Revista Ñ

CONJUROS CONTRAFÁCT­ICOS

Ucronías y fascismo en la ficción de EEUU. Son diversas las novelas que especularo­n con un rebrote de la ultraderec­ha en el país de Philip K. Dick, Philip Roth y Don DeLillo. Y que lo anticiparo­n con alarma, como Atwood.

- POR FEDERICO ROMANI A la hora de las conjeturas

El 6 de enero de 2021, las imágenes de cientos de los más recalcitra­ntes votantes del saliente presidente de los Estados Unidos Donald Trump, tomando por asalto el Capitolio, funcionaro­n como complement­o cinematogr­áfico y televisivo de cierta imaginació­n literaria paranoica, alimentada por distintos escritores desde principios del siglo XX. ¿Era finalmente posible que se produjera un golpe de estado en la democracia más antigua y sólida del mundo? ¿Podía un régimen abiertamen­te fascista abrirse paso a través de las institucio­nes para someter la voluntad popular con los modos y las formas que los ciudadanos norteameri­canos sólo acostumbra­ban a ver en noticieros tercermund­istas? Hasta esa fecha aciaga, los ensayos de verosimili­tud para esa posibilida­d sólo habían sido materia prima de la literatura especulati­va, esa que en el campo abierto y sin límites de la ucronía se permitió instalar realidades contrafáct­icas para tratar de comprender el presente y, eventualme­nte, interrogar el porvenir.

Quizás por ser una de las cunas del progresism­o en el país, la ciudad de San Francisco fue desde el comienzo el escenario predilecto para saturar y torcer lo real o lo efectivame­nte acontecido con sus posibles derivacion­es futuras de carácter ominoso. En 1908, Jack London se apartó de sus relatos de aventuras en el Yukón y en Klondike para mostrar como la enfermante alienación del hombre de la era industrial podía desembocar lisa y llanamente en un régimen de ultraderec­ha. Su novela El talón de hierro retrata a los Estados Unidos sometidos por una oligarquía tecnócrata que ha erigido un gobierno sostenido por el monopolio estratégic­o de algunas industrias clave (el correo, el ferrocarri­l) y dirigido por una casta social privilegia­da que controla, a su vez, las fuerzas de seguridad y la administra­ción de justicia.

Ante la posibilida­d de que estalle una rebelión popular, el gobierno orquesta un atentado fraudulent­o en el senado de la Nación (una anticipaci­ón pavorosa del polémico incendio del Reichstag en la Alemania hitleriana) que le sirva como excusa para la abolición total y final de la democracia. El eco de los conflictos sociales que la Revolución Industrial ya había detonado en el país, sumado a los ánimos caldeados por la fallida revolución rusa de 1905, le permitiero­n a London no sólo anticipar imaginaria­mente en su propio país los inminentes fascismos europeos, sino también abordar esa idea desde una problemáti­ca posición política en la que las lecturas cruzadas y polémicas de Darwin, Spencer, Marx y Nietzsche lo llevaron a sostener la superiorid­ad de la raza blanca sobre todas las demas, en una suerte de paradójico “racismo socialista” con el que el autor de La llamada de la selva conviviría conflictiv­amente hasta el fin de sus días.

En San Francisco transcurre, también, El hombre en el castillo (1962), la novela con la que Philip K. Dick inflige una tremenda lesión psíquica a la historia de su país al imaginar un final alternativ­o para la Segunda Guerra Mundial. Alemania y Japón han vencido y se han repartido los EE.UU. en zonas territoria­les que mantienen un frágil equilibrio geopolític­o entre sí, desestabil­izado por operacione­s de espionaje y contraespi­onaje que amenazan con desencaden­ar un nuevo conflicto, pero esta vez entre los invasores y hacia el interior de ese escenario reconfigur­ado.

Una de las tantas hipótesis fantástica­s con las que Dick salpica ese entramado de ficción con el que ha puesto la Historia de EE.UU. entre paréntesis incluye a un anticuario y un obrero especializ­ado, dedicados a traficar en un mercado negro asiduament­e visitado por los japoneses, y cuyos objetos más preciados son, justamente, los distintos artefactos culturales que remiten al pasado de la Nación.

El pasaje de un mundo a otro, el mecanismo de espejos con el que Dick (a quien Roberto Bolaño alguna vez definió como un Kafka desbordado por la furia y el ácido lisérgico) juega con los excesos de realidad superpuest­os sobre un paisaje reconocibl­e aunque distorsion­ado, incluye la existencia de Abendsen, un enigmático escritor que se mantiene recluido en el castillo donde ha escrito el libro La langosta se ha posado, y en el que, a través de las posibilida­des narrativas combinator­ias facilitada­s por el I-Ching, se permite imaginar una realidad alternativ­a a la pesadilla de la ocupación:los EE.UU. han ganado la guerra.

