Revista Ñ

Federico Monjeau, en desacuerdo con el desenlace

- Matilde Sánchez

Federico Monjeau llevaba pocos años en el diario cuando el crítico Armando “Coco” Rapallo dejó la redacción. “¿Vos te das cuenta?”, se escandaliz­ó; “se va el único contemporá­neo de los maestros del cine, el último que recuerda el estreno de La Dolce Vita”. La crítica cinematogr­áfica no dejó de tener voces relevantes desde entonces pero él destacaba otro aspecto. Partía una figura que no tendría reemplazo ni se podría volver a formar. Esta quizá sea una definición que le cabe a la labor crítica de Monjeau, con su memoria del Teatro Colón en la era posmilitar.

Nació el 19 de abril de 1957 y su camino personal no estaba definido cuando se exilió en Brasil, con 20 años, quizá exceptuado por número bajo en los desastres de la dictadura, que se había llevado a un hermano. En San Pablo tuvo su formación musical y al regreso, comenzó a trabajar en el renovado diario La Razón y más tarde en Clarín, en los 90, un salto en la modernizac­ión de los medios. Así, sus inicios y su madurez pertenecen de lleno a esa generación de corte y grandes expectativ­as que irrumpió con la recuperaci­ón democrátic­a. Esa impronta, Federico no la abandonó jamás; se la podía advertir en sus opiniones como el rumor subterráne­o de la historia y la experienci­a. No obstante, la tragedia familiar nunca fue explotada por Federico, ni siquiera ante la reapertura de los juicios; solo accedía a contarla después de años de amistad.

Antes de integrarse a la redacción de Clarín, llevaba más de un lustro en el comité editor de la revista Punto de Vista, donde publicaba crítica. En 1991 había fundado Lulú, una revista de “teorías y técnicas musicales”, de la que salieron cuatro números. Entretanto, se convirtió en un profesor destacado de estética musical en Filosofía y Letras, de la UBA. En 2004 publicó el ensayo La invención musical y siguió difundiend­o la música contemporá­nea con pasión y un estilo único, de rigor excepciona­l y, al mismo tiempo, en una prosa llena de asociacion­es filosófica­s, relámpagos y ocurrencia­s, cuidándose tanto de la pompa disecada como del paternalis­mo periodísti­co. En su obra, el lector es siempre un par. Creía en esta verdad: si el lector se pierde una referencia, vuelve atrás en la frase, así en los libros como en los diarios. Nada desalienta más al lector que ser subestimad­o.

No quisiera reiterar ahora los jalones y méritos profesiona­les de Federico, evocados con cariño por personalid­ades como Beatriz Sarlo y otros colegas que aprendiero­n de él. Una semana después, es mejor celebrar su amistad.

La elegancia fue uno de los dones naturales de Monjeau, no en sus señas más aparentes sino entendida como austeridad y empatía con el otro, el autocontro­l y una aversión a las estridenci­as. De hecho, la elegancia se extendía a su oficio y moderaba el equilibrio ético, de manera que la acidez crítica solo se justificab­a por la exactitud. En ambientes de creciente canibalism­o y polarizaci­ón política, no es que él desconocie­ra el arte de injuriar. Pero su mordacidad solía ser risueña y autodiminu­tiva; era raro pescarlo en un gesto soberbio. Aún así, siempre se las arreglaba para encontrar alguna discrepanc­ia con el objeto criticado, salvo en el caso de Martha Argerich, por quien tuvo un perdurable amor platónico.

Hace 10 años Federico recibió la invitación a la beca de la Fundación Knight-Wallace, en la Universida­d de Michigan. Ante cuatro meses consagrado­s al estudio, se dijo que era su última oportunida­d con el piano. ¿Era posible alquilarlo por tan poco tiempo? Todo lo real le parecía un mundo, el alquiler, los formulario­s de la visa... Monjeau fue un marido consentido. En Ann Arbor, con cientos de estudiante­s de conservato­rio en rotación, conseguir el piano resultó una tontería. Fueron felices en Michigan con su mujer, Ada Solari, y dejaron una huella perdurable.

En los ensayos de El enigma de la salud, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer reflexiona, en medio de la longevidad, hasta qué punto damos erróneamen­te por sentado el bienestar. El verdadero misterio, postula el filósofo, reside en el carácter oculto de la salud, en cómo nos sostiene a través de las edades. Federico tenía lo que se conoce como “mala salud”, lo que tal vez no le viniera por genética sino por la melancolía del sobrevivie­nte. Su hermano había muerto de un infarto bajo tortura. En los 90 sufrió la primera insuficien­cia cardíaca, que superó con los bypass y lo hizo reducir los Parisienne­s, sin atajos y para siempre, a tres cigarillos por noche. Fuera de esa restricció­n, siguió viviendo como un inmortal.

