas tres novelas serán shocks lingüísticos y propuestas de modelos narrativos futuros programados desde un canon propio de oscura autoría, hecho a partes iguales de furor paracientífico, mística horrorosa y desintegración poética.
Ciudades de la Noche Roja (1981), El lugar de los caminos muertos (1984) y la recién publicada Las Tierras Occidentales (1987) –las tres recuperadas en excelentes e imaginativas traducciones por la editorial argentina Cuenco de Plata– derivan entre estructuras sociales alternativas y revisitaciones de géneros populares (el western, el policial, la ciencia ficción), a los que se vulnera y “deconstruye” con un fervor que, por momentos, toca lo religioso. No es que Burroughs sea un hombre de fe, pero en la inercia de circulación de los mitos de refundación que pone en marcha a una velocidad alucinante se puede leer tanto una predisposición mesiánica como un ánimo energético y revolucionario que ya aparecía en La Tarea (1974), su libro de conversaciones con Daniel Odier, pero que llevado al terreno de la narrativa produce algo que no puede leerse en ninguna otra obra del siglo XX.
En su conjunto, “La Trilogía de la Noche Roja” parece la respuesta a un cambio en el uso de la lengua que todavía no se ha producido; un salto suicida hacia adelante en un infierno semiótico quemado por la paranoia de la Guerra Fría y la hoguera de pestes, virus, pandemias, conflictos étnicos y control privado de la información que va a caracterizar la hipermodernidad del siglo XXI. Una suerte de concentrado de sus esencias, esa realidad que Burroughs no llegó a ver pero que alcanzó a espiar como un adelantado psicótico y esclarecido.
En Ciudades de la Noche Roja colonias piratas instaladas en las costas de Madagascar lideran conspiraciones psico-políticas basadas en la canalización de la energía sexual de sus integrantes. En El Lugar de los Caminos Muertos, la “Familia” Johnson construye (en un Far West sublimado entre Sam Peckinpah, Sade y Genet) un aparato de relaciones políticas, comunicacionales y organizativas que tiene al delito como programa educativo y la investigación biológico-espacial como prospecto social de colonización. Hacia el final, Las Tierras Occidentales sondea vidas ultraterrenas alternativas y posibles a través de la erudición religiosa y la osadía histórica. En las tres partes, la capacidad de Burroughs para moverse entre las consecuencias de su uso del lenguaje (básicamente, un desconcierto en el lector que, sin embargo, jamás conspira contra su interés en el texto) y su hipnótico poder para lograr que sea precisamente ese descolocamiento el que funcione como sostén de la lectura hacen de ellas una suerte de filosofía de emergencia para tiempos de crisis, incertidumbre y pánico existencial.
Burroughs escribió para el lector “salteado” que Macedonio había imaginado, pero al que agregó la excitación por el significado propia de los adictos. Sus subjetividades disidentes, sus intentos de sabotaje a la sociedad de consumo y su propagación de intereses desbocados conforman la serie de operaciones intelectuales más genuinamente fascinante de un período en el que la literatura tuvo que hacer sangrar el lenguaje para ver cuánto tardaba en morir y renacer convertido en otra cosa. Las Tierras Occidentales funciona, en ese sentido, como una coda fúnebre a una gramática juzgada como inservible para nada que no sea la supresión de una sensibilidad en común. Así, el nombre egipcio para el Paraíso se vuelve, capturado por el virus infeccioso del lenguaje burroughsiano, un lugar para la refundación de la mente y el cuerpo.