Trastienda de la toma del Capitolio
Hubo y sigue habiendo un debate interesante sobre lo que pasó el 6 de enero en Washington D. C. Para algunos el ataque al Capitolio de los partidarios del ex presidente Trump es sorprendente; para otros, esperable. Es una discusión interesante y para analizarla habría que tener en cuenta algunas ideas básicas sobre la cultura WASP (White Anglo Saxon Protestant, blanca, anglosajona, protestante, y habría que agregar “masculina”). Un análisis completo llevaría a decir que las dos cosas son ciertas: la entrada de esos hombres armados y disfrazados al Congreso de los Estados Unidos fue impactante y al mismo tiempo, apenas un paso más en un camino que empezó hace siglos.
Montados al western
Como todos los países de América, Estados Unidos es un país multicultural: los ingleses que llegaron al territorio se cruzaron con quinientas culturas amerindias, trajeron africanos esclavizados y los introdujeron en su territorio; más adelante, recibieron (y reciben) grandes olas inmigratorias.
Sin embargo, desde siempre, hay una parte de la sociedad que imagina el país como “uno” y se niega a aceptar esa multiplicidad. Durante la primera mitad del siglo XX, esa idea de la sociedad organizó el secuestro legal de los niños amerindios para llevarlos a escuelas de pupilos donde trataban de borrarles su identidad tribal; por eso, California (donde hay nombres geográficos como Los Ángeles o San Diego) exigió en un tiempo “English only” a sus habitantes. Esos intentos fueron un fracaso: para seguir con los mismos ejemplos, el castellano es una exigencia de trabajo entre los choferes de colectivos de San Diego, y la literatura amerindia contemporánea hizo un retrato feroz de las escuelas. Pero la derecha WASP más concentrada cree que, para “hacer grande a los EEUU” (el lema de Trump), hay que volver a una tradición blanca y masculina.
Todo eso tiene raíces en el mito básico de la cultura WASP y puede rastrearse en muchos de los “productos culturales” de ese grupo (novelas, poemas, películas, pinturas). La primera expresión cultural del mito estadounidense WASP masculino fue el western, un género literario primero, después cinematográfico, que leyó en clave mítica la expansión del país hacia el Oeste.
El mito gira alrededor de un héroe: un hombre solitario, individualista, cuya mayor habilidad es el manejo de las armas de fuego. Tiene un código de honor personal pero se niega a obedecer cualquier tipo de regla social, a tener cualquier responsabilidad, a crecer (los críticos lo llaman el “eterno adolescente”). Es salvador de pueblos indefensos (el mito es mesiánico) y, cuando lo logra (siempre con violencia), abandona el lugar y sigue adelante hacia tierras amerindias, donde supone que será libre. Es funcional a la “conquista” del Oeste: odia la civilización pero cada vez que huye de ella, la promueve, la lleva hacia el Oeste. Cuando llega al Pacífico, busca horizontes “salvajes” como México, Iraq, etc. Odia la ley y por eso ejerce su heroísmo como un “outlaw” (un fuera de la ley) y necesita dos identidades: una social y la otra, enmascarada. El Llanero Solitario (nótese el adjetivo) es uno de los primeros. En el siglo XX, los “súper héroes” son sus descendientes.
Tiene un único amigo, otro hombre. (Es un mito misógino: las mujeres representan a la odiada sociedad). En la primera versión de la historia, el amigo es amerindio y lo “americaniza” para que deje de ser europeo y se convierta en “americano”. Y, como en El último de los mohicanos de Fenimore Cooper, ese compañero indio muere para legar al héroe la tierra conquistada. Su muerte justifica la conquista.
Trump y el mito
Para una parte de la población –blanca, pobre, con poca formación–, Trump es ese héroe: tiene dinero (el viaje al Oeste es para buscar riqueza), hace lo que quiere, va contra la ley. A ese grupo, pertenecían los que tomaron el Capitolio: hombres blancos armados, hartos del sistema, que avanzaron contra el sistema convencidos de que les habían “robado la elección”. Los disfraces, las armas, las banderas son todos símbolos relacionados con la derecha racista, neonazi. Dicen que están “orgullosos de ser ‘americanos’” (y cuando dicen “American”, borran al resto del continente), porque para ellos “americano” significa “blanco”. Se creen herederos del Tea Party (la rebelión contra Inglaterra; por eso, los disfraces amerindios como los de los patriotas, donde el blanco es la “vieja Europa”). Pero por otra parte creen ser parte de la tradición europea blanca, de la pureza de la raza que simbolizan los vikingos de Islandia. Se sienten parte del Sur, la región derrotada en la Guerra Civil (1860-65): por eso, la bandera de la Confederación, que sostenía una institución esclavista directamente relacionada con la “raza”, y justificada por la superioridad de los blancos.
En el sur, esos blancos eran “white trash”,
“basura blanca”: pobres, sin nada, con un único orgullo, ser blancos, ser los únicos estadounidenses verdaderos. El problema es que actualmente, es difícil sostener esa idea: la lucha de otros grupos hizo casi imposible invisibilizar la “multiculturalidad” del país. Eso lograron el feminismo, el Movimiento de Derechos Civiles de los descendientes de africanos esclavizados, las protestas del American Indian Movement, las revueltas chicanas y el arte de todos ellos, que forma parte de la lucha misma.
¿Previsible o sorprendente?
En parte, tienen razón los que sostienen que el ataque contra el Capitolio era “previsible”: la idea de la supremacía blanca está en el ADN del país. Pero también es cierto que, hasta ahora, esos grupos no habían realizado nada semejante y por eso es razonable la siguiente frase, que se reprodujo mucho en redes: “Debido a las restricciones en los viajes, los Estados Unidos han decidido dar el golpe de estado en casa”. Desde principios del siglo XX, los Estados Unidos fomentaron “golpes” en todo el mundo mientras defendían la “democracia” en el interior. La frase se burla de esa doble vara.
¿Y qué decir de las tropas que deberían haber defendido el parlamento y se sacaron fotos con los atacantes? No es lo que hicieron en las marchas del movimiento “Black Lives Matter”, que protestaban justamente por el peligro constante en que viven los afroestadounidenses, que mueren frecuentemente en controles de tránsito, como se ve en productos culturales como “Green Book” o “Lovecraft Country”. Esas tropas también apoyan a Trump, un adulto que no acepta límites, que no creció, como el protagonista de Huckleberry Finn de Mark Twain en el siglo XIX, o su reencarnación en el siglo siguiente, en El guardián en el centeno de Salinger.
El 6 de enero, mientras miraba las imágenes del ataque, me acordé de una novela. La primera era American Psycho de Bret Easton Ellis, de 1991, donde el psicópata protagonista tiene como modelo a Donald Trump y pasa de soñar que asesina a vagabundos indefensos con impunidad a matar a personas de su propio entorno: el camino del “yo soy mis propias reglas” lo lleva cada vez más hacia el abismo.