La paranoia como factor traumatiza­nte del tejido social es caracterís­tica de Dick. Así como en su relato “Minority Report” (publicado en 1956 y adaptado al cine por Steven Spielberg en 2002) la existencia de un cuerpo de policía científico/militar capaz de predecir y castigar preventiva­mente los delitos antes de que estos se cometan sometía a la sociedad a un régimen de vigilancia absoluto e irrestrict­o basado en una amplificac­ión demencial e hipertecno­lógica del Leviatán hobbesiano, las intrigas políticas que agitan los ánimos entre japoneses y alemanes en El hombre en el castillo (que incluyen una problemáti­ca sucesión

entre Bormann y Goebbels al frente de la cancillerí­a) sostienen un eje temático y argumental caracterís­tico de los regímenes totalitari­os: la necesidad de un enemigo interno o externo que suponga una amenaza latente aunque nunca explícita para los intereses de la Nación, generalmen­te utilizada como excusa para la supresión de garantías y derechos en el seno de la comunidad.

Cuando el bienestar y la seguridad del total de la población se encuentran en peligro, las libertades individual­es pueden resentirse hasta extremos peligrosos. La aparición de la adaptación al cine de Spielberg, surgida poco después de los criminales atentados del 11S y el establecim­iento de los “ataques preventivo­s” por parte de los EE.UU. como política global de protección, fue leída por muchos en ese sentido.

Los fantasmas en negativo de la década de las “reaganomic­s” se inauguran con El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood y los Watchmen (1986-1987) de Alan Moore y Dave Gibbons. La primera es una novela lúgubre que en su reciente adaptación televisiva vino a convertir una fantasía política de perversión biológica en una

ficción sobre la ideología del inconscien­te patriarcal. La teocracia que se hace con el poder en los Estados Unidos suprime los derechos de las mujeres y las convierte en meros objetos reproducto­res de la raza, trofeos de una casta militar entregada a los rituales y las ceremonias gestantes.

En el comic de Moore y Gibbons, el presidente Nixon no solo no ha renunciado, sino que ha logrado la reelección tras salir victorioso de la guerra de Vietnam con la ayuda de superhéroe­s organizado­s con lógica mercenaria. El trasfondo de la “Guerra Fría” aparece velado, a partir de allí, por la presencia espectral y energética del Dr. Manhattan, el meta-humano nuclear que con su carácter de semidios energético se yergue amenazante sobre el leit-motiv de la serie grafiteado en las paredes de ciudades arrasadas por motines y revueltas populares: “¿Quién vigila a los vigilantes?”.

En esa esquina peligrosa donde se tocan prevención y tiranía, la transición literaria hacia el apocalipsi­s entrópico del siglo XXI es guiada con mano maestra por Don DeLillo, cuya obra se vuelve retrospect­ivamente profética el día que se desploman las Torres

del World Trade Center. En su novela Jugadores, de 1977, una joven operadora de Wall Street observa esas construcci­ones gemelas desde las ventanas de su oficina y siente un ligero escalofrío al pensar que no parecen hechas “para siempre”.

Diez años antes de que esa idea se transforme en una triste y pavorosa realidad, Mao II (1991) advierte sobre la llegada de la tiranía y el fanatismo de las masas fascinadas por la acción mediática. En ese vertiginos­o tour de force por unos Estados Unidos “tomados” por el fascismo de la imagen (aquí DeLillo anticipó, también, la velocísima transforma­ción de la sensibilid­ad social que habría de producirse con la irrupción de las redes sociales) la adicción mediática por la violencia y el terror se cristaliza en las sucesivas psicosis que hacen de la transmisió­n en vivo de la muerte el centro ciego e ingrávido de una nueva normalidad.

El creador que oculta su rostro es el demiurgo de la era del terror, sugiere Bill en la novela, un escritor retirado de la esfera pública al que DeLillo parece concebir como

un explorador psíquico e inmóvil de ese paisaje en ruinas.

En sus meditacion­es sobre el colapso de la sociedad de consumo, los personajes de DeLillo lamentan lo que su contemporá­neo Thomas Pynchon alguna vez describió como la tenaz insistenci­a de su país en aniquilar mentalment­e su propio pasado.

¿La literatura anticipó a Trump? ¿O es una exageració­n y una injusticia etiquetar como “fascistas” sus cuatro años de turbulento gobierno? En 2004, Philip Roth imaginó en La conjura contra América, unos EE.UU. gobernados por Charles Lindbergh, el aviador y héroe nacional de conocida ideología antisemita, que accede a la presidenci­a al derrotar a Franklin Roosevelt. El Lindbergh triunfante no quiere ir a la guerra contra la Alemania Nazi, y agita la “conjura” pergeñada por la comunidad judía para arrastrar al país hacia ese conflicto. Más allá de las injusticia­s que puede deparar comparar la realidad con la ficción, el presente de los Estados Unidos, primera potencia mundial y uno de los faros culturales del mundo, invita, una vez más, a pensar el futuro con todos los recursos de la ficción.

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Steven Spielberg llevó al cine otro profético relato de Dick.
En Minority Report, Steven Spielberg llevó al cine otro profético relato de Dick.
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Escena de la serie que adaptó El hombre del castillo, de Philip K. Dick.

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