La pandemia del miedo y la cercanía de lo remoto
Mientras nos quedamos en casa mirando pantallas, fuimos testigos de las similitudes entre nuestras experiencias y las del prójimo. Quizá sea un momento histórico y logremos entender cómo se siente vivir en un mismo mundo.
“Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio”, dice el narrador en La peste de Albert Camus. En estos días entendemos claramente qué quiso decir. Una sociedad en cuarentena es literalmente una “sociedad cerrada” en la que todos, excepto los trabajadores esenciales, ponen sus vidas en pausa. Cuando la gente está aislada en sus hogares y es perseguida por el miedo, el aburrimiento y la paranoia, una de las pocas actividades que continúan es la discusión del virus y la forma en que puede transformar el mundo del mañana.
En este nuevo mundo, muchos gobiernos (benevolentes y no tanto) siguen de cerca a dónde vamos y con quiénes nos reunimos, decididos a protegernos de nuestra propia imprudencia y la de nuestros conciudadanos. El contacto con otras personas se convirtió en una amenaza a la propia existencia; en muchos países, un paseo no autorizado por el parque puede conllevar multas o incluso la cárcel, y el contacto físico no consensuado se ha convertido en sinónimo de una especie de traición social.
Como observó Camus, la peste borra “lo que la vida de cada persona tiene de original” porque aumenta la conciencia de su vulnerabilidad e incapacidad de planificar el futuro. Es como si la muerte se hubiera mudado a la casa de al lado. Después de una epidemia, los que quedan pueden proclamarse “sobrevivientes”. ¿Pero cuánto durará la memoria de nuestra peste? ¿Es posible que en tan solo unos pocos años la recordemos como una especie de alucinación masiva causada por “un déficit de espacio compensado por un superávit de tiempo”, como alguna vez el poeta Joseph Brodsky describió la existencia de un prisionero?
En su maravilloso libro El jinete pálido, Laura Spinney, quien escribe sobre ciencia, muestra que la pandemia de la fiebre española de 1918-1920 fue el evento más trágico del siglo XX, al menos en términos de pérdidas de vidas por una única causa: superó en cantidad de víctimas a la Primera y Segunda Guerras Mundiales, y es posible que haya sido responsable de tantas muertes como ambas juntas. Sin embargo, como señala Spinney, “cuando se pregunta cuál fue el mayor desastre del siglo XX, casi nadie menciona a la fiebre española”.
Algo que sorprende más aún: hasta los historiadores parecen haber olvidado la tragedia. En 2017, WorldCat, el catálogo de bibliotecas más grande del mundo, contaba con aproximadamente 80.000 libros sobre la Segunda Guerra (en más de 40 idiomas), pero apenas 400 sobre la fiebre española (en 5 idiomas). ¿Cómo puede ser que sobre una epidemia que mató al menos 5 veces más gente que la Segunda Guerra Mundial se haya escrito una cantidad de libros 200 veces menor? ¿Por qué recordamos las guerras y revoluciones, pero olvidamos las pandemias que tienen un impacto similar sobre nuestra economía, política y sociedad?
La respuesta de Spinney es que resulta difícil convertir a una pandemia en una historia atractiva de la lucha entre el bien y el mal. Sin argumento ni moraleja general, las epidemias son como las series de Netflix donde el final de una temporada es un paréntesis que preludia el principio de la siguiente. En la experiencia de la pandemia todo cambia, pero nada sucede, nos piden que salvemos a la civilización humana quedándonos en casa y lavándonos las manos. Como en una novela modernista, toda la acción tiene lugar en la mente del narrador. En mi propia versión de la era de la Covid19, los únicos objetos físicos memorables serán los pasajes de avión que nunca usé y los tapabocas que me puse una y otra vez.
Y, sin embargo, en cuanto salimos a la calle nos damos cuenta de cuánto ha cambiado. Al igual que muchos de mis cafés favoritos en Viena y Sofía, mi librería favorita en Washington D. C. cerró sus puertas. Como una bomba de neutrones, la Covid-19 está destruyendo nuestra forma de vida sin dañar el mundo material. Durante gran parte de 2020, los aeropuertos se contaron entre los lugares más tristes de la tierra: vacíos y silenciosos, con tan solo unos pocos pasajeros que deambulaban por las terminales, cual fantasmas. La mayor libertad de movimiento de las últimas tres décadas –la facilidad con la que personas de distintas clases sociales se entremezclaban– se convirtió en un poderoso símbolo de la globalización. Ahora, esa libertad quedó relegada a la historia o, al menos, fue puesta en pausa por tiempo indefinido.
Mientras tanto, todos los mensajes públicos que alientan a la gente quedarse en casa han generado reflexiones metafísicas. El hogar es donde uno quiere estar cuando enfrenta peligros graves. Cuando mi familia y yo nos dimos cuenta de que enfrentábamos un período prolongado de distanciamiento social, nos sorprendimos a nosotros mismos con la decisión de regresar a Bulgaria.
No fue exactamente una decisión racional, vivimos y trabajamos en Viena durante una década, amamos esa ciudad (y el sistema de atención sanitaria austríaco es mucho más confiable que el búlgaro). Lo que nos hizo regresar a Bulgaria fue que comprendimos que teníamos que “quedarnos en casa”. Nuestro hogar es Bulgaria. En una época de crisis queríamos estar más cerca de la gente y los lugares que conocimos durante todas nuestras vidas. No fuimos los únicos: 200.000 búlgaros que vivían en el extranjero hicieron lo mismo.
Una cantidad de personas similar buscó refugio en sus países de origen y encontró consuelo en sus idiomas nativos. En momentos de grave peligro, casi inconscientemente hablamos en nuestro idioma materno. Durante mi niñez en Bulgaria aprendí una lección valiosa de las películas soviéticas sobre la Segunda Guerra Mundial. Uno de los momentos más peligrosos para las espías soviéticas durante el Reich de Hitler eran los partos, porque involuntariamente se quejaban en ruso, su idioma nativo. Quedarse en casa era quedarse con el idioma nativo... y estar a salvo.
Una de las grandes ilusiones ópticas de la globalización del siglo XXI es que solo las personas móviles de la alta sociedad son verdaderamente cosmopolitas y solo quienes se sienten en casa en distintos lugares pueden mantener una perspectiva universalista. Después de todo, Immanuel Kant, modelo del cosmopolitismo, nunca abandonó su pueblo natal de Königsberg, que perteneció a distintos imperios en distintos momentos. Kant encarnó la misma paradoja que la Covid-19, que aumentó la globalización del mundo incluso mientras ponía a los estados-nación en contra de la globalización.
Por ejemplo, el “aislamiento” y el “distanciamiento social” abrieron la mente europea. Cerrar las fronteras entre los estados miembros de la UE y encerrar a la gente en sus departamentos nos tornó más cosmopolitas. Para quienes tienen acceso a la tecnología de comunicaciones, la pandemia no presagió la desglobalización, sino la deslocalización. Nuestros vecinos geográficos no están en realidad más cerca que nuestros amigos y colegas en el extranjero; y nos sentimos más cerca de los comentaristas de TV que de la gente en la calle.
Tal vez, por primera vez en la historia, la gente ha mantenido las mismas conversaciones sobre los mismos temas; todos compartimos el mismo miedo. Mientras nos quedamos en casa y pasamos horas frente a las pantallas fuimos testigos de las similitudes entre nuestras propias experiencias y las de todos los demás. Tal vez sea un momento histórico pasajero, pero no podemos negar que logramos entender cómo se siente vivir en un mismo mundo.