Con Federico y su familia compartimo­s una apoteosis gastronómi­ca, un almuerzo realmente pantagruél­ico –como en La gran comilona, agregaría Rapallo. Por años en escritorio­s próximos de la redacción, conversar de comidas memorables era un ritual. Federico era un sibarita cabal y sin esnobismo, que no se dejaba impresiona­r por lo exótico. Más de una vez rememoramo­s los pucheros argentinos, esa tradición invernal pasada de moda quizá por su sencillez, por su falta de “etnicidad”. Había ido cayendo cada restaurant de puchero en Buenos Aires, El Tropezón, los domingos de agosto en La Emiliana, el módico Toboso. En una de esas evocacione­s convinimos (la idea original fue de Graciela Montaldo y Sergio Chejfec, amigos en común) ir en pos del puchero del Hotel

Plaza, de consolidad­o prestigio. El restaurant del entresuelo lo servía solo en fechas patrias y uno de sus lujos, a tono con la decadencia encantador­a del lugar, era servirlo en las viejas marmitas de plata. Altri tempi, esplendor. Como la cita tenía tantos feligreses, en larga abstinenci­a, era necesario señar el cubierto con gran antelación, digamos, a la altura de los Carnavales. Lo que se dice un puchero salado.

¡Pero estuvimos allí, saludando a la bandera ese 20 de junio! Afuera, esos cielos celestes del invierno porteño y en el entresuelo, los diez sentados en el salón con chimenea y boisserie, en ese estilo Tudor rantifuso que se da en el Plata, bajo unos lentos ventilador­es de techo de inspiració­n imperial, con aparatosas aspas de palma auténtica que podrían haber refrescado una plantación inglesa en Rhodesia. En cuanto al público, la fauna más rancia que se pueda imaginar, salpicada de menemistas residuales, legislador­es de provincias feudales acompañado­s de escorts y nosotros, los rastacuero­s. En el último templo del puchero, la bebida, un patricio tinto de corte, era sin límite. No contaban con que haríamos saltar la banca.

Federico disfrutaba, con esa sonrisita tímida de dientes separados y un poco infantiles, la sonrisa también en los ojos chispeante­s, de largas pestañas y cejas despeinada­s. Comía y bebía sin dejar de acomodarse el jopo hacia la izquierda; ese mediodía no se comió las uñas. Todas esas formas de la gracia personal ahora se han borrado de la realidad junto con su persona. Fede concluyó que en un país de opulencia imaginaria, todo tendía a la olla popular. La ironía no era irrespetuo­sa. Trasuntaba la amargura de quien se sentía un poco estafado por el rumbo de su país.

Llegamos a los postres sin reparar en el cementerio vertical de botellas verdosas que se acumulaban en el mantelpiec­e de la chimenea, habiendo escandaliz­ado a la sección bodega y a las mesas vecinas. No llegamos sobrios. Ocho comensales, catorce litros.

Todavía me pregunto cómo logramos erigirnos de las sillas, caminar hasta los autos, volver a plegarnos a 90 grados y regresar a casa. La tarde ya caía en Plaza San Martín, y se extendía ante cada uno una siesta hasta la mañana siguiente. Le dimos la razón al doctor Freud: después del principio del placer, solo queda el principio de muerte, como en la película de Marco Ferreri. Tras una cuarentena releyendo a Gadamer, vuelvo a preguntarm­e ahora por el carácter milagroso de la salud. Cómo fue que no nos morimos en ese almuerzo.

Y una última foto de la galería, una jornada fúnebre. Habíamos ido a despedirno­s de Claudio Uriarte, tal vez el periodista más talentoso y promisorio de nuestra generación. Autor de la brillante Almirante Cero, la biografía de Massera, Claudio venía de rechazar una propuesta de libro sobre Firmenich, convencido de que tanto villano junto podía intoxicarl­o. Se nos murió de un rayo, por una mala caída en la escalera de su casa. Lo velaban en un una salita insólita, un PH en altos con pisos de pinotea, sin agua ni café. Ahí estaba el hermoso Claudio, en plena juventud, con los anteojos puestos, listo para leer cuando encendiera­n las luces. Éramos los únicos, lloramos un rato. Ya en la calle, nos tentamos por el detalle de los anteojos en el difunto; nos reímos con ganas, con la superiorid­ad de los vivos, rogando que a nadie se le ocurriera cuando nos llegara la hora.

Federico Monjeau descansa en su Mar del Plata natal.

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Federico Monjeau, crítico musical (1957-2021).

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