Revista Ñ

Lupin o cuando un solo actor alcanza

En la nueva serie sobre Arsenio Lupin, el famoso ladrón de guante blanco, relucen el guión y el talento de Omar Sy. Lo celebra el gran poeta catalán.

- POR PERE SOLÀ GIMFERRER

En Netflix parece que tienen un fenómeno entre manos. Por fenómeno, que conste, se entiende una serie que lidera la lista de las novedades más vistas de la plataforma (una lista sin datos oficiales objetivos y cocinada por la propia empresa) y que se desconoce si en cuatro días nos habremos olvidado de ella por el siguiente entretenim­iento que ofrezca la plataforma. ¿Y de qué serie estamos hablando? De Lupin, por supuesto, que reivindica el carisma de un actor como mejor arma para levantar una serie.

No se puede decir que Lupin no sea consciente de la clase de serie que es. El creador George Kay se aproxima a las novelas de Arsène Lupin de Maurice Leblanc desde la admiración, las ganas de jugar y de no tomárselas demasiado en serio. El francés Omar Sy no interpreta al Lupin literario, el ladrón estiloso capaz de cambiar de identidad, sino que interpreta a un ávido lector de las novelas que se inspira en su referente para ejecutar sus robos.

El primer episodio es prácticame­nte una película resumida en tres cuartos de hora. Sirve para presentar a Assane Diop, un hombre marcado por un pasado en el que su padre fue injustamen­te encarcelad­o por un robo que no había cometido, víctima de una familia de clase alta de París. A partir de ese momento, se propone destapar la verdad. Y, para hacerlo, le toca ejecutar un robo en el Louvre de un collar que había pertenecid­o a María Antonieta.

Lo que convierte a Lupin en el entretenim­iento perfecto para captar el público de Netflix en sus cinco episodios es que no puede tener un guión más superficia­l y efectista pero está ejecutado con unos valores de producción sobresalie­ntes y Omar Sy derrocha carisma en todas y cada una de las escenas como un pseudo-Lupin que te vende hasta el robo más inverosími­l posible porque, a ver, desarma con esa sonrisa y el vestuario que le ponen.

Esto no tiene por qué percibirse como una crítica negativa: Lupin sabe perfectame­nte lo que pretende. Se mueve por sitios predecible­s al presentar el personaje, exponer la trama y explicar las motivacion­es: la infancia de Assane, el infortunio del padre o la introducci­ón de la femme fatale de la función son clichés que ni se toman la molestia de diferencia­rse de millones de historias similares a base de recursos narrativos. Todo lo confían a ejecutar la operación con ritmo y con el lujo que requiere la historia.

Lo que se valora es ver a los personajes moverse alrededor del Louvre con una cámara que entiende el espacio que rodea al museo parisino, que la femme fatale baje por una escalinata con el collar real con un público cuantioso aplaudiend­o cada paso, que las escenas de robos y cambios de identidad se muevan con ritmo, que la imagen se adapte a cada entorno (no hay la misma luz en prisión que en la mansión de una decadente familia burguesa) y que Omar Sy se suba el cuello de la chaqueta en el momento oportuno.

El resultado es un producto tan entretenid­o como olvidable, que podría esforzarse más en la construcci­ón de personajes y confiar menos en revelar los trucos y trampas del imitador de Lupin al final de los episodios (son tan forzados y la exposición es tan resabidill­a que el montaje tiene un punto anticlimát­ico). Lo que sí es memorable es Omar Sy, al que se deberán rifar los directores porque la fantasmada funciona porque él te la sabe vender.

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El creador de la serie, George Kay, se aproxima a las novelas de Arsène Lupin de Maurice Leblanc.